Corre ven, búscame, y encontrarás
al ente que entre la niebla perece,
extasiado de aquello que acontece,
pierdes la paz, las armas sacarás.
Recobrar el aliento intentarás,
porque el hierro a la sombra vence,
pero verás que el arma no convence,
al compás de la niebla bailarás.
Corre ven, extinguela, antes de huir
o encontrará la risa del infante.
No te dejes llevar por interrumpir
las normas que la sombra quebrante,
puesto que tus amados deben morir,
para oír el lúgubre son vibrante.
"Escribo por el solo placer de escribir, para mí solo, sin ninguna finalidad de dinero o publicidad. En mi pobre vida, tan vulgar y tranquila, las frases son aventuras y no recojo otras flores que las metáforas." FLAUBERT, Gustave. (1821-1880. Escritor francés.)
viernes, 5 de octubre de 2012
martes, 2 de octubre de 2012
Capítulo IV
Estaba confirmado: Ese guerrero la volvería loca. No solo por la atracción de ambos, sino también por el fracaso que sentía cuando la dejaba sin palabras. Cosa que odiaba y, estaba segura, que a él le encantaba por la socarrona sonrisa que dibujaba en ese perfecto rostro. La jóven daba vueltas en esa amplia habitación, sin que un león enjaulado tuviese nada que envidiar, mientras que sus dedos con nerviosismo no dejaban de dar vueltas a aquel anillo y sus pasos eran cada vez más acelerados. Él había ganado esa vez. ¡Por supuesto que había ganado!, y eso la frustraba aun más. Dio un pisotón al suelo, molesta por caer en tal patraña. ¿Por qué diría que quería casarse sino era para molestarla?.
En un leve gruñido se deshizo de su ropa de ciudad y tiró el vestido que portaba sobre el lecho. Abrió el baúl que descansaba a los pies de esa enorme cama y se vistió con sus gastados pantalones de cuero, su camisa de lino blanca y sus ennegrecidas botas. Miró alrededor, tomando de las anteriores ropas la enjoyada daga de su padre que enfundó en su bota diestra y no tardó en dar dos zancadas atravesando la habitación para tomar el carcaj y el arco que Kuea le había regalado días atrás.
Acarició la empuñadura de su espada larga, que el herrero del puerto había hecho más ligera para el uso de una mujer, y el escudo que pocas veces utilizaba. Era posible que en esas tierras debiera llevar más protección, al igual que la armadura que descansaba en el polvoriento baúl del banco; pero era demasiado torpe para manejar todo aquel metal y, esta segura, que sólo la realentizaría en su propia empresa. Más adelante, se dijo y tomó el pomo de la puerta.
Gillian asomó su rojiza cabellera por la puerta para observar un lado y otro de aquel iluminado pasillo, como tantas veces había hecho en el pasado. Al comprobar que no había un solo alma, Salió y cerró la puerta tras ella con un sordo “click”. Sus pasos, amortiguados por la gastada alfombra, se dirigieron hacia el salón. Como si de un bribón en medio de su robo se tratase atravesó la estancia conteniendo el aliento, el cual no soltó hasta salir al exterior, y se deslizó por la puerta de la entrada. Tanteó con su zurda la maciza puerta en la que se apoyaba y frunció el ceño, ¿por qué salía de aquel lugar como si se jugase la vida en ello?.
- Ya no estas en casa, Gillian. - se regañó mientras ocultaba sus rojizos cabellos bajo la blanca tela de la capucha.
Ahora sólo se trataba de un aventurero más, se deslizó por las oscurecidas calles de Rhodesia y se desvió por el puente que separaba el distrito de las lanzas con la zona principal de la ciudad, la plaza central. A pesar de las altas horas de la noche era sorprendente ver a los ciudadanos y aventureros que aquella plaza acogía. Se podían oir conversaciones sin interés alguno. Las diversas conversaciones las llevaban de hombres hablando de sus enamoradas mujere a mercaderes comentando sobre su futura incusión a las minas. Era extraño pero esos mercaderes llamaron su atención. No pudo evitar acercarse algo más, pasando desapercibida entre las sombras que aquella ciudad pudiera otorgarle y sin acercarse lo suficiente como para ser reconocida.
Un grupo de tres varones hablaban sobre la forja y los materieles que precisarían para el próximo pedido. Se extrañaba a si misma al prestar atención a aquella extraña conversación pero alli estaba ella, oculta tras los toldos de la tienda de Froippi escuchando aquella conversación que no le agradaba lo más mínimo. No tardó en reconocer a Awer, ni a Bero, pero el tercer hombre, Zafit, seguía extasiandola solo con mirarlo. Su voz sonó ronca, masculina, tan tentadora que el enfado anterior de Gillian había sucumbido en un abrir y cerrar de ojos ante la necesidad de tener cerca a ese hombre. Recordaba como poco antes estaba enfurecida con él por la pesada broma que había tomado pero, ahora, quería avalanzarse sobre él y besarlo.
Consiguió con un esfuerzo demasiado grande no salir de su escondite mientras sus ojos estudiaban minuciosamente a aquel hombre, tan detenidamente que ella misma se sorprendía. Parpadeó y tragó algo de saliva para mitigar la sequedad de su propia garganta. ¿Qué le pasaba con ese hombre? Sabía que le atraía. Le atraía a tal extremo que podía quitarle cualquier atuendo que tuviera e imaginarse lo que éste podría hacerle cuando estuvieran desnudos. Ese era el deseo que su madre le había descrito hacía años, cuando le hablaba del dogma de la Dama. Aunque seguía sin comprender por qué tenía que ser ese guerrero tan insistente y preguntón.
Cuando la masculina voz cayó, Gilian aprovechó para salir de su hechizo y apartarse del trío. Sabía que si el guerrero volvía a hablar su fuerza de volunad no podría ser tan firme y podría cometer la locura que llevaba días quiriendo hacer. Aunque si lo pensaba fríamente, ¿por qué no podía hacerlo? Quería comprobar cada músculo de aquel guerrero con sus delicadas manos y memorizar cada cicatriz que no dejara ver esos atuendos tan bien puestos. Suspiró con la imagen de aquel estudiado cuerpo en su mente y se dirigió a las afuera de Rhodesia.
Gillian observó tras de sí. Los centinelas de las murallas estaban apostados en sus puestos, observando cada sombra externa que pudieran divisar sus propios ojos ante tanta oscuridad. La figura femenina apoyó la diestra sobre el curvado arco y asintió confirmando que esos guardias ni ninguna sombra cercana le prestaba la más mínima atención. Retomó el apresurado paso y se encaminó al Sur durante varias horas.
La lluvia se había iniciado a mitad de la marcha, haciendo que sus ropas se pegaran a las curvas de su silueta y la camisa blanca se trasparentara más de lo que ella le hubiera gustado. Había dado las gracias por la oscuridad de la noche en más de una ocasión cuando se había cruzado con algún transeunte y estaba convencida que la próxima vez tomaría el resguardo de una gruesa capa para evitar de nuevo esa situación. Viró la cabeza a un lado y a otro, buscando la caravana que debía hallar en ese alejado claro. La lluvía parecia estar más enfurecida que hacía unos minutos y la tormenta parecía rugir como si los mismísimos dioses se estuvieran peleando en sus anfiteatros. Un rayo hizo que deslumbrara la caravana que buscaba y asintió, encaminandose a ella.
La puerta se abrió con un estridente choque y dos figuras que había dentro dieron un brinco por el susto. El varón había tomado su espada en primera impresión, mientras que la mujer se ocultaba tras la ancha espalda de él con un gritillo ahogado en la garganta. Los escasos focos de iluminación, ocasionados por varias velas, se habian apagado al son del choque y a la corriente que había acompañado a Gillian al entrar tan abruptamente.
- ¿Quién anda ahí? ¡Responde o te juro por la Dama que te mataré y tu cuerpo será carnaza para los lobos! - gritó un enfurecido Edgard.
- Edgard, tu siempre pensando en comida. - Gillian rió con un deje divertido. - ¿He conseguido asustaros?
- Por todos los diablos, ¡Gillian! - rugió aun más cabreado el varón. – Podría haberte embestido y matado, muchacha. ¡Da gracias a que no lo hiciera!
- Me adoras, nunca podrías matarme. - la joven seguía riendo hasta que un estornudo y la tiritera del tiempo pasado bajo la lluvia la hizo parar.
- A quien se le ocurre venir con esta lluvia, ¡jovencita! - la regañó Megan, mientras encendía las velas y rebuscaba una manta para abrigarla. - Edgard pon a calentar algo de agua, tiene que entrar en calor.
- Un día de estos la mataré pensando que es ese desgraciado. - refunfuñó Edgard antes de dejar la espada en su funda e ir a calentar agua.
Gillian sonrió observando al matrimonio. Ese era su hogar y ellos habían elegido ir con ella a esa nueva tierra. Tenerlos copn ella la alegraba pero había ocasionado que sus dos queridos amigos estuvieran en peligro junto a ella. “Es un riesgo que tomaremos, Gillian”, eso habían dicho tras la última noche que habían pasado en la hacienda de los Remington. La joven cerró la puerta tras de sí, aun con la sonrisa perfilada en su níveo rostro.
- ¡Gillian! - la voz horrorizada de Megan le era tan familiar ya.
El malestar que la sobrellevo, tras las inclemencias del tiempo pasado bajo la lluvia, la hizo recordar que la próxima vez tomaría esa gruesa capa.
Los sollozos de Megan la hicieron despertar en esa angosta y amplia cama. Su habitación permanecía siendo la de siempre, al menos sus tios no habían intentando robarle ese recoveco de tranquilidad en esa desconocida casa. Aunque dudaba que eso durara eternamente. La mano de Gillian tomó con delizadeza el rostro de Megan y le limpió las lágrimas que salían de sus hinchados ojos.
- Megan, ¿por qué lloras? Solo me he desmayado, no es tan grave. - Gillian la besó en la frente, dándole esa calidez que sabía que necesitaba.
Los sollozos siguieron sonando en ese silencio sepulcral que invadió la estancia. Esa situación no había cambiado desde que Neill había vuelto. Gillian sabía cual era su lugar, sabía por qué su ama de cria no conseguía separarse demasiado de su alcoba, ni de ella misma. Podía ver el miedo reflejado en sus ojos siempre que la observaba. Pero sólo quedaba un día más.
El ruido que se oía a través de la ventana llegaba a sus oídos aun bajo el sollozo de su compañera. El servicio que habían contratado sus tios para ese gran día bullía entre jaleos y prepaprativos, mientras que los invitados iban llegando y envolviendo esa desconocida hacienda que llamaba hogar. Había jurado oír las risas de sus tios festejando y haciendo sus perfilados papeles ante sus amigos. Un escalofrío le recorrió la espalda cuando oyó unos pasos acercarse a la puerta y aporrearla.
- Gillian, cielo, los invitados esperan cuando estes más recuperada. - la voz de Neill sonó tan perfectamente preocupada que incluso ella misma la hubiese creido, si no lo conociera.
- Claro, no haré esperar a los invitados, descuida. - alzó lo suficiente la voz para que la oyera. - En cinco minutos bajo.
Los pasos se alejaron y Gillian instó a Megan a que se levantara. La ayudó a recuperar su compostura. Ahora no podía preocuparse de ella. Debía ser la prometida perfecta con un papel tan perfilado y elaborado que su plan debía surtir efecto. Se alisó el vestido y se recogió el cabello con la ayuda de su compañera.
- Bien, vamos allá. - abrió la puerta y salió por el pasillo, seguida de Megan.
La luna se alzaba alta cuando Gillian se deshizo del brazo de su querido prometido y se escabulló con la escusa de tener que tomar el aire. Esa noche había sido la prometida más feliz del mundo, con su perfilada y perfecta sonrisa, y todos los invitados la habían indicado cuán feliz sería con su querido primo. Cuán feliz, sin duda.. Se escabulló tras las puertas principales y se encaminó hacia las murallas. Ese lugar le otorgaría paz, la paz que ella necesitaba tras tener que estar tanto tiempo agarrada a ese hombre.
