Estaba segura que habían pasado más de seis ciclos lunares desde que me alejé de mi hogar, y en ese tiempo, padre, no se había preocupado por saber que vivencias tenía con ese humano. Eso, seguramente, era señal de que seguía con sus leales informadores o, únicamente, que el varón que me “tutelaba” le daba las noticias pertinentes.
Hasta ese día, un frío día del décimo mes, Alec me entregó una arrugada carta, tan manoseada y, seguramente, releída por sus dorados ojos que su rostro de indiferencia se había tornado turbio y diría que molesto. Deslicé mis manos, abriendo la carta, hasta leer la distinguida caligrafía de mi padre en ella y no poder evitar abrir los ojos desconcertada.Tuve que releer esa extensa escritura varias veces para cerciorarme de las palabras que allí estaban escritas y no pude evitar alzar la vista hacia el humano, haciendo que una leve arruga saliese en mi entrecejo.
- ¿¡Casarme!? - mi voz se alzó demasiado, estaba irritada. - Pero quienes os creéis que sois para juntarme con un varón, ¡al que ni conozco!.
- A mi no me inmiscuyas, mocosa. Son asuntos a tratar con tu padre, no conmigo - protestó con tanta frialdad e insensibilidad que me heló la sangre en un segundo. - Eres su única hija, viva, es asequible y lo correcto hacer lo que él mande.
- Maldita sea, desde cuándo te preocupa la voluntad de alguien. ¡Peor, desde cuándo te preocupa la voluntad de mi padre! ¡Me niego, no pienso permitirlo!.
- Deja de comportarte como una puñetera cría. - me tomó del brazo con fuerza y tiró de mi sin cavilaciones.
Su fiera mirada no daba opción a seguir protestando. Mi mano derecha seguía sosteniendo el desconcertarte papel con fuerza, mi respiración se entrecortaba por la rabia de ser un mero objeto sin palabra y mi cuerpo era un simple saco de huesos arrastrado con enfado por parte de Alec. Fueron dos dekhanas de silencio completo, las acciones que realizábamos, los pensamientos hundidos en la desconsolación y ni una palabra cruzada entre ambos. Sabía donde me llevaba, sabía que en unas horas volvería a esa aldea, a mi estimado hogar… podría visitar a mi hermana, ese era mi único aliento en estos momentos. En ese tiempo había releído la carta de padre en numerosas ocasiones, tantas que no daba opción a equivocación.
Ya no quedaba más tiempo. Frente a mí se erguía el hogar que me vio crecer, estaba segura que en otro momento estaría eufórica por estar en mi hogar. Ya no recordaba las veces que le pedí volver al humano y éste se había negado, pero ese día deseaba saber que pasaría con mi desdichado destino. Padre se encontraba a pocos pasos de nosotros. El anciano elfo se acercó a mí abrazándome con su habitual estima, besándome la mejilla como antaño siempre había hecho y sin soltar a su, ahora, única hija. No pude evitar rodearle correspondiéndole, devolviéndole la calidez y la serenidad que me estaba ofreciendo.
- Padre, he vuelto. - esbocé una aniñada sonrisa, olvidando momentáneamente el motivo que me había conducido allí.
- Ya te veo, hija mía. - volvió a deleitarme con un cariñoso beso, antes de separarse y centrar su mirada en el humano que me acompañaba - Su trabajo, como así se decidió, concluye aquí, Alec Salvatore. La información que solicitó y el pago de su protección le serán entregadas cuando desee marcharse de este lugar.
Mis cetrinas pupilas se dilataron angustiadas al corroborar que yo no era más que un trabajo para el varón, aunque en cierta medida lo había sabido desde el inicio. Mercenarios, hombres de armas que se decantan por el mejor postor y mercancía, eso me había dicho él. En este caso, mi padre era el mejor postor y yo una maldita mercancía entregada.
- Así lo haré, Caleb, descansaré una noche en esta aldea y al alba partiré a mi destino. - Sin más dilación se retiró de la sala dejándonos, a padre e hija, solos.
Estaba molesta, el motivo… me era desconocido, o quizás no. Estaba tan sumida en mis propios pensamientos que padre tuvo que zarandearme vagamente para que escuchara lo que estaba diciéndome. No pude evitar parpadear varias veces para así poder centrarme en su serena voz.
- Perdona, padre, estoy desconcertada.- Has pasado más tiempo del esperado con él, es comprensible tu reacción. No obstante, no volverás a verlo. - esa frase dictaminaba un mandato.
