martes, 2 de octubre de 2012

Capítulo IV

Estaba confirmado: Ese guerrero la volvería loca. No solo por la atracción de ambos, sino también por el fracaso que sentía cuando la dejaba sin palabras. Cosa que odiaba y, estaba segura, que a él le encantaba por la socarrona sonrisa que dibujaba en ese perfecto rostro. La jóven daba vueltas en esa amplia habitación, sin que un león enjaulado tuviese nada que envidiar, mientras que sus dedos con nerviosismo no dejaban de dar vueltas a aquel anillo y sus pasos eran cada vez más acelerados. Él había ganado esa vez. ¡Por supuesto que había ganado!, y eso la frustraba aun más. Dio un pisotón al suelo, molesta por caer en tal patraña. ¿Por qué diría que quería casarse sino era para molestarla?.


En un leve gruñido se deshizo de su ropa de ciudad y tiró el vestido que portaba sobre el lecho. Abrió el baúl que descansaba a los pies de esa enorme cama y se vistió con sus gastados pantalones de cuero, su camisa de lino blanca y sus ennegrecidas botas. Miró alrededor, tomando de las anteriores ropas la enjoyada daga de su padre que enfundó en su bota diestra y no tardó en dar dos zancadas atravesando la habitación para tomar el carcaj y el arco que Kuea le había regalado días atrás.

Acarició la empuñadura de su espada larga, que el herrero del puerto había hecho más ligera para el uso de una mujer, y el escudo que pocas veces utilizaba. Era posible que en esas tierras debiera llevar más protección, al igual que la armadura que descansaba en el polvoriento baúl del banco; pero era demasiado torpe para manejar todo aquel metal y, esta segura, que sólo la realentizaría en su propia empresa. Más adelante, se dijo y tomó el pomo de la puerta.

Gillian asomó su rojiza cabellera por la puerta para observar un lado y otro de aquel iluminado pasillo, como tantas veces había hecho en el pasado. Al comprobar que no había un solo alma, Salió y cerró la puerta tras ella con un sordo “click”. Sus pasos, amortiguados por la gastada alfombra, se dirigieron hacia el salón. Como si de un bribón en medio de su robo se tratase atravesó la estancia conteniendo el aliento, el cual no soltó hasta salir al exterior, y se deslizó por la puerta de la entrada. Tanteó con su zurda la maciza puerta en la que se apoyaba y frunció el ceño, ¿por qué salía de aquel lugar como si se jugase la vida en ello?.

- Ya no estas en casa, Gillian. - se regañó mientras ocultaba sus rojizos cabellos bajo la blanca tela de la capucha.

Ahora sólo se trataba de un aventurero más, se deslizó por las oscurecidas calles de Rhodesia y se desvió por el puente que separaba el distrito de las lanzas con la zona principal de la ciudad, la plaza central. A pesar de las altas horas de la noche era sorprendente ver a los ciudadanos y aventureros que aquella plaza acogía. Se podían oir conversaciones sin interés alguno. Las diversas conversaciones las llevaban de hombres hablando de sus enamoradas mujere a mercaderes comentando sobre su futura incusión a las minas. Era extraño pero esos mercaderes llamaron su atención. No pudo evitar acercarse algo más, pasando desapercibida entre las sombras que aquella ciudad pudiera otorgarle y sin acercarse lo suficiente como para ser reconocida.

Un grupo de tres varones hablaban sobre la forja y los materieles que precisarían para el próximo pedido. Se extrañaba a si misma al prestar atención a aquella extraña conversación pero alli estaba ella, oculta tras los toldos de la tienda de Froippi escuchando aquella conversación que no le agradaba lo más mínimo. No tardó en reconocer a Awer, ni a Bero, pero el tercer hombre, Zafit, seguía extasiandola solo con mirarlo. Su voz sonó ronca, masculina, tan tentadora que el enfado anterior de Gillian había sucumbido en un abrir y cerrar de ojos ante la necesidad de tener cerca a ese hombre. Recordaba como poco antes estaba enfurecida con él por la pesada broma que había tomado pero, ahora, quería avalanzarse sobre él y besarlo.