Asintió al centinela cercano y se deslizó hacia la oscuridad que le ofrecía uno de los torreones colindantes. Observó hacia el exterior, aunque era noche cerrada, los rayos de la luna no ayudaría en esa ocasión, cegando asi cualquier sentido de la vista. Los pasos de ese hombre no tardaron en resonar sordos en el cemento y las piedras que los separaban. Gillian había vuelto a habituar sus sentidos a la cercania de ese hombre. Su primo era el único que no consentía perderla de vista a menos que estuviera encerrada en sus propios aposentos. Era el único que salvaguardaría las tierras y los títulos nobiliarios que aportaba Gillian con su matrimonio.
- Primo, no deberías abandonar el salón y a los invitados - sonrió dulcemente en el perfecto papel que seguía interpretando.
- Parece que has entendido tu papel aquí. Aunque no cambiará el hecho de que en tu noche de bodas seas el trofeo de mis hombres. - Neill seguía acercándose para acorralarla entre la pared y él. - Debes darme las gracias. Satisfacerás a muchos hombres antes de morir. Eso dice tu diosa, ¿verdad?.
- Te doy las gracias, primo..
Su corazón corría en una carrera despiadada que amenazaba con dejarla sin aliento de un momento a otro. No era miedo. El miedo había sido encerrado en lo más hondo de su ser, era la rabia que esa confesión había causado en ella. Una rabia que en ese momento necesitaba como una fuente de alimentación y contención que no la hicieran gritar e intentar embestirlo. Ella no haría eso, no. La joven rodeó a su primo con los brazos entregandole un apasionado beso que ambos se quedaron sin respiración en escasos segundos.
Neill no tardó en corresponder la efusividad como siempre lo hacía cuando una mujer se lo ofrecía tan ciegamente. Él era un hombre que se regía por sus necesidades básicas en más de una ocasión. Marcaría el ritmo, la necesidad, el deseo que había fustigado con palizas cuando ella se negaba a ser suya. Había decidido que sus hombres la tendrían pero él también la quería. La haría suya. Desgustaría el placer que esa mujer había incitado en más de un hombre con solo mirarla. Cuantas veces había tenido esas imágenes en su cabeza. Él no tomaba ese nectar a la fuerza. En eso era hombre de principios, disfrutaba cuando una mujer se le entregaba y ella lo había hecho.
- Buena chica. Ahora portate bien. - estampó sus labios de nuevo en los de Gillian, abriendose paso con su lengua.
Gillian contaba como si de ese modo el tiempo fuera a pasar más rápido o si la Dama la fuera a hacer desaparecer. Las manos de Neill pronto la empotraron contra la pared y la alzaron, haciendo que ella tuviera que sostener sus piernas alrededor de la cintura de él. Gillian dejó de contar. Rodeó el cuello de Neill con su mano zurda para tener más soporte y escabulló la diestra por su pierna derecha hasta que tomó la empuñadura de su daga. Se separó lo suficiente para poder respirar y apoyó la daga en el cuello de su primo.
- Neill, bájame. - sonó la entrecortada voz de Gillian.
Éste, excitado y divertido por el nuevo juego, la bajó. Gillian daba varios pasos tras mientras él hablaba y la depositaba en el suelo.
- No deberías jugar con armas, Gillian. Podrías cortarte.
- Permiteme dudarlo, querido primo.
El cuerpo de Neill se oyó caer mientras la joven terminaba de hablar. Gillian guardó la daga en su muslo y comprobó el estado de su primo antes de dirigirse al guardia.
- Megan y Edgard la esperan en los establos, señorita. - urgió el guardia, mientras acomodaba el cuerpo de Neill.
- No, espera.. grite mi nombre y dé la alarma en cuando Neill reaccione. ¿entendido?. – lo miró y frunció el ceño, hasta que este afirmó.
En un rápido movimiento tomó de nuevo la daga de su muslo y la hundió en el hombro de Neill. Un grito ensordecedor resonó en sus tímpanos, mientras que su fría mirada observaban como su primo se retorcia de dolor bajo sus propias manos. Los insultos y los intentos de alcanzarla hicieron que Gillian por autoprotección le hundiera de nuevo la daga y la extragera. Su primo era un extraño cuadro de rojo escarlata y el suelo empezaba a encharcarse. Extendió la mano y susurró una oración sobre la última herida, ocasionando que la regeneración fuera lenta pero suficiente para que las heridas internas no lo mataran.
- Recuerdame, Neill. Recuerda este dolor. - susurró en un deje ensombrecido. -Te estaré esperando.
Gillian se levantó y salió corriendo hacia los establos. Su plan estaba casi completo, solo un poco más, solo unos pasos más. La voz del guardia dando la alarma hizo que su corazón casi se le saliera por al boca pero saldría de esa fortaleza. Viró en una esquina, derrapando por la gravilla del suelo, y se encontró de lleno con un jinete que galopaba hacia ella por las alarmas. Tras él había otro jinete. La joven observó como el patio empezaba a movilizarse. Quizás debió pedir más tiempo..
- ¡Gillian!
Gillian tomó la daga con la diestra y extendió el otro brazo, cuando oyó su nombre del primer jinete. Ella saltó, al tiempo que el jinete, Edgard, la tomaba del brazo izquierdo y la balanceaba lo suficiente para poder subirse en esa carrera desenfrenada por su propia supervivencia. Megan era el segundo jinete. Se abrieron paso a traves de las murallas aun alzadas por al incertidumbre y se alejaron de ese castillo.
Se llevó la mano a la cabeza y miró alrededor. La caravana volvía a estar a oscuras y sin rastro de Edgard y Megan. La luz del sol asomaba por la ventana y suspiró, dejandose caer en la cama. Odiaba tener fiebre.
martes, 28 de agosto de 2012
Capítulo III
- ¿Me vas a contar algo sobre tu prometido?. - los verdes ojos del guerrero la observaron un instante, recelosos. Harto de que ella rehuyera de contarle nada.
Gillian observó en silencio la ancha espalda de Zafit cuando éste suspiró y volvió a tomar otra pala con arcilla. No debía inmiscuirlo en sus problemas, no quería. Había preguntado sobre su pasado más de una vez y ella había permanecido callada en casi todas ellas. Esa vez no seria distinta a las demás.
Desde el primer piso podía observarse aquel magnífico salón que tanto había agradado a Gillian hacía unos años. Cuando sus padres vivían había deseado estar en el enorme hogar junto a su madre y Megan, o batallando con su padre encima de la alargada mesa y golpenadose con las espadas de madera; mientras que su soñadora madre reía al ver a su marido caer teatral para complacer a su hija. Las prolongadas telas rojizas y blancas con el escudo de los Remington podían observarse caer desde el techo hasta el suelo de la paredes, junto a las lámparas de aceite que vizqueaban ante la más mínima brisa. La enorme mesa en forma de U descansaba en el centro de la estancia y un par de enormes sillones de telas escarlatas se recogían al resguardo del calor del hogar. Lo que más destacaba en ese lugar era el fabuloso cuadro familiar que pendía encima de aquel hogar. Su padre, Kenric, había pedido que se retrataran para que la felicidad que aquel castillo brindaba fuera visto por todos los que alli pusieran sus pies. Ese sería el legado más querido que le daría su difunto padre.
Aquel enorme salón. El recuerdo de sus padres. Su hogar. Había sido mancillado por su misma sangre y ella debía callar. Las vivas telas escarlatas y blanquecinas se habían descolgando de las paredes para que el escudo de la familia pendiera ahora con los colores de la casa de sus tios, verde y negro, borrando todo rastro de los estándartes de sus progenitores. Gillian observaba desde su posición la enorme tela negra que parientes habían puesto sobre su adorado cuadro, tapando todo ápice de felicidad que radiaba. Las lámparas, siempre apagadas, mostraban un sombrío y frío salón que no acogía más alma que las de sus dos tíos. Sus manos presionaban con impotencia la balaustrada de ese primer piso, mientras observaba con la mirada entrecerrada a esos dos personajillos. La habían inculcado que estaba mal odiar; pero estaba segura que el sentimiento que removía su alma cuando los veía reir en las penumbras de esos dos sillones era rabia. Rabia, por no poder hacer nada, y eso la llevaba a odiarlos.
Tras ese escrutamiento hacia sus tios, Gillian se dirigió al lugar donde más resguardada se sentía desde que su hogar era una ensombrecida y fría morada que la repugnaba. Descendió por las escaleras, oculta entre las sombras que éstas le proporcionaran, y se deslizó por el primer pasillo a la derecha. El pasillo estaba a oscuras debido a la falta de lámparas encedidas pero a Gillian le era indiferente, acostumbrada ya a recorrer los cuarenta pasos que la separaban de la enorme cocina. La mezcla de olores de la futura cena la hacían pensar en distinguir sus ingredientes y deducir con qué les deleitaría Edgard esa noche. Un leve tintineo la hizo salir de su ensoñamiento culinario, ajena a los ojos que la observaban, se encogió de hombros, sin darle mayor importancia, y abrió el portón de la cocina.
- ¡Edgard, esta noche cenaremos tu magnífica salsa de whisky, puré de nabos y patatas…! - husmeó mejor el aire, cerrando los ojos como si el sentido del olfato pudiese mejorar de esa forma. - ¿Haggis? ¡Tía Suzanne va a tirartelos a la cabeza! – río divertida al recordar la cara de su tía al ver el revuelto de corazón, hígado, pulmón, sangre y especias.
- Gillian no me digas eso, ¡mi cocina es grandiosa! - se quejó con fingida teatralidad el curtido cocinero, de pelo ya blanquecino por la edad.
- Sabes que a mi me encantan - Se acercá él y le dio un beso en la mejilla - Pero un cerdo tiene más paladar que el de mi tía.
- ¡Gillian! – la alterada voz de Megan se oyó por la puerta de la despensa y a los pocos segundos salió una enfurecida mujer. - ¿¡Qué te he dicho que hablar así de tu tía!?.
- Vamos, Megan, ¡si tu también la odias! - se acercó a su más amiga que cuidadora y le tomó la pesada cesta que portaba en los brazos. - Además, tu marido necesita saber que cocina bien, ¡sino tía Suzanne nos destrozará el paladar con sus horrendos guisos!
Megan miró alrededor con temor de ser escuchada por los nuevos dueños de la hacienda y sonrió a la pequeña bribona que siempre la enternecía.
- Eso no es motivo para criticarla, ¡pequeña bribona! - la regañó, aunque Gillian sabía que ese matrimonio opinaba igual de sus tios que ella. No los aguantaban.
- Está bien, está bien. ¡Entonces! - metió el dedo en el puré de nabo y se lo llevó a la boca. Luego se alejó unos pasos de Edgard que ya se preparaba para darle su reprimenda. - ¡No diré nada más!
Megan y Edgard se miraron significativamente antes de vovler a mirar a la risueña joven. Gillian estaba segura de lo que los atormentaba en sus noches de conversación fugaz pero evitaba ese tema con sus travesuras o sus propias quejas hacia sus tios. Sabía que esa pareja, a los que amaba como si fueran de su propia sangre, les preocupaba los preparativos que se llevarían a cabo nada más aparecer su prometido. El ambiente se tensó y se silenció, bajo el crepitar del fuego. La muchacha los observó con una sonrisa enigmática y feliz; mientras que la pareja decidía si se atrevían a recitar las palabras que tanto los desalentaban.
Por fin, Edgard habló.
- Gillian, ¿qué harás?. - la paternal y profunda voz del cocinero resonó más entristecida de lo que hubiera imaginado, ocasionándole una punzada de dolor en el pecho - Ese matrimonio no tiene amor, ¡lo sabes! Tus padres jamás… - aporreó la mesa, evitando el quiebro que le había estrechado la garganta por el pesar.