- Sí, padre. - miré otra vez hacia la maciza puerta y me mordí el labio inferior, haciendo acallar mis quejas.
Deambuló por la estancia con mi mirada centrada por donde él andaba, esperando las palabras que padre deseaba decirme y, según parecía, no encontraba. Un suspiró envolvió el ambiente, mi vello se erizó y mi espalda se puso recta colocando las manos tras la espalda, al igual que un soldado ante su general. Estaba demasiado tensa…
- Rael, sé que la noticia que te incumbe no te agrada. No es preciso que acalles tus seguras quejas. - sus zafiros ojos me miraron y tras varios segundos de mi silencio continuó. - ¿Qué te preocupa, hija mía?.
- ¿Qué me preocupa?...- tomé algo de voluntad para no gritar a los cuatro vientos mi ira contenida, adopté una voz serena y tranquila en lo posible y, por fin, hablé - Te diré que me preocupa, cercioraré tus sospechas, pues sabes perfectamente como es tu hija. Padre, pretendes casarme con un desconocido; apartas a Alec de mi vida, siendo él el que me ha estado protegiendo y le das dinero por mi supuesta supervivencia; por Silvanus, padre, que mi vida ha sido una huída constante y ni siquiera estabas ahí. ¿Y aun así se te ocurre preguntar qué me ocurre?
Estaba segura que estaba hablando más de la cuenta pero era una marioneta dirigida por los hilos que mi padre había decidido. Desvié la vista hacia la ventana cercana y suspiré, completamente resignada. Al fin y al cabo, ya había perdido a mi supuesto tutor. Su anciana mano tomó mi mentón e hizo que me centrara en él, desviando mi atención del paisaje invernal del exterior.
- Sólo diré que lo que estas viviendo es lo que te hace ser fuerte, hija mía. El casamiento será llevado a cabo, pues así lo des…
- ¡Ahí te parta un rayo, padre! - no pude reprimirme y vociferé, acallando sus palabras. - No pienso aceptarlo - sentencié.
Aparté las manos de mi anciano padre y salí de la estancia antes de blasfemar contra él y sus angustiosas costumbres. La puerta se cerró dando un sonoro portazo, indicando mi molestia contenida. Me quedé tras la puerta y tomé aire, intentando calmarme, mi vista se desvió a mi zurda y abrí los ojos sorprendida al ver la silueta de Alec.
- Caleb, no está acostumbrado a tus ruidosos enfados, gata tozuda. Deberías tener más tacto con tu anciano padre. - rió chistoso y se apartó los mechones del rostro con aire chulesco.
- Piérdete, bastardo, recoge tu dinero y desaparece. - espeté, como si me hubiese criado en los bajos fondos
.- Como desees, recuerda que tú lo pediste. - hizo una reverencia irónica y desapareció por los pasillos, no sin antes susurrar. - Al alba, gatita.
Pude oír su risa al alejarse y eso me irritó aun más. Ese varón era desconcertante, escapaba a mi mente, a mis razonamientos y, encima, mi persona, era su objeto de diversión continua. “Al alba…” musité sin sentido y mi vista volvió a centrarse en la ya oscura noche, apenas quedaban escasas horas.
Deambulé por la oscuridad de la aldea, pasé sus arboladas cercanías y me dirigí al acantilado cercano donde mi querida hermana se encontraba. ¿Qué pasaría al alba?. Me senté en un árbol cercano, centré la vista en la tumba de Arya y mis preguntas sin respuesta me tendieron la emboscada del cansancio, haciéndome ceder a los lindes de la meditación.
Mi desgracia fue despertar al día siguiente, blasfemando y corriendo hacia mi hogar, en vano, para buscarle. Mi aliento me quemaba la garganta, mis ojos se centraron en padre y éste sólo negó ante la pregunta silenciosa que hice. Retomé el aire con los ojos bañados en lágrimas por no hallarlo ahí, por saber que su último recuerdo mío sería de enfado contra él.
Una carta es lo único que mi padre me entregó tras reponerme, ese fino papel con su caligrafía. Mis temblorosas manos abrieron la carta y las tristes pupilas leyeron así la única frase que ahí se encontraba.
“Te seguiré vigilando.”
Susurré, en élfico, una taciturna frase y la carta prendió en mis manos. Comprendí con esas tres simples palabras que el paso siguiente debía darlo sin él.
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