Consiguió con un esfuerzo demasiado grande no salir de su escondite mientras sus ojos estudiaban minuciosamente a aquel hombre, tan detenidamente que ella misma se sorprendía. Parpadeó y tragó algo de saliva para mitigar la sequedad de su propia garganta. ¿Qué le pasaba con ese hombre? Sabía que le atraía. Le atraía a tal extremo que podía quitarle cualquier atuendo que tuviera e imaginarse lo que éste podría hacerle cuando estuvieran desnudos. Ese era el deseo que su madre le había descrito hacía años, cuando le hablaba del dogma de la Dama. Aunque seguía sin comprender por qué tenía que ser ese guerrero tan insistente y preguntón.

Cuando la masculina voz cayó, Gilian aprovechó para salir de su hechizo y apartarse del trío. Sabía que si el guerrero volvía a hablar su fuerza de volunad no podría ser tan firme y podría cometer la locura que llevaba días quiriendo hacer. Aunque si lo pensaba fríamente, ¿por qué no podía hacerlo? Quería comprobar cada músculo de aquel guerrero con sus delicadas manos y memorizar cada cicatriz que no dejara ver esos atuendos tan bien puestos. Suspiró con la imagen de aquel estudiado cuerpo en su mente y se dirigió a las afuera de Rhodesia.

Gillian observó tras de sí. Los centinelas de las murallas estaban apostados en sus puestos, observando cada sombra externa que pudieran divisar sus propios ojos ante tanta oscuridad. La figura femenina apoyó la diestra sobre el curvado arco y asintió confirmando que esos guardias ni ninguna sombra cercana le prestaba la más mínima atención. Retomó el apresurado paso y se encaminó al Sur durante varias horas.

La lluvia se había iniciado a mitad de la marcha, haciendo que sus ropas se pegaran a las curvas de su silueta y la camisa blanca se trasparentara más de lo que ella le hubiera gustado. Había dado las gracias por la oscuridad de la noche en más de una ocasión cuando se había cruzado con algún transeunte y estaba convencida que la próxima vez tomaría el resguardo de una gruesa capa para evitar de nuevo esa situación. Viró la cabeza a un lado y a otro, buscando la caravana que debía hallar en ese alejado claro. La lluvía parecia estar más enfurecida que hacía unos minutos y la tormenta parecía rugir como si los mismísimos dioses se estuvieran peleando en sus anfiteatros. Un rayo hizo que deslumbrara la caravana que buscaba y asintió, encaminandose a ella.

La puerta se abrió con un estridente choque y dos figuras que había dentro dieron un brinco por el susto. El varón había tomado su espada en primera impresión, mientras que la mujer se ocultaba tras la ancha espalda de él con un gritillo ahogado en la garganta. Los escasos focos de iluminación, ocasionados por varias velas, se habian apagado al son del choque y a la corriente que había acompañado a Gillian al entrar tan abruptamente.

- ¿Quién anda ahí? ¡Responde o te juro por la Dama que te mataré y tu cuerpo será carnaza para los lobos! - gritó un enfurecido Edgard.

- Edgard, tu siempre pensando en comida. - Gillian rió con un deje divertido. - ¿He conseguido asustaros?

- Por todos los diablos, ¡Gillian! - rugió aun más cabreado el varón. – Podría haberte embestido y matado, muchacha. ¡Da gracias a que no lo hiciera!
- Me adoras, nunca podrías matarme. - la joven seguía riendo hasta que un estornudo y la tiritera del tiempo pasado bajo la lluvia la hizo parar.
- A quien se le ocurre venir con esta lluvia, ¡jovencita! - la regañó Megan, mientras encendía las velas y rebuscaba una manta para abrigarla. - Edgard pon a calentar algo de agua, tiene que entrar en calor.
- Un día de estos la mataré pensando que es ese desgraciado. - refunfuñó Edgard antes de dejar la espada en su funda e ir a calentar agua.

Gillian sonrió observando al matrimonio. Ese era su hogar y ellos habían elegido ir con ella a esa nueva tierra. Tenerlos copn ella la alegraba pero había ocasionado que sus dos queridos amigos estuvieran en peligro junto a ella. “Es un riesgo que tomaremos, Gillian”, eso habían dicho tras la última noche que habían pasado en la hacienda de los Remington. La joven cerró la puerta tras de sí, aun con la sonrisa perfilada en su níveo rostro.

- ¡Gillian! - la voz horrorizada de Megan le era tan familiar ya.