- Tranquilo, cielo. - Megan había agarrado cariñosamente la mano de su marido, apaciguando su dolor pero sin apartar sus humedecidos ojos de la pequeña. - No debiste aceptar.
Gillian los observaba sin poder hacer nada. El dolor de ese matrimonio fue por la decisión que ella había tomado hacía unos meses, cuando sus tios sentenciaron su compromiso con Neill. Tampoco podía decirles que ese compromiso había sido aceptado por el mero hecho de que los hubieran dejado sin hogar, alegando que sus servicios ya no eran necesarios. Recordaba como había suplicado que nos los echaran, que eran su familia y como sus tios se regocijaban en su pesar. El acuerdo se había concluido cuando aceptó casarse con ese hombre. Había sido un buen trato: Su libertad por el bienestar de su seres queridos.
Desde que había aceptado ese chantaje se le habían pasado por la mente varias formas de escapar pero todas se arruinaban en el momento que pensaba en sus tios y Neill. Si ella escapaba, esa pareja sería la culpable y no estaba dispuesta a que los culparan de sus acciones. Centró su vista en el puré de nabo que tenía delante, absorta en sus pensamientos. Quizás había llegado el momento de explicarles lo ocurrido. Ellos la ayudarían o.. ¿huirían con ella? Observó con una entristecida mirada a Edgard mientras que apartaba algunas silenciosas lágrimas de su amada.
- Sabéis que os quiero y nunca dejaría que os pasara nada. - Se deslizó hasta ambos y los abrazó cándidamente durante unos segundo, finalizando asi esa conversación.
Atravesó la cocina, no sin antes meter de nuevo el dedo en el puré, y los miró por encima del hombro con una sutil sonrisa estampada en sus labios. Esa mirada era característica de la joven, tras tantos años Megan y Edgard lo sabían.
- Además, tengo un plan. - sonrió divertida y abrió la puerta de un empujón para deslizarse por ella.
Se oyó un gritillo de horror, que emitió Megan, suficiente para que Gillian sonriera más encantada por lo que ello significaba. Casi todos los que habían convivido con ella, sabían que “Tengo un plan” sólo eran problemas en esas murallas. Predeterminadamente, durante los meses de estancia de sus tios, Gillian había enmarcado su problemática conducta en una máscara de educación atípica en ella. Pronto, los que la conocían desde pequeña y la habían creido enferma, entenderían el por qué.
Se ajustó los guantes en la oscuridad del pasillo cuando la puerta se cerró con un sordo *plof*, internándose en el oscuro pasillo con el único sonido de sus tacones sobre la piedra viva y su mente ceñida en tejer la enorme telaraña de su propio plan. Todo saldría bien si era cuidadosa.
Un urgente sentimiento de precaución la embargó. Su bello se erizó en un sentimiento primitivo de peligro. Había recorrido unos diez pasos en ese pasillo cuando se detuvo en seco en esa oscuridad y viró sobre sus tacones. Frente a ella había alguien. Aunque su vista era ciega, sus oidos y el próximo calor de otro cuerpo eran suficientes para confirmarlo. ¿Cómo no se había percatado antes?.
- Shhh. - es lo único que oyó antes de ser empotrada contra la pared del pasillo, siendo suficiente para petrificarla.
El cuerpo de Gillian estaba rígido, alerta, asustada pero sabía quien era su asaltante. Su respiración se retuvo cuando notó una mano recorriendo su trasero y se alzaba vertiginosamente sobre su cintura examinando minuciosamente cada parte de su recorrido. Cerró los ojo con molestia, evitando pensar en la mano que había incursado bajo su corpiño, rasgándolo en el proceso, y presionaba con demasiada fuerza su pecho; mientras que la boca de ese hombre la urgía a que abriera la suya para poder ahogarla con su lengua. Pero ella resistiría en esa barrera, al menos hasta que un escalofrío recorrió su columna al notar la presión emergida en su cuello y no pudo más que abrir la boca para exhalar algo del aire que le suprimían, aprovechando el asaltante para introducir su lengua y seguir ahogandola entre sus toses.
La presión del cuello siguió ahogandola hasta que las lágrimas surgieron de sus ojos e hizo el amago de golpear, ya sin fuerzas, a su agresor. Como un instinto primitivo de supervivencia. Ambos sabían que esa era su forma de dominarla, de decirle que ella era suya y le pertenecía. Él era su dueño y ella no era más que otra pertenencia. Soltó su cuello en una macabra risa y oyó el golpe del cuerpo de Gillian caer al suelo con una agitada respiración.
- He vuelto.
- Primo... - una ronca y agitada voz rasgó el dolor en la garganta de la joven. -…bienvenido a casa.
Una mano la arrancó del frío suelo, mientras que sus pies se arrastraban con torpeza por la falta de aire y el paso apresurado del varón, arrastrándola al exterior de aquella oscuridad. Cuando llegaron la impulsó con demasiada fuerza, haciendo que ésta cayera en medio del gran salón a vista completa de sus tios. La visión que la jóven otorgaba era desgarbada debido a los zarandeos: algunas horquillas se habían soltado haciendo que su cabello descendiera en parte hasta sus hombros, su vestido estaba rasgado dándole a sus tios una visión desnuda de sus senos y su cuello enrojecido por el casi ahogo de minutos antes. Cuando consiguió medio levantarse del suelo, apoyando sendas palmas sobre el suelo, observó a los dos pares de ojos que la miraban y se encogió aun más en ese oscuro agujero imaginario.
Su tio, Thomas, hermano menor de su padre, la observaba de la misma manera que se podría observar a una prostituta que ofrece sus servicios por dinero. Un brillo oscuro osciló en su verde mirada y los ojos que tanto le recordaban a su padre le dieron asco. Observó como la víperina lengua se relamía los labios sin pudor alguno y tuvo que apartar la mirada hacía su tía. Ésta la observaba con diversión, siempre la había odiado al igual que a su madre, aunque desconocía el motivo. No recordaba haberla ofendido, al menos en su presencia, y eso la había molestado aun más; pero lo que veía en sus ojos en ese instante conseguían que se creyese una mera ramera de tres al cuarto.
- Aparta a esa puta de mi vista. - escupió Suzanne. - Y no la mates aun.
Su tia volvió a centrarse en su plato de comida, sin prestar más atención a lo que pudiera pasarle. Aunque su orden era directa, “Haz lo que quieras pero no la mates”. Su tio, en cambio, seguía clavando su mirada en esos suculentos pechos que se veían a la perfección por el rasgón de su corpiño con una enigmática sonrisa en sus finos labios. Cuando su primo volvió a tomarla de su cabellera, Gillian emitió un grito de dolor llevándose ambas manos hacia la de él pero su primo la abofeteó con fuerza en varias ocasiones dejandola medio exhausta.
- Seré tan cuidadoso como lo soy siempre, madre.- la macabra sonrisa que tanto odiaba Gillian volvió a dibujarse en esos masculinos labios.- Tranquila, prima, solo jugaré contigo.
Los pies de Gillian volvían a arrastrase torpones por las escaleras de subida, al paso apresurado que su opresor le marcaba. Esa noche sería tan dura como la noche que había aceptado casarse con él. Recordar como había acabado durante varias semanas postrada en una cama llena de golpes y algunos huesos rotos la estremecía; pero lo que más la asustaba era que cuanto más gritaba en esa dolorosa paliza más golpes recibiría.
Cuando se despertó la mañana siguiente sólo pudo ver el desencajado y lloroso rostro de Megan al lado de su cama.
- Estoy bien, Megan. - estiró el doloroso brazo para acariciarle el rostro, en una queja muda, y sonrió para tranquilizarla.
- ¿Gillian?- Zafit se encontraba de nuevo a su lado, observandola en el silencio que seguramente se hubiera creado.
- ¿Ya has recogido suficeinte arcilla?- sonrió la sacerdotisa y lo tomó del brazo, risueñamente. - ¡Entonces volvamos!
Instó a Zafit a seguir el camino y este gruñó al ser de nuevo ignorado. Sus prolongados silencios ocasionaban esa reacción. Sabía que él la hacia recordar su pasado más de lo que ella deseaba pero le fustraba que no lo compartiera.
domingo, 19 de agosto de 2012
Regreso
“Aunque te vayas de aquí, siempre estarás en mi mente, nunca serás mi pasado, siempre serás mi presente.”
Rhodesia… así se llamaba esa extraña ciudad que se alzaba ante mi vista. La unión de las tres culturas y la unión de los problemas. En Arthena todo eran problemas: cambiaran los líderes, los intentos de paz o la nueva sangre. Ese acercamiento a la neutralidad, quizás, sólo quizás, durara una década, dos si la nueva sangre olvidaba las antiguas reyertas y creaban otras.
Todo era distinto pero a la vez era igual. Siempre lo era.
Supongo que mi vuelta no era más que una sombra, una pequeña figura que se acercaba taciturna bajo el manto estrellado de la noche y la fija mirada de la dama luna. Pasando desapercibida ante la bienvenida de los actuales guardias, como una viajera más; sin prisa, como si el paso del tiempo se parara porque, al fin y al cabo, soy como un fantasma olvidado que vaga errádico por los caminos que el destino me brinda. Tampoco esperaba más: llegar, informarme y seguir vagando en los recovecos de las calles para luego exiliarme en la pequeña arboleda que antaño había sido mi hogar.
No obstante, los caprichosos dioses hacen que lo que uno desee hacer sea menos alentador, más mordaz cuando aquello que deseabas encontrar en tu propio exilio es presentado ante ti, como la imagen de un oásis en medio de la desesperación de un árido desierto. Un vago aliento que te ayuda a seguir caminando por las desconocidas tablas del tiempo y te hace abrir los ojos para comprobar si es cierto o, si tu propia mente, te vuelve a jugar una de tantas malas pasadas.
Aquello no era una visión creada por el dios de las mentiras. Hubiera podido abrazarla en todo momento. ¿Por qué no lo hice?. Un quiebro de euforia habia envuelto mi garganta y deseaba gritar hasta quedarme afónica; pero no salió ningun grito. Más mis ojos se secaron con las lágrimas que no podían verterse en aquel extraño momento. Era cierto, había tocado con un tímido roce aquella ropa como antaño había hecho, verificando que estaba alli y aun así me parecía tan efimero. Oía la voz que se dirigía a mi pero mis oidos no oían nada, demasiado absorta en mi fingida tranquilidad.
El bosque había susurrado en mis oidos cuando por fin, estos, deseaban escuchar aquella voz. Mi regreso se debía a la reunión a la que me había citado y no a esperar encontrar a antiguos aliados. Maldije en mi fuero interno, había mucho que contar pero a la vez nada que decir, y me encaminé al templo druídico.
El Padre Roble volvería a moldear mi camino bajo su voz y mandato con la ayuda de mi viejo amigo Svensgard. Para eso había vuelto desde un principio.
El Solsticio había llegado días después de mi sobrecogedora llegada. La visión se había convertido en una vaga ilusión que no acababa de discernir como un sueño o una realidad; pues muchas había tenido en los últimos tiempos para creer que fuera del todo cierto. Maldecía mi insistencia en reunir todos mis sentidos para saber si lo era o no. Si aquella conversación inacabada o el dolor que había entristecido mi esencia tras unas dolorosas palabras seguían siendo mi propia tortura en esa extraña soledad.
Zarandeé la cabeza, endurecí mi voluntad y negué a mi fuero interno el pensar en ese encuentro. Pocas horas antes había acudido a las empedrizadas cárceles de Rhodesia y había sacado de alli a la jóven Lego. Siempre he sabido que el dinero, lejos de ser importante para mi, es importante para los humanos. Atesorandolo como un bien mayor, más incluso que la propia existencia de un ser vivo. Pero, no me importaba, el oro que portaba en esa bolsa llena de remiendos era para sacar de los apuros a mi pueblo. Ahora, lejos del recuerdo de las malas experiencias que ocasionan los muros de piedra, Lego podría asistir a la fiesta del pueblo bajo mi atenta mirada.