El malestar que la sobrellevo, tras las inclemencias del tiempo pasado bajo la lluvia, la hizo recordar que la próxima vez tomaría esa gruesa capa.



Los sollozos de Megan la hicieron despertar en esa angosta y amplia cama. Su habitación permanecía siendo la de siempre, al menos sus tios no habían intentando robarle ese recoveco de tranquilidad en esa desconocida casa. Aunque dudaba que eso durara eternamente. La mano de Gillian tomó con delizadeza el rostro de Megan y le limpió las lágrimas que salían de sus hinchados ojos.

- Megan, ¿por qué lloras? Solo me he desmayado, no es tan grave. - Gillian la besó en la frente, dándole esa calidez que sabía que necesitaba.

Los sollozos siguieron sonando en ese silencio sepulcral que invadió la estancia. Esa situación no había cambiado desde que Neill había vuelto. Gillian sabía cual era su lugar, sabía por qué su ama de cria no conseguía separarse demasiado de su alcoba, ni de ella misma. Podía ver el miedo reflejado en sus ojos siempre que la observaba. Pero sólo quedaba un día más.

El ruido que se oía a través de la ventana llegaba a sus oídos aun bajo el sollozo de su compañera. El servicio que habían contratado sus tios para ese gran día bullía entre jaleos y prepaprativos, mientras que los invitados iban llegando y envolviendo esa desconocida hacienda que llamaba hogar. Había jurado oír las risas de sus tios festejando y haciendo sus perfilados papeles ante sus amigos. Un escalofrío le recorrió la espalda cuando oyó unos pasos acercarse a la puerta y aporrearla.

- Gillian, cielo, los invitados esperan cuando estes más recuperada. - la voz de Neill sonó tan perfectamente preocupada que incluso ella misma la hubiese creido, si no lo conociera.
- Claro, no haré esperar a los invitados, descuida. - alzó lo suficiente la voz para que la oyera. - En cinco minutos bajo.

Los pasos se alejaron y Gillian instó a Megan a que se levantara. La ayudó a recuperar su compostura. Ahora no podía preocuparse de ella. Debía ser la prometida perfecta con un papel tan perfilado y elaborado que su plan debía surtir efecto. Se alisó el vestido y se recogió el cabello con la ayuda de su compañera.

- Bien, vamos allá. - abrió la puerta y salió por el pasillo, seguida de Megan.

La luna se alzaba alta cuando Gillian se deshizo del brazo de su querido prometido y se escabulló con la escusa de tener que tomar el aire. Esa noche había sido la prometida más feliz del mundo, con su perfilada y perfecta sonrisa, y todos los invitados la habían indicado cuán feliz sería con su querido primo. Cuán feliz, sin duda.. Se escabulló tras las puertas principales y se encaminó hacia las murallas. Ese lugar le otorgaría paz, la paz que ella necesitaba tras tener que estar tanto tiempo agarrada a ese hombre.

Asintió al centinela cercano y se deslizó hacia la oscuridad que le ofrecía uno de los torreones colindantes. Observó hacia el exterior, aunque era noche cerrada, los rayos de la luna no ayudaría en esa ocasión, cegando asi cualquier sentido de la vista. Los pasos de ese hombre no tardaron en resonar sordos en el cemento y las piedras que los separaban. Gillian había vuelto a habituar sus sentidos a la cercania de ese hombre. Su primo era el único que no consentía perderla de vista a menos que estuviera encerrada en sus propios aposentos. Era el único que salvaguardaría las tierras y los títulos nobiliarios que aportaba Gillian con su matrimonio.

- Primo, no deberías abandonar el salón y a los invitados - sonrió dulcemente en el perfecto papel que seguía interpretando.
- Parece que has entendido tu papel aquí. Aunque no cambiará el hecho de que en tu noche de bodas seas el trofeo de mis hombres. - Neill seguía acercándose para acorralarla entre la pared y él. - Debes darme las gracias. Satisfacerás a muchos hombres antes de morir. Eso dice tu diosa, ¿verdad?.

- Te doy las gracias, primo..

Su corazón corría en una carrera despiadada que amenazaba con dejarla sin aliento de un momento a otro. No era miedo. El miedo había sido encerrado en lo más hondo de su ser, era la rabia que esa confesión había causado en ella. Una rabia que en ese momento necesitaba como una fuente de alimentación y contención que no la hicieran gritar e intentar embestirlo. Ella no haría eso, no. La joven rodeó a su primo con los brazos entregandole un apasionado beso que ambos se quedaron sin respiración en escasos segundos.