El murmullo del gentío hizo que saliera de mis propios pensamientos y escuchara con una media sonrisa las fabulosas canciones de mi pueblo. Svensgard, junto al resto de invitados, reían, comían y bebían al compás de la música que un elfo juglar nos amenizaba. Hacía tiempo que no acudía a una fiesta; la última que recordaba era la que antaño se estaba organizando en el viejo Lago de Svensgard y el malhumor que Mick deleitaba al ver su querido lago lleno de preparativos. Juraría que había sonreído en ese vago recuerdo pero pronto mis labios se ocultaron bajo la copa de hidromiel.
Svensgard habló en ese banquete lleno de canapés, fruta, alcohol, jabalí y muchos más platos que mis ojos dejaron de ojear para centrarse en él. Habló de la importancia del Solsticio de verano para los druida, observó todo lo severo que pudo a los que lo interrumpían y yo deseaba estampar su cabeza en el plato que tenían delante por pesados. Divagué entre las palabras que el viejo Svensgard recitaba y asentí en una afirmación ante ellas. Poco más debía decir que él no hubiera dicho y simplemnte, tras acabar de hablar, volví a ausentarme en mis propios pensamientos.
Mis ojos se desviaron ajenos de la fiesta a las tremulas sombras que el bosque obsequiaba, buscando vagamente algo pero estaba segura que no encontraría. Perdí el interés de esa lejania al ver al joven Keiro. Sané sus heridas ante la pespectiva de que eso alentaría mi interés en algo más que un viejo recuerdo y asentí al ver que mis resultados en esas artes seguían siendo tan diestras como antes de exiliarme.
El llamado de los druidas hizo que los invitados esperasen en el festejo mientras los hijos del bosque andabamos en una silenciosa procesión hacia el templo druídico. Algunos invitados parecían desilusionados por no poder ver el ritual; otros, ajenos siquiera a la desaparición de los anfitriones, seguían bebiendo y deleitandose con los manjares que les daban.
Las blanquecinas aguas del estanque se iluminaban por la pequeña obertura que se situaba en la parte alta del singular templo, los druidas como en cada ritual de ascenso a Beirdd, se colocaban alrededor en un murmullo de voz druídica que parecía un pequeño salmo de oración; aunque solo fuesen eso, murmullos. El murullo cesó cuando el viejo Svensgard inició el ritual:
“Espíritus de la naturaleza, estamos aquí reunidos para honrar y ser honrados con la presencia de lo mortal y lo inmortal en este recinto sagrado. En esta ceremonia daremos la bienvenida a una Beirdd a este círculo”
Las miradas se fijaron en mis blancas túnicas y en mi persona; haciendome sentir más observada de lo que deseaba. Había aceptado ese puesto por la confianza que Svensgard había depositado en mi y mi interés en proteger al pueblo de cualquier amenaza que osara perturbar el equilibrio de la arboleda; sin embargo, no estaba segura de saber llevar ese nuevo título tras tantos años de exilio. Evité llevar mi diestra hacia el anillo que descansaba en la cadena de mi cuello y seguí escuchando con templanza fingida.
“ Aunque creo que no hará sola el ritual está vez. Y tendremos dos Beirdds. Por favor sumergios en el agua, que limpiará las impurezas de vuestros cuerpos.”
Observé como Lego se desnudaba para adentrarse en las inmaculadas aguas y la imité con un ligero encogimiento de hombros. Me adentré a las frías aguas del estanque y esperé a que el ritual continuara.
“Dejad que el agua recorra vuestro cuerpo y os purge de los malos espíritus. Por que en esta fecha tan señalada os convertiréis en Beirdds. Y tomaréis el azul, el color del agua, y el color de la verdad. Vuestra voz y la del círculo druídico serán una.”
Mi voz no tardó en alzarse ante los salmos de una única oración, ocasionada por las voces de los druidas allí reunidos y mi mente vagó a la armonía del equilibrio que ese ritual había ocasionado en mi cuerpo. Desvié mi necesidad de pensar en algo más y me centré en salir de las aguas para vestirme.
“Bien podéis salir del agua. Cuando los primeros rayos de luz salgan, empezará vuestro primer día como beirdds. Volvamos a la fiesta”.
El primer día de Beirdd: Los primero haces de luz perfilaban mi rostro con una tenue caricia que hizo que me estremeciera.
Rhodesia… así se llamaba esa extraña ciudad que se alzaba ante mi vista. La unión de las tres culturas y la unión de los problemas. En Arthena todo eran problemas: cambiaran los líderes, los intentos de paz o la nueva sangre. Ese acercamiento a la neutralidad, quizás, sólo quizás, durara una década, dos si la nueva sangre olvidaba las antiguas reyertas y creaban otras.
Todo era distinto pero a la vez era igual. Siempre lo era.
Supongo que mi vuelta no era más que una sombra, una pequeña figura que se acercaba taciturna bajo el manto estrellado de la noche y la fija mirada de la dama luna. Pasando desapercibida ante la bienvenida de los actuales guardias, como una viajera más; sin prisa, como si el paso del tiempo se parara porque, al fin y al cabo, soy como un fantasma olvidado que vaga errádico por los caminos que el destino me brinda. Tampoco esperaba más: llegar, informarme y seguir vagando en los recovecos de las calles para luego exiliarme en la pequeña arboleda que antaño había sido mi hogar.
No obstante, los caprichosos dioses hacen que lo que uno desee hacer sea menos alentador, más mordaz cuando aquello que deseabas encontrar en tu propio exilio es presentado ante ti, como la imagen de un oásis en medio de la desesperación de un árido desierto. Un vago aliento que te ayuda a seguir caminando por las desconocidas tablas del tiempo y te hace abrir los ojos para comprobar si es cierto o, si tu propia mente, te vuelve a jugar una de tantas malas pasadas.
Aquello no era una visión creada por el dios de las mentiras. Hubiera podido abrazarla en todo momento. ¿Por qué no lo hice?. Un quiebro de euforia habia envuelto mi garganta y deseaba gritar hasta quedarme afónica; pero no salió ningun grito. Más mis ojos se secaron con las lágrimas que no podían verterse en aquel extraño momento. Era cierto, había tocado con un tímido roce aquella ropa como antaño había hecho, verificando que estaba alli y aun así me parecía tan efimero. Oía la voz que se dirigía a mi pero mis oidos no oían nada, demasiado absorta en mi fingida tranquilidad.
El bosque había susurrado en mis oidos cuando por fin, estos, deseaban escuchar aquella voz. Mi regreso se debía a la reunión a la que me había citado y no a esperar encontrar a antiguos aliados. Maldije en mi fuero interno, había mucho que contar pero a la vez nada que decir, y me encaminé al templo druídico.
El Padre Roble volvería a moldear mi camino bajo su voz y mandato con la ayuda de mi viejo amigo Svensgard. Para eso había vuelto desde un principio.
El Solsticio había llegado días después de mi sobrecogedora llegada. La visión se había convertido en una vaga ilusión que no acababa de discernir como un sueño o una realidad; pues muchas había tenido en los últimos tiempos para creer que fuera del todo cierto. Maldecía mi insistencia en reunir todos mis sentidos para saber si lo era o no. Si aquella conversación inacabada o el dolor que había entristecido mi esencia tras unas dolorosas palabras seguían siendo mi propia tortura en esa extraña soledad.
Zarandeé la cabeza, endurecí mi voluntad y negué a mi fuero interno el pensar en ese encuentro. Pocas horas antes había acudido a las empedrizadas cárceles de Rhodesia y había sacado de alli a la jóven Lego. Siempre he sabido que el dinero, lejos de ser importante para mi, es importante para los humanos. Atesorandolo como un bien mayor, más incluso que la propia existencia de un ser vivo. Pero, no me importaba, el oro que portaba en esa bolsa llena de remiendos era para sacar de los apuros a mi pueblo. Ahora, lejos del recuerdo de las malas experiencias que ocasionan los muros de piedra, Lego podría asistir a la fiesta del pueblo bajo mi atenta mirada.
El murmullo del gentío hizo que saliera de mis propios pensamientos y escuchara con una media sonrisa las fabulosas canciones de mi pueblo. Svensgard, junto al resto de invitados, reían, comían y bebían al compás de la música que un elfo juglar nos amenizaba. Hacía tiempo que no acudía a una fiesta; la última que recordaba era la que antaño se estaba organizando en el viejo Lago de Svensgard y el malhumor que Mick deleitaba al ver su querido lago lleno de preparativos. Juraría que había sonreído en ese vago recuerdo pero pronto mis labios se ocultaron bajo la copa de hidromiel.
Svensgard habló en ese banquete lleno de canapés, fruta, alcohol, jabalí y muchos más platos que mis ojos dejaron de ojear para centrarse en él. Habló de la importancia del Solsticio de verano para los druida, observó todo lo severo que pudo a los que lo interrumpían y yo deseaba estampar su cabeza en el plato que tenían delante por pesados. Divagué entre las palabras que el viejo Svensgard recitaba y asentí en una afirmación ante ellas. Poco más debía decir que él no hubiera dicho y simplemnte, tras acabar de hablar, volví a ausentarme en mis propios pensamientos.
Mis ojos se desviaron ajenos de la fiesta a las tremulas sombras que el bosque obsequiaba, buscando vagamente algo pero estaba segura que no encontraría. Perdí el interés de esa lejania al ver al joven Keiro. Sané sus heridas ante la pespectiva de que eso alentaría mi interés en algo más que un viejo recuerdo y asentí al ver que mis resultados en esas artes seguían siendo tan diestras como antes de exiliarme.
El llamado de los druidas hizo que los invitados esperasen en el festejo mientras los hijos del bosque andabamos en una silenciosa procesión hacia el templo druídico. Algunos invitados parecían desilusionados por no poder ver el ritual; otros, ajenos siquiera a la desaparición de los anfitriones, seguían bebiendo y deleitandose con los manjares que les daban.
Las blanquecinas aguas del estanque se iluminaban por la pequeña obertura que se situaba en la parte alta del singular templo, los druidas como en cada ritual de ascenso a Beirdd, se colocaban alrededor en un murmullo de voz druídica que parecía un pequeño salmo de oración; aunque solo fuesen eso, murmullos. El murullo cesó cuando el viejo Svensgard inició el ritual:
“Espíritus de la naturaleza, estamos aquí reunidos para honrar y ser honrados con la presencia de lo mortal y lo inmortal en este recinto sagrado. En esta ceremonia daremos la bienvenida a una Beirdd a este círculo”
Las miradas se fijaron en mis blancas túnicas y en mi persona; haciendome sentir más observada de lo que deseaba. Había aceptado ese puesto por la confianza que Svensgard había depositado en mi y mi interés en proteger al pueblo de cualquier amenaza que osara perturbar el equilibrio de la arboleda; sin embargo, no estaba segura de saber llevar ese nuevo título tras tantos años de exilio. Evité llevar mi diestra hacia el anillo que descansaba en la cadena de mi cuello y seguí escuchando con templanza fingida.
“ Aunque creo que no hará sola el ritual está vez. Y tendremos dos Beirdds. Por favor sumergios en el agua, que limpiará las impurezas de vuestros cuerpos.”
Observé como Lego se desnudaba para adentrarse en las inmaculadas aguas y la imité con un ligero encogimiento de hombros. Me adentré a las frías aguas del estanque y esperé a que el ritual continuara.
“Dejad que el agua recorra vuestro cuerpo y os purge de los malos espíritus. Por que en esta fecha tan señalada os convertiréis en Beirdds. Y tomaréis el azul, el color del agua, y el color de la verdad. Vuestra voz y la del círculo druídico serán una.”
Mi voz no tardó en alzarse ante los salmos de una única oración, ocasionada por las voces de los druidas allí reunidos y mi mente vagó a la armonía del equilibrio que ese ritual había ocasionado en mi cuerpo. Desvié mi necesidad de pensar en algo más y me centré en salir de las aguas para vestirme.
“Bien podéis salir del agua. Cuando los primeros rayos de luz salgan, empezará vuestro primer día como beirdds. Volvamos a la fiesta”.
El primer día de Beirdd: Los primero haces de luz perfilaban mi rostro con una tenue caricia que hizo que me estremeciera.
jueves, 9 de agosto de 2012
Capítulo II
La alcoba tenía un halo de vapor y un olor a flores que descendía por la ranura de la puerta hasta el pasillo común de la taberna. Hacía escasamente una hora, Gillian, había pedido esa bañera y, ahora, se deshacía de la escasa tela que cubría su níveo cuerpo, quedando desnuda con el único vestido de sus cabellos. Desvió la vista hacia el saliente que podía observarse en el ventanal que hacía de foco de luz solar a esa habitación y entrecerró los ojos, molesta consigo misma.
Gillian observaba detenidamente el medallón que poseía desde escasamente un par de días. Un medallón del que no conseguía discernir el material de fabricación y estaba ornamentado con un pequeño entrelazado en sus bordes. Antes de darse cuenta, había recorrido la escasa distancia que la separaban de él y lo había tomado entre sus delicados dedos. El hacha que se deslumbraba en el centro la había estado dando qué pensar durante los últimos días; en realidad, el dueño de ese medallón era quien la hacía pensar demasiado.
Su cuerpo tembló levemente, recordandole su propia desnudez, y se dirigió a las cálidas aguas perfumadas de la bañera. Ahora que lo pensaba, ese hombre no dejaba de interrogarla con la escusa de saber más sobre el cargo al que deseaba ostentar o, meramente, preguntaba por su pasado. Aunque al principio ese interés la sorprendiera, con el paso de los días se había acostumbrado a su presencia y, en más de una ocasión, se había sorprendido buscandolo entre las calles de Rhodesia.
Dejó el medallón en el suelo tras recostarse en esa pequeña bañera y cerró los ojos. Aun le quedaban un par de horas para sus salmos matutinos y los días habían sido más estresantes de lo que hubiera imaginado. El día anterior, había pasado algunas horas en el templo al cuidado de los enfermos de la extraña enfermedad con la ayuda de Enora. Debía acordarse de agradecer su ayuda en esos estresantes momento cuando la viese.
Sin duda Shiro era un mal enfermo, no pudo evitar sonreir al recordar como le había hecho beber su remedio casero para que se estuviera quieto y había caido redondo en ese lecho sin muchas más complicaciones; Erys, por su parte, había decidido tomar el brebaje por su propio pie al no poder dormir, aunque sus reacciones hicieron pensar a Gillian si se había equivocado con la Angélica y había puesto algún afrodisíaco en una equivocación. Enora se había estado ocupando del pequeño mediano desde que Eryx la habñiavomitado encima, no era de extrañar. La que más la preocupó en un principio fue la joven Shai y su elevada temperatura. La joven se rehusaba a desprenderse de su capa y su capucha, haciendo que al final tuviera que hacer refriegas con alcohol a su delicado cuerpo; aun así.. tras varias horas de elevada temperatura, Gillian desistió recordando como su madre le había explicado que algunas personas tenían la temperatura más elevada por X razones.
Desvió la vista hacia la ventana y observó como los haces de luz se arrastraban taciturnos por el suelo. Los mismos rayos que lamían la piel de aquel guerrero, curtido en batallas. Seguramente, en más de una ocasión, habían hecho que su perlado sudor recorriera su esculturado cuerpo en cada entrenamiento; ese cuerpo que ella misma había deseado recorrer y conocer personalmente. De un sobresalto se levantó de la bañera y salió de la misma. ¿En qué demonios pensaba?.
Se vistió con sus ropas habituales y se recogió el cabello tras peinarlo. Oró su salmo matutino a la diosa Sune, tomándose su preciado tiempo como una pequeña caricia bordada con el contenido de las palabras que antaño su madre le enseñó y tras su habitual rutina mañanera salió por la puerta de la alcoba.
- ¡Santa Dama! – abrió la puerta de golpe y de dos zancadas llegó hasta la bañera, se agachó y recogió el medallón.
Se llevó el medallón a uno de los bolsillos internos de su falda y cerró, por segunda vez la puerta de su alcoba. En parte se sentía culpable por haber “cogido prestado” ese medallón. Recordaba como su dueño había caido vencido por el alcohol en una de las muchas partidas de cartas que organizaba la Compañía con apuestas cargadas de alcohol. Tras llevarlo a una cama entre un par, Gillian había visto ese objeto y sin saber por qué se lo había guardado. Imaginaba que deseaba saciar algo de su propia curiosidad con aquel individuo que la acribillaba a preguntas y hacía que casi se perdiera en su intrigante mirada.
- Hola Gillian. - la masculina voz hizo que Gillian saliese de sus entretenidos pensamientos con un escalofrío que le erizaba el bello.
Observó al hombre, refrescando lo que su propia mente recordaba más de lo que ella quería e incoscientemente contuvo la respiración, zambullendose en los profundos ojos verdes que la observaban.
- ¿Gillian? - volvió a repetir el hombre.
- ¿Eh?.. ah.. sí.. Buen día. - consiguió respirar de nuevo y sonreír.
- Tenemos una charla a medias. - continuó.
A Gillian no la sorprendía. Esa frase era común en el vocabulario de ese guerrero cuando ella estaba cerca. Sus conversaciones siempre se alargaban demasiado, y él nunca parecía satisfecho con las respuestas que ella le daba, cosa que empezaba a frustarla. Para su suerte, la conversación se había desviado al deseo de él de encontrar a sus compañeros para aclarar algunos asuntos sobre los extraños sucesos de rituales y el huevo que hacía días Gillian había oido en el extraño templo y, posteriormente, de ese extraño jinete.
- Quiero saber dónde está situado y quiero saber cómo organiza un ejército sin ser visto. - comentaba el guerrero.
- Haré un diario de batalla. Organizaré los puntos a realizar y descartaremos las zonas ya exploradas para descartar posiciones. - decía el explorador.
- Si es un ejército necesitarán movilizarlos y tener una vía de suministros, alguien habrá visto algo. - dijo el tercer varón
- Exacto. Tengo gente trabajando en ello, en breve tendríamos que saber algo al respecto y averiguar algo más sobre ese huevo. - insitía el guerrero.
- Si no es por uno u otro hombre, hallaremos algo. – comentaba el explorador, mientras trazaba algunos bocetos en un trozo de pergamino.
Gillian había deshechado la conversación y se servía su segunda copa de vino, pensando en su labor en todos aquellos sucesos. El guerrero, poco antes, le había pedido que hiciera algo por él y así lo haría. Simplemente, tenía que hallar los libros adecuados y las investigaciones precisas para que los rituales fuesen suficientemente conocidos por ella. Aunque, como le dijo al guerrero, su único problema sería si el Don de la Dama no conseguía discernir en todo aquel asunto. Perdida en su segunda copa, recordaba como la extraña visión de hacía unas horas los había envuelto en un recorrido de quehaceres.
Con total nitidez seguía viendo el fuego prender en su visión. Sentía aun como las lágrimas se habían derramado por sus mejillas al ver los cuervos sobrevolar los cuerpos inertes de los ciudadanos de Rhodesia en una visión tan atroz. Pero lo que más la preocupaba, fuese casualidad o no, era el incendio que poco después se había iniciado en el distrito portuario. Varios ciudadanos habían conseguido mitigarlo, haciendo que las pérdidas solo fuesen bienes materiales. Algo la inquietaba: la visión, la coincidencia, las extrañas voces grotescas y maléficas que habían retumbado en sus propios oidos vociferando que el cuarto ritual se había completado.
Dejó la copa vacía en la mesa y se levantó, al comprobar que los tres varones acababan su conversación. Todos tenían un papel que hacer en la obra que esa gitana parecía dirigir.
Las horas había pasado fugazmente por lo acontecido y había hecho que la noche silenciara casi por completo la ciudad de Rhodesia. Escasos aventureros se situaban en la plaza, cuchicheando y dialogando sobre lo pasado en ese extraño día. Gillian se agachó y se colocó mejor la parte alta de las botas, esperando que el guerrero apareciese de nuevo. Porque tarde o temprano, como dos imanes, acababan encontrándose.
- Gillian, llévame al banco.- sentenció el guerrero, mientras se acercaba.
- ¿Ahora si quieres usar el banco?.
Gillian rió divertida, más al recordar la conversación que habían tenido por insistir ella en guardar el regalo de él en su caja fuerte. En este round, ¡ella era la vencedora!.
- ¿Por qué no? Si Gillian lo usa, yo también puedo.
- Claro, claro.
- Pero no te vayas. Aun no terminé contigo. - la miró entre desafiante y divertido.
Gillian se paró y lo evaluó con la mirada.
- Capitán, ¿es que creéis que alguna vez podréis terminar conmigo? - rió, tras usar su tono más angelical y siguió la marcha. – Vamos, anda!
El guerrero, vencido, sólo pudo producir un gruñido leve y seguirla
viernes, 27 de julio de 2012
Capítulo I
El sonido hueco de los nudillos en la puerta la hizo gruñir levemente. ¿Es que en ese lugar no la dejaban dormir nunca? Odiaba los barcos, a tal punto que la enfermaban, y en ese ya llevaba demasiado tiempo. Se tapó la cabeza con la almohada para amortiguar un segundo golpeteo de llamada y volvió a gruñir. Fingiría estar dormida, quizás asi la dejaran tranquila. Lejos de lo que Gillian deseaba el golpeteo volvió a sonar algo más estridente y estampó la almohada con un sonido sordo contra la dichosa puerta.
- ¡Ya voy! - tomó un tono soñoliento y pausado, a pesar de estar enojada con quien la perturbara.
Salió de la cama con un vaivén, haciendo que perdiera vagamente el equilibrio y su estómago se revolviera más de lo esperado. Cuando por fin contuvo sus insistentes ganas de vomitar tomó la bata que se enfundó rápidamente y anudó dos veces el cinturón. Miró alrededor comprobando que su camarote parecía haber recibido la visita de un torbellino pero no le importó. Se acercó a la puerta y tras correr el pestillo asomó su enmarañada cabeza y miró al varón que tenía delante.
- Capitán, ¿ocurre algo? - hacía varios días que estaba encerrada en ese camarote, asi que aprovechó para respirar un poco de aire del pasillo.
El hombre que tenía delante era un varón de mediana edad en el cual el paso de los años habían hecho que las canas comenzaran a notarse a contraste con su azabache cabellera. El rostro de ese hombre era severo y duro, debido a los años que había estado navegando, y lejos de lo que pudiera parecer a simple vista era un hombre bastante paternal y cálido.
- Oh, no, no. Simplemente informar que llegaremos en un par de horas a nuestro destino. - los oscuros ojos del Capitán danzaron hacia el panorama que presentaba el camarote y negó sonriente. – Y por lo que veo tiene un buen rato para recoger sus pertenencias.
- Ehhm, sí, eso parece. - Gilllian rió levemente y miró hacia dentro también. - ¡Pero saber que llegaremos en breve me anima! Podré salir de este infernal navio. - se llevó una mano a la boca tras decir aquello y miró al Capitán. - Disculpe, yo no pretendía..
- Tranquila, hija, tranquila. Después del ajetreado viaje que habéis llevado, ¡yo me hubiera lanzado por la borda y deseado llegar nadando! - una sonora carcajada sonó y Gillian pronto se unió a ella.
El Capitán le recordó el tiempo que le quedaba, tras comprobar que ella asentía entendiendo el tiempo que faltaba se despidió, desapareciendo por la escalera. Gillian se llevó la mano al estómago de nuevo, tras las quejas de éste en querer echar la bilis, pero pronto se calmó y decidió que era el momento de olvidarse del vaivén.