Neill no tardó en corresponder la efusividad como siempre lo hacía cuando una mujer se lo ofrecía tan ciegamente. Él era un hombre que se regía por sus necesidades básicas en más de una ocasión. Marcaría el ritmo, la necesidad, el deseo que había fustigado con palizas cuando ella se negaba a ser suya. Había decidido que sus hombres la tendrían pero él también la quería. La haría suya. Desgustaría el placer que esa mujer había incitado en más de un hombre con solo mirarla. Cuantas veces había tenido esas imágenes en su cabeza. Él no tomaba ese nectar a la fuerza. En eso era hombre de principios, disfrutaba cuando una mujer se le entregaba y ella lo había hecho.

- Buena chica. Ahora portate bien. - estampó sus labios de nuevo en los de Gillian, abriendose paso con su lengua.

Gillian contaba como si de ese modo el tiempo fuera a pasar más rápido o si la Dama la fuera a hacer desaparecer. Las manos de Neill pronto la empotraron contra la pared y la alzaron, haciendo que ella tuviera que sostener sus piernas alrededor de la cintura de él. Gillian dejó de contar. Rodeó el cuello de Neill con su mano zurda para tener más soporte y escabulló la diestra por su pierna derecha hasta que tomó la empuñadura de su daga. Se separó lo suficiente para poder respirar y apoyó la daga en el cuello de su primo. 

- Neill, bájame. - sonó la entrecortada voz de Gillian.

Éste, excitado y divertido por el nuevo juego, la bajó. Gillian daba varios pasos tras mientras él hablaba y la depositaba en el suelo.

- No deberías jugar con armas, Gillian. Podrías cortarte.

- Permiteme dudarlo, querido primo.

El cuerpo de Neill se oyó caer mientras la joven terminaba de hablar. Gillian guardó la daga en su muslo y comprobó el estado de su primo antes de dirigirse al guardia.

- Megan y Edgard la esperan en los establos, señorita. - urgió el guardia, mientras acomodaba el cuerpo de Neill.
- No, espera.. grite mi nombre y dé la alarma en cuando Neill reaccione. ¿entendido?. – lo miró y frunció el ceño, hasta que este afirmó.

En un rápido movimiento tomó de nuevo la daga de su muslo y la hundió en el hombro de Neill. Un grito ensordecedor resonó en sus tímpanos, mientras que su fría mirada observaban como su primo se retorcia de dolor bajo sus propias manos. Los insultos y los intentos de alcanzarla hicieron que Gillian por autoprotección le hundiera de nuevo la daga y la extragera. Su primo era un extraño cuadro de rojo escarlata y el suelo empezaba a encharcarse. Extendió la mano y susurró una oración sobre la última herida, ocasionando que la regeneración fuera lenta pero suficiente para que las heridas internas no lo mataran.

- Recuerdame, Neill. Recuerda este dolor. - susurró en un deje ensombrecido. -Te estaré esperando. 

Gillian se levantó y salió corriendo hacia los establos. Su plan estaba casi completo, solo un poco más, solo unos pasos más. La voz del guardia dando la alarma hizo que su corazón casi se le saliera por al boca pero saldría de esa fortaleza. Viró en una esquina, derrapando por la gravilla del suelo, y se encontró de lleno con un jinete que galopaba hacia ella por las alarmas. Tras él había otro jinete. La joven observó como el patio empezaba a movilizarse. Quizás debió pedir más tiempo.. 

- ¡Gillian! 

Gillian tomó la daga con la diestra y extendió el otro brazo, cuando oyó su nombre del primer jinete. Ella saltó, al tiempo que el jinete, Edgard, la tomaba del brazo izquierdo y la balanceaba lo suficiente para poder subirse en esa carrera desenfrenada por su propia supervivencia. Megan era el segundo jinete. Se abrieron paso a traves de las murallas aun alzadas por al incertidumbre y se alejaron de ese castillo.


Se llevó la mano a la cabeza y miró alrededor. La caravana volvía a estar a oscuras y sin rastro de Edgard y Megan. La luz del sol asomaba por la ventana y suspiró, dejandose caer en la cama. Odiaba tener fiebre.

No hay comentarios:

Publicar un comentario