Cuando cerró la última maleta se sentó encima y miró de nuevo ese camarote. Había estado en él más de dos dekhanas de las cuales no pensaba recordar nada más que las tardes pasadas entre las historias que el Capitán le contaba para que su malestar la dejara tranquila por unas horas. No era grato recordar vómitos, mareos, pociones asquerosas de aquel alquimista, ni los recuerdos nostálgicos que el mareo y la fiebre habían conseguido trastocarla. Ahora, lejos de sus tierras y con un océano por medio podría empezar una vida. No le importaba que fuese buena o mala, sólo que un mar y miles de yardas la separaban de ese indeseable hombre. Eso era lo más importante.
Tras salir de su camarote y hablar con el Capitán bajó del barco. Aquella ciudad se presentaba extraña, tres formas de vidas distintas unidas en una misma ciudad, el tiempo que su mareo la hubo dejado había pedido al Capitán y a los marineros que le explicara acontecimientos de la ciudad a la que iban, Rhodesia. Le había explicado como las tres ciudades, independientes años atrás, ahora se unían bajo un mismo estandarte y una misma causa. Aunque las diversidades y los distintos puntos de vista seguían estando vigentes por las antigüas guerras, poco a poco, la lucha por un mismo fin estaba consiguiendo que esa ciudad tuviera sus propios frutos.
Mientras caminaba por las calles del puerto, observaba como algunos marineros descargaban las mercancías que habían viajado con ella hasta ese lugar; otros, reían en grupo mientras se dirigían a la que ahora sería una bulliciosa taberna; y, otros, simplemente, rebuscaban en las tiendas en busca de nuevos productos o regalos para alguna mujer. Gillian sonrió, tras pasar tantos días en aquel fantasmal camarote, agradecía ese ajetreo. Y por supuesto, tener los pies en tierra firme.
Callejeó siguiendo a un grupo de personajes de variopinto interés y se encontró metida en los jardines del castillo con su magnifica arquitectura frente a ella. Un guardia carraspeó vagamente y el rostro de Gillian, rostro rojo de vergüenza, se iluminó en un momento. La mujer, avergonzada, asintió a los guardias y salió a paso acelerado por las mismas puertas que había entrado escasos minutos antes. ¡Eso le pasaba por dejarse llevar por la curiosidad!
Ya recuperada de la verguenza, torció a la izquierda tras llegar a una plaza dónde los ciudadanos parecían congregarse. La estructura de ese distrito le recordaba a las ciudades que años atrás había visitado con sus padres. Las calles vigiladas por unos guardias enfundados en plateadas armaduras y los edificios ostentando a la visión caballeresca que tanto le recordaban a sus tierras la atrajo, ese según le había dicho el Capitán sería el distrito de las lanzas. Donde los caballeros de notable fe se resguardaban en su dogma por la Tríada o su necesidad de protección a los más débiles y necesitados.
Observó la entrada del Templo, un dúo de sacerdotes con togas entraron con ambas manos ocultas bajo sus anchas mangas y la capucha, protegían su rostro en ese perinigraje hacia el interior del lugar. Gillian, ansiosa por escuchar los salmos que podían oirse en un pequeño murmullo, dio un paso adelante pero negó al recordar que no era el momento de perturbar las oraciones de esos religiosos para saciar su propia curiosidad.
Tras pasar de nuevo el puente que separaba el distrito común de Rhodesia con la zona de los caballeros, se dirigió hacia el distrito donde una capa de arena hacía de alfombra para sus visitantes. Aquel distrito, a diferencia del anterior, le recordaba a las tormentas de arena que había leido en los libros. Una pequeña ciudad arenosa protegida por la Urdimbre y la magia de los arcanos, donde las particulas de la magia danzaban taciturnas con ese clima cálido y que no conseguía percibir al no tener el don de la magia. No obstante, esa simple visión, alentaba a querer aprender de aquellos personajes que ataviados con togas, turbantes y ropas de páramos más cálidos paseaban por sus calles. Era como estar en un lugar totalmente distinto. Tan diferente era al resto de la ciudad que hacia olvidar que seguía en Rhodesia.
Sacudió los bajos de su falda cuando salió de ese lugar y no pudo evitar mirar de nuevo hacia alli. Pero, aun le quedaba otro distrito, se encaminó de nuevo entre las calles de Rhodesia y torció hacia la entrada. Gillian había recorrido las murallas, observando los extraños magnelitos que las protegían con algo de magia pero al no entender qué eran, pronto su interés fue eliminado, al menos hasta que preguntara para qué servían. Según el Capitán el distrito de los pacíficos elfos se encontraba a las afuera y así fue, después de atravesar las murallas de esa ciudad los campos se observaban junto al camino que llevaba a esa densa arboleda.
Atravesó el camino y observó como el bosquecillo que se alzaba ante ella oscurecía el paso de los rayos del sol, haciendo que una penumbra la guiara entre las hojas caidas y los ojos de los guardias. No estaba segura si esa extensa atención fuese por ser bienvenida o por las preguntas que antes de entrar le hicieron, comprobando si estaba o no enferma. Lo cierto es que eso la sorprendió pero aparte de tener el estómago rugiendo por no haber comido a causa del mareo del barco, ahora que estaba en tierra firme se encontraba mejor que nunca. Desestimó su necesidad de preguntar más al haberle permitido el paso y correteó por el bosque cual cervatillo alegre. Hacía años su madre le había contado historias sobre los druidas, sobre sus poderes armonizantes y su entendimiento hacia la natura que deseaban mantener en equilibrio ante las guerras y la paz existentes. En ese lugar, lejos de entender aun a lo que se refería su madre, pudo percibir el halo de serenidad que ostentaba esa arboleda.
Satisfecha su curiosidad sobre los tres distritos se encaminó a la zona común donde los ciudadanos seguían entablando conversaciones sin interés para Gillian pero su desinterés duró poco. El varón que poco antes se encontraba sentado a varios bancos de distancia se situaba delante de ella e hizo que sonriera incoscientemente. ¿Sería el típico mujeriego o el típico desinteresado? Tras las formalidades de presentarse como Knoxx tomó asiento junto a ella, la cual no se presentó al haberse centrado en la conversación del resto de los presentes.
Una plaga, enfermedad o anomalía había estancado a la población en un momento crítico. Se debatieron en un sin fin de, según Knoxx, “torrente de ideas” donde se habían dialogado la posibilidad de que fuesen las ratas a seguidores de Talona o incluso hablaron de maeses enanos y un barrio rojo que Gillian no alcanzaba a compreder del todo. Según le dijeron ese barrio de dudosa reputación pertenecía a una ciudad distinta. El ajetreo de unos guardias que se dirigían a la entrada los sacaron de sus debates haciendo que todos los siguieran con mayor o menor prisa. La joven había esperado a una pequeña niña albina que poco antes había permanecido callada. Misha, había oido que se llamaba. La tomó de la mano y se encaminó tras el grupo hacia la entrada.
El grupo que había llegado antes rodeaba a una anciana bastante mayor con encorvada estatura y numerosas arrugas, o ¿eran verrugas?. Lo que ocasionó que más de uno la mirara con desgana y altruísmo. La anciana había dicho que conocía el remedio a la enfermedad que asolaba esa ciudad, había puesto un precio demasiado alto y muchos ojos se miraron entre sí con demasiado recelo. Tanto recelo que algunos acusaron a la anciana de mentirosa. ¿Cómo era posible que esa anciana tuviese el antídoto?, pensó Gillian. Los ciudadanos que se congregaban a la entrada de aquella ciudad se callaron al ver a la guardia acercarse y aceptar el trato. Si la anciana conseguía sanar a los ciudadanos el precio que pedía sería dado a cambio.
Una lista fue entregada a los ciudadanos que ayudarían en la búsqueda de los ingredientes. El revuelo se alzó entre cuchicheos y planes desestimando la opción de la anciana; unos decían que si la lista de ingredientes estaba en sus manos, esa anciana ya no serviría; los otros, se agrupaban para comenzar la búsqueda. La anciana sonrió ante los comentarios pues no era tan estúpida de entregar toda la lista a esos ciudadanos. Pronto, perdiendo el interés de la congregación, la anciana se retiró. Gillian observó a Misha y sonrió, comprobando que ésta no correría ningún peligro con esa anciana mujer.
Gillian seguía absorta, intentaba memorizar la lista poco antes dicha y los lugares en donde los encontrarían. Tan absorta estaba que pronto dos grupos fueron hechos y ella se sintió levemente insatisfecha por alguna razón. Desvió la vista hacia el segundo grupo y los observó abstraidamente hasta que la manita de Mîsha la sacó de sus propios pensamientos.
La misión de su grupo, compuesto por cuatro personas contándose a si misma, irían en busca de los tréboles de la suerte. Cuando empezaron a andar hacia la Ciudad Mercantil, puesto que allí habían dicho encontrarían tréboles, observó a su propio grupo. En él se encontraba una pareja que poco antes había visto en la plaza de Rhodesia. La mujer, Kuea, de belleza bastante resultante, tenía el cabello rubio y unos preciosos ojos azul cielo. Su figura era característica, con una minifalda que dejaba ver la longitud de sus hermosas piernas y un escote bastante exuberante. Gillian estaba segura que más de un hombre le besaría los pies si ésta lo permitiera y estaba segura de ello pues había visto a más de uno mirarla con intensidad a su paso.
El hombre, por su parte, tenía un cabello entre castaño claro y rubio ceniza, unos extraordinarios ojos verdes. Los cuales mirándolos fijamente en parte le recordaban a los de su difunto padre. Se entretuvo unos instnates en contemplar la constitución del varón y asintió quedamente al comprobar que sería un buen “guardaespaldas” para las tres mujeres que iban en ese grupo. Poco tardó en confirmar sus sospechas, cuando el hombre, tras un dulce canto de la mujer rubia, partió en dos a uno de los asaltantes que amenazaban con atacarlos. Aunque no era de extrañar pues él mismo se había presentado como Thralldor, antiguo mercenario.
La más delicada de su grupo era la pequeña Mîsha que desde que habiendola escondido tras sus faldas en un instito maternal de protección seguía otorgandole una visión de su delicada complexión. Era la primera vez que Gillian veía una niña albina. Su abuela le había contado en alguna ocasión que una persona de esa rareza solían ser débiles, pues apenas podían permanecer bajo los rayos del astro mayor por miedo a que su delicada piel se quemara. Lejos de lo que hubiera imaginado en aquel entonces, esa pequeña, no precía enferma en ninguna de sus acciones. Sus curiosos ojos daban en aquel aniñado rostro un toque de alegría y bienestar que a Gillian sorprendía.
Habían pasado un par de encrucijadas cuando Gillian empezó a recordar la insistencia de la anciana en darles a entender que los tréboles crecían en zonas de serenidad. En un principio, cuando la anciana lo había indicado, la mente de Gillian había pensado en el claro de un bosque, donde la serenidad y la armonía eran rotos únicamente por los cantos de algún pájaro extraviado. En cambio, dónde se dirigían, era a un camino transitado por los carruajes y peregrinos que deseaban llegar a la ciudad.
- Creo que no puede ser en ese camino. - afirmó por fin al grupo. - Ella dijo que era un lugar tranquilo. Y un camino no creo que lo sea.
- Está a las afueras. No está tan transitado. - apuntó la barda con una melodiosa voz.
- Pero sigue siendo un camino - se quejó el antiguo mercenario. - Quizás debamos mirar por los alrededores.
- ¿Y no hay un bosque cercano? Desconozco las tierras, pero lo más lógico es que un lugar tranquilo sea un claro.. por ejemplo. - Gillian miró al trío con cierta duda.
- El único que conozco por aquí cerca es el Bosque de la Lanza. – sentenció el mercenario, abriend la marcha hasta ese lugar.
La barda había amenizado el camino de vuelta con una leve melodía mientras el antiguo mercenario apelaba a sus armas para deshacerse de los asaltantes que perturbaban la marcha del grupo. No tardaron en llegar a un camino donde uno de los ingredientes se encontraba. Kuea cogió varias muestras y asintió satisfecha apuntando con su dedo hacia la cueva que arremolinaba un olor a humedad y sonidos algo siniestros.
- Esa es una antigua mina, ¡quizás encontremos hongos amarillos! - su tono de voz sonaba alegre.
La cueva de humeda y extraña sensación, hacía que las ropas se pegaran y los oídos se afinaran por el sonido del golpeteo de alguna gotera o por el aleteo de algún murcielago que asustado por la exxtraña intromisión voleteaba para alejarse del grupo.
- Mirad, ¡hongos! Ya tenemos dos ingredientes.
La melodiosa voz de la barda sacó de un respingo a Gillian de su observadora visión en esa incómoda oscuridad. La barda, lejos de ser precavida rompió con un golpe seco el tallo del hongo y volvió a sonreír feliz. Esa mujer a todas horas parecía feliz. Thralldor se había acercado a la mujer mientras Gillian se acercaba sin apartar a Mîsha de su lado. Que poco le gustaban esos lugares.
- ¿Pero lo has cogido sin guantes? – sonó una masculina voz algo molesta.
- Sí, claro. ¿Por qué no? Es para el antídoto – la barda se limitó a encogerse de hombros.
- ¿Y si son venenosos? Lávate las manos.
Gillian creyó ver al antiguo mercenario negar con la cabeza por la desfachatez e inocencia de la barda pero no le prestó demasaida atención. La barda se inclinaba sobre el borde de un pequeño estanque de agua subterráneo cuando un pequeño temblor sacudió la cueva, haciendo que Gillian tomara a Mîsha por los hombros y abriera un poco las piernas para no caer de culo. Parpadeó perpleja y comprobó que la pequeña estaba bien; aunque su sorpresa llegó con la visión de Thralldor sosteniendo a la barda apra que esta no cayera al agua.
- Al final os caéis los dos.
Con una sonrisa divertida Mîsha y Gillian observaban a ambos en su enfrentamiento por no caerse al agua. La risa estalló al poco al ver como la rubia caia al agua, desequilibrada por el mercenario que esquivó la mano de ella al intentar agarrarse y la miraba con cara de circunstancia.
- Perdón. - dijo vagamente al volver a acercarse al borde para ayudar a la empapada barda a subir y entregarle su capa. – Cubrete con la capa..
- Deberiáis haberos caido con ella al agua. – consiguió decir Gillian tras menguar su ataque de risa.
No le importaba la rudeza con que la miraba Thralldor, ni la cara de circunstancia y mal humor que se marcaba en el hermoso rostro de Kuea. Había sido divertido y hacía tiempo que no reía tanto. Tomó algo de aire, calmando así sus ganas de volver a reir al recordar el suceso.
- Deberiamos volver para que se cambie. - suspiró el varón con cierta resignación.
- Bueno, al menos tenemos dos ingredientes. - la barda se arropó mejor con la capa, empezando a temblar. - Mi resfriado no será en vano.
Mîsha y Gillian asintieron al mismo tiempo ante esa decisión. Sin duda había sido divertido pero también habían comprendido que esas ropas debían cambiarse lo antes posible. Tras tomar de nuevo la mano de Mîsha y dejar a la pareja retomar sus pasos, los siguieron.
El ambiente en la entreda de Rhodesia se notaba cargado, varios cuchicheos se oían entre los ciudadanos y varios grupos se reunían en diferentes situaciones parloteando sobre asesinatos, rosas y extraños sucesos. Gillian observó al grupo de las afueras y tras intentar buscar al segundo grupo de búsqueda en vano retomó la marcha junto al suyo propio. Mîsha había desaparecido de su lado, aunque no le dio importania pues tras atravesar las puertas de la ciudad comprendió que allí sus padres la protegerían mejor.
Por su parte, tras observar como Mîsha desaparecía por las calles de Rhodesia, se percató del grupo que allí se juntaba. Sus ojos se desviaron a unos y otros, centrándose al final en el único hombre que conocía y sabía que formaba parte del otro grupo. Allí parada como estaba y a una distancia prudencial del corro que se estaba formando, observó a ese individuo de cabellos oscuros y piel clara. Aunque su visión no llegaba a verlos del todo, hubiera jurado que el color de sus ojos era de una tonalidad oscura y su complexión, a diferencia del antiguo mercenario, era menos abundante pero igual de fibrada. ¿Sería de mala educación comprobar las dudas?
- Esos ingredientes ya no sirven. La anciana está muerta.
Soltó el aire que había retenido sin percatarse y frunció ligeramente el ceño, saliendo de sus pensamientos ante la frase que el mismo hombre al que miraba había soltado. Desvió por fin la mirada a sus dos compañeros, pues un torrente de preguntas había surgido entre los tres.
Según dijeron la anciana había sido asesinada y en su inerte cuerpo habían hallado la firma de una rosa. También comentaron sobre la existencia de otra bruja, la cual, según había entendido Gillian, estaba en la Infraoscuridad, aunque lo desconocía. Knoxx había dicho que se lo explicaría cuando ella preguntó sobre sus dudas. Así que esperaría hasta ese momento sin perturbar las preguntas del resto de los integrantes del corro.
La barda desapareció de la entrada tras temblar y conseguir respuestas a sus propias preguntas. A la cual siguió en breve el antiguo mercenario y, posteriormente, Gillian. Aun con las dudas crecientes en su mente se sentó en el mismo banco que horas atrás y asintió a los ciudadanos que se acercaban poco a poco. La tranquilidad de esos escasos minutos fue perturbada por la presencia de un varón y la sentencia de que algo se acercaba a Rhodesia. Gillian empezaba a preguntarse si ese lugar sería tan seguro como le había indicado el Capitán o si, meramente, había llegado en la peor época de esas lejanas tierras.
Los guardias se arremolinaban y corrían bajo el estandarte de sus distritos agrupandose en las murallas y en la entrada principal para impedir el paso del que sería su enemigo en esa nueva batalla. Se había sentido aliviada con la determinación de Knoxx en protegerla, incluso había contestado que no dudaba que lo hiciese pero al ver la extraña invasión de los campos por esos extraños seres acabó arrepintiendose de su propia palabra.
Las flechas y los virotes silvaban por el aire para arremeter contra esas horrendas bestias, algunos se escondían tras las balustradas de la mueralla para que los ataques enemigos nos los alcanzaran y Gillian estaba entre ellos. Lejos de portar consigo más que la daga que su padre le regaló, desde esa posición era completamente inútil y no pensaba bajar a esa cacería de brujas con una daga en mano. ¡No estaba tan loca!. Gillian observaba desde su posición como lso guardias embestían a los atacantes y los aventureros pronto se unieron a ellos. Parpadeó confusa al comprobar que el antiguo mercenario era uno de ellos y negó levemente.
La contienda duró más de lo que hubiera querido, haciendo que los enemigos cayeran al son del choque de espadas, el silbido de los arqueros y los rugidos que no evitaban hacer aquellos guerreros. Cuando el último aliento cesó y la respiración ajetreada de los defensores era lo único que se oía Gillian bajó de las murallas acompañada por Knoxx, que había permanecido en un punto alto de la muralla cerca de su posición.
Algunos aliados habían caido, los eclesiásticos trataban los tajos de los heridos en un rápido movimiento y los que podían moverse ayudaban a mitigar el malestar general. Otros, simplemente, observaban en un silencio sepulcral. Un terremoto sacó a todos de sus acciones, los clérigos que vendaban a los heridos presionaban las heridas con una mano y con la otra intentaban no caer en ese seismo. La mayoría de los presentes, incluida Gillian, se agarraron a lo primero que encontraban para no caer de culo; aun asi, más de uno cayó y se quedó petrificado ante la neblina que se alzaba tras la risa maléfica que resonó.
La neblina se disipó dejando ver a un humanoide de dudosa reputación. Gillian observó con bastante espanto a la criatura que se levantaba frente al grupo. Sus mente le decía que corriese mientras que sus piernas no querían hacerle caso, estancandose en el sitio como si se trataran de dos raices bien incrustadas. Con el miedo reflejado en su rostro y sin apartar la vista de ese extraño ser, estranguló la capa de Knoxx hasta tal punto que los nudillos se blanquearon hasta dolerle su propio apretón.
Cuando la mujer que había hecho frente a esa aberración cayó inerte en el suelo se acercó algo más a Knoxx buscando vagamente un sentimiento de protección, aunque dudaba fervientemente que éste pudiera hacer algo contra esa criatura. Siendo la muerte el único destino que el grupo vería si aquél extraño ser lo deseaba. La amenaza latente se hizo total cuando la criatura les dijo que no buscaran a la anciana de la Infraoscuridad, desapareciendo poco después y dejando aun más anhelantes a algunos miembros del grupo.
La mano de Gillian soltó la capa cuando el peligro se fue y un rumor de opiniones volvía a alzarse en la puerta. Los eclesiásticos volvieron sus labores a los heridos; los guardias empezaron a reagruparse en sus lugares de guardia habitual; y los ciudadanos comenzaron a dispersarse entre distintas opiniones d elo que debían hacer contra esa epidemia que asolaba Rhodesia y esa vil criatura que los había amenazado.
Gillian, por su parte, necesitaba beber. Así que seguida de Thralldor se dirigieron a la taberna a valorar los sucesos recientes.
Prólogo.
- ¡Gillian! ¡Sal de ahí ahora mismo! - la mujer, roja de enfado, observaba como la pequeña volvía a hacer de las suyas.
Megan, la ama de cria de la familia Remington, adoraba a esa pequeña pero en ocasiones deseaba estrangularla y matarla por sus travesuras. Y esa ocasión, en pleno invierno y en la superficie casi helada de aquel lago, era una de ella. La angustia de la ama de cría se ocultaba por el enfado que se reflejaba y la impotencia de no poder rescatar a la dichosa Gillian. Recordaba como había discutido con el padre de Gillian al enterarse que la había enseñado a nadar hacia dos veranos. Éste, le había asegurado que debía aprender a nadar ya que si caía al lago ella sola podría salir de él y que no afectaría a sus travesuras. ¡Y un cuerno!, pensó Megan al recordar aquella discusión.
El brinco que dio la pequeña, por oir a Megan en la orilla, hizo que su equilibrio se sobresaltara y cayera haciendo un enorme ruido sobre la superficie tranquila de aquel lago. La mujer, por su parte, se tiraba de los pelos frenéticamente mientras seguía gritando el nombre de la pequeña, ahora con miedo al no ver que los segundos pasaban mientras la cría seguía sin asomar la cabeza. En un momento de horror y pensando lo peor se quitó las botas, el vestido y la capa, quedándose únicamente con una camisa de lino. Kenric, el padre de Gillian, siempre insitía a su hija que debía quitarse la mayor cantidad de ropa cuando se metía en el agua, ya que sino se hundiría por su peso o le sería más difícil nadar en las aguas.
Megan, aunque el agua helada parecía cortarle la piel con cada paso, se introdujo en el lago hasta estar cubierta hasta sus propios hombros y seguía gritando el nombre de la pequeña Gillian. Impotente por no saber nadar, no podía seguir acercándose hacia dónde había visto caer a la niña y tanteaba por el agua por si los dioses dejaban que la encontrara asi. Su mano alcanzó un trozo de tela y ahogó un pequeño grito al ver que era la capa de Gillian; pero tras tirar sólo era eso, la capa. Maldijo en voz alta y siguió introduciendose al borde de las lágrimas en aquel lago, hasta que sus pies no pudieron tocar fondo y su propio peso la introdujo hacia el fondo. Atónita por la extraña situación en la que se había metido chapoteaba intentando que su cabeza saliera a flote.
Gillian, que tras caer había estado unos minutos forcejeando con su propia capa que la arrastraba hacia el fondo, salió y se agarró de nuevo al tronco del cual segundos antes había mantenido el equilibrio. La pequeña observaba horrorizada como su ama de cría se había introducido en el agua y ahora, por cosas del destino, era la que chapoteba intentando no hundirse en el agua.
- ¡Megan, Megan! - la pequeña desesperada intentaba llegar con el tronco hacia ella, para no hundirse por el peso del resto de su ropa. Las lágrimas pronto se fundieron con el agua del lago que mojaba su rostro y sus ojos se hincharon por las mismas.
Megan había dejado de chapotear como una loca y la miraba con el rostro desencajado del susto pero el alivio apareció reflejado en su rostro al ver a la pequeña acercándose a ella a moco tendido. Su propio miedo, al no saber nadar, la había agobiado tanto que había olvidado que Gillian estaba desaparecida y que sus pies, al relajarse y oirla llorar mientras la llamaba, la había dejado tocar el fondo con las puntas de sus pies. Molesta consigo misma al no percatarse de ello, instó a la niña a que siguiera acercándose hasta que con la punta de los dedos de sus manos alcanzó el dichoso tronco y consiguió tomarla en brazos para abrazarla con desesperación. Cuando se aseguró de que las plantas de sus pies tocaban el fondo con seguridad, zarándeo a la pequeña con tal angustia que se maldijo a si misma; pero el enfado pudo con su alegría de saber que aquella bribona seguía a su lado.
- ¡Gillian no se te ocurra volver a hacerme esto! ¿Me has oido? - su voz rota de enfado fue más dura de lo que hubiera querido, haciendo que Gillian se encogiera entre sus brazos.
La pequeña, resguardada y temblorosa, había asentido quedamente entre sus brazos mientras salían de aquel lago y Megan las cubría con el vestido que poco antes se había quitado con desesperación. Al menos solo fue un mal susto, pensó Megan y abrazó con más cariño a la pequeña que no recibiría más castigo que el sufrido en esa ocasión. Verla tan angustiada le había roto parte de su corazón, haciendola entender que la pequeña había aprendido aquella lección.
- Gillian, ¿me enseñarás a nadar cuando vuelva el buen tiempo? - su voz sonaba menos furiosa, más tranquila. Con cierto tono maternal como casi siempre solía tratarla a menos que la desesperara por alguna travesura.
- Sí - consiguió decir una maltrecha Gillian entre hipos y un sonoro lloro.
Gillian se llevó la mano sobre la gasa empapada y ya caliente que se había puesto la noche anterior para poder conciliar un poco el sueño. La fiebre la había acosado durante el último viaje y mortificaba con querer arrancarle el cerebro de la cabeza; pero ella no se amilanaría ante aquella enfermedad. Cogió la gasa y la introdujo de nuevo en la palanga de agua para que se humedeciera, mientras tomaba un vaso de agua. Dejó el vaso de nuevo sobre la mesa y estrujó con ambas manos la gasa en la palangana. La fiebre aparte de hacerla enfurecer por el mal momento de su llegada, la estaba dejando melancólica por los recuerdos del pasado y, eso, la molestaba aun más.
Aunque su viaje empezó jornadas atrás, ahora, estando tan cerca, su propia impaciencia hacía que se le pusiera la piel de gallina. Volvió a tumbarse en aquella cama y ponerse la gasa humeda sobre la frente. Intentó conciliar de nuevo el sueño hasta que al menos ese dichoso alquimista se dignara a aporrear su puerta y traer la pócima que le solicitó.
sábado, 28 de enero de 2012
Prólogo: Tormenta de invierno: La batalla.
El invierno había llegado tardío ese año. Las montañas habían empezado a ser nevadas por las blancas nieves a finales del segundo mes, lo cual auguraba que el frío se alargaría más allá de mediados de año. No obstante, a nadie parecía importarle. Los seres de ese lugar habían tomado las provisiones pertinentes en el estío pasado y todos vestían con ropas de pieles gruesas con lanas; acostumbrados ya a las tierras que los habían visto nacer. El olor a carne asada arremolinaba a los miembros más jóvenes del clan cerca de las puertas del gran salón. A los infantes se les prohibía la entrada a ese lugar hasta que la comida estuviera lista. Las mujeres permanecían ocultas en ese salón cocinando las piezas que los varones habían cazado horas antes. Los hombres, por su parte, afilaban las armas para la caza del día siguiente o permanecían en corro en la hoguera central. Pronto, el cuerno de llamada sonaría.
Los cánticos de fiesta en el salón común comenzaron a sonar cuando el crepúsculo dio paso a la fría noche. Dos centinelas quedaron expuestos a la fría noche, riendo, hablando y celebrando su propia fiesta en las horas de guardia. La bota de hidromiel pasaba de uno a otro cada vez que sus cuerpos comenzaban a entumecerse; pues aunque la hoguera que los acompañaba alzaba unas llamas elevadas, el frío de esa noche amenazaba con apagarlas. Una de las mujeres, envuelta en apenas un par de ropas de cuero y una capa de lana, se acercó a los centinelas y les dio otra bota de hidromiel.
- Los vientos amenazan con tormenta. Estad atentos, las noches cerradas son las mejores para una emboscada. - la mujer palmeó el hombro de uno de los centinelas y se encaminó hacia el establo, no sin antes decir - Aunque yo sabría como calentaros mejor que ese brebaje y una hoguera.
Galia, la mujer, rió con ganas al comprobar que uno de ellos estaría dispuesto a alejarse de su tarea por estar con ella en los establos, fuera de la vista de los líderes o de ese frío que menguaría rápido. El primer centinela abrió la nueva bota de hidromiel y empapó la sequedad de su garganta, mientras observaba las curvas que esas pieles dejaban entrever. El segundo centinela observaba los lindes del cercano bosque esperando que su compañero no empezara con su diálogo de necesidad hacia Galia; pero para su no tanta sorpresa su compañero no tardó en seguir a la fémina. Tras unos minutos de espera, lanzó una carcajada y observó los alrededores buscando la bota de hidromiel. Al menos, esperaba que no le hubiera dejado sin el brebaje que conseguía calentarlo.
- La próxima vez iré yo al establo. - localizó su bebida y extendió la mano para tomarlo.
Había pasado más de una hora desde que su compañero se había marchado y la hidromiel empezaba a escasear, ocasionando que tuviera que expulsarlo en algún arbusto cercano antes de que, por esperar a su mujeriego compañero, se meara encima. Dejó su arco en el tronco que debía estar él y se acercó a las primeras filas de los árboles cercanos. Se llevó las manos al pantalón de cuero y se dispuso a bajarse los pantalones lo suficiente para poder vaciar la bebida y emitir una aspiración de alivio. No obstante, mientras su momento de gloria pasaba, un grito de guerra rugía. Se subió los pantalones, sin ni siquiera acabar, y observó la oscuridad del bosque que lo rodeaba, al tiempo que una serpiente de antorchas se acercaba aprisa.
- ¡Por los nueve avernos! - se terminó de colocar el pantalón, medio humedecido, y tomó con torpeza el cuerno de guerra que sonó vigoroso y alarmante con tres soplidos.
El segundo centinela no tardó en dejarlo caer de nuevo, pendido en su cuello, y tomar su bastarda acercándose a la entrada del poblado. En su interior los hombres salían del gran salón observando al centinela, la serpiente de fuego que se acercaba y los tambores de guerra que resonaban en la nevada que caía. El revuelo siguió incluso después de que los primero orcos atravesaran las primeras filas que los separaban del poblado. Los niños se escondían al fondo del gran salón; las mujeres que podían luchar se armaban junto a los hombres y las que no, aguardaban con los niños. Era un poblado de guerreros, no dejarían que simplemente los masacrasen por mucho piel verde que hubiese en ese nuevo asedio. Había pasado más de un mes desde que los orcos se habían llevado a varios de los hombres en su último ataque, y, aunque pacientes, los bárbaros arremeterían con ira contra los atacantes por las muertes pasadas y las futuras. La ira de los dioses de la guerra los colmaría de fuerzas.
El rugido de la batalla se tornó sonoro: los aceros chocaban entre sí, mientras los bramidos de los pieles verdes y los gritos de guerra de los lugareños amenazaban con menguar el ruido de la tormenta que empezaba a alzarse. Nadie se preguntaba por qué había empezado esa batalla, ni por qué los pieles verdes habían elegido esa noche que amenazaba demasiado problemática para ambos bandos. Los bárbaros teñirían de sangre la blanca nieve que se aglomeraba en su poblado con la necesidad de echar a esos intrusos de allí.
Pero, en un segundo plano de la batalla, en un rincón de la entrada de ese poblado se escabullía una pequeña figura entre la maleza. Intentando no ser vista ni percibida, como había hecho hasta ahora desde que había visto esa hilera de fuego en la oscura lejanía. Era posible que su aroma hubiera alertado a ese grupo de alimañas verdes o quizás, simplemente, había estado en el camino equivocado todo este tiempo y los había encabezado por obligación, al estar detrás suya ese pequeño ejército de orcos. En realidad no le daría tantas vueltas. El pequeño poblado al que había llegado, fuera por destino o por mera fortuna, había hecho que menguara su temor y era consciente de que tendría una oportunidad.
La figura salió de la maleza colindante a la muralla y corrió sin aliento hasta la puerta, por la cual quería escabullirse y encontrar un lugar seguro hasta que ese sanguinario baile acabara. Cuando por fin alcanzó el flanco más cercano de la puerta algo la empotró contra la muralla dejándola apenas sin aire, un grito salió de su garganta al sentirse oprimida por el cuerpo y la pared. Dio puñetazos al cuerpo, fuese éste amigo o enemigo, y siguió gritando hasta que una mano la zafó de su prisión. Los azulados ojos de la pequeña figura se bañaron en lágrimas antes siquiera de seguir intentando soltarse ahora de quien la agarraba; pero fue peor cuando el filo de un arma empezó a acercarse a ella con ansias de sangre. Gritó con más fuerza, la suficiente para que alguien se percatara y la dejara libre de su esposa de carne, ya que habían embestido contra su atacante. Con el corazón en un puño se acabó escabullendo entre el portón o eso intentó, pues su “salvador” la había aprisionado de nuevo del brazo para que no se alejara.
La contienda continuó más tiempo de lo que ella creyó necesario, pero ¿qué sabía ella? Apenas era una mocosa llorona que debía ser salvada de las garras de cualquier criatura que la acechase, siendo así la más fácil presa que uno podría imaginar. Cuando la mano que la zafaba dejó de presionarle el brazo se restregó la mano enguantada y llena de sangre enemiga por la zona amoratada. El hombre que la había protegido la examinó y la tomó de nuevo con brusquedad por el brazo.
- Bera, lleva a esta cría al salón y tenla vigilada. - casi la lanzó contra Bera pero la pequeña no protestó.
La pequeña no sabría nada más de ese hombre hasta horas más tarde.
Bera, la mujer que la custodiada, limpió la sangre con hosquedad del rostro de la pequeña y de su propia piel. Observó con brusquedad y recelo si la cría estaba herida, para posteriormente darle algunas ropas de abrigo. Se limitó a su cometido, no habló, ni la pequeña lo haría tampoco. La cría estaba segura que esa mujer hubiera preferido comprobar como estarían los de su clan, en vez de custodiar a una pequeña desconocida en ese inmenso salón. Los pequeños que había en ese salón, la habían observado curiosos: algunos habían hecho el amago de acercarse y otros, simplemente, se escondían tras sus madres. Era gracioso ver como una desconocía ocasionaba tanto alboroto, más si una batalla había tenido lugar horas antes. Tras lo que a ella le parecieron eones, los niños se durmieron uno a uno y dejaron de observarla.
Ahora solo quedaba esperar…
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