sábado, 28 de enero de 2012

Prólogo: Tormenta de invierno: La batalla.


El invierno había llegado tardío ese año. Las montañas habían empezado a ser nevadas por las blancas nieves a finales del segundo mes, lo cual auguraba que el frío se alargaría más allá de mediados de año. No obstante, a nadie parecía importarle. Los seres de ese lugar habían tomado las provisiones pertinentes en el estío pasado y todos vestían con ropas de pieles gruesas con lanas; acostumbrados ya a las tierras que los habían visto nacer. El olor a carne asada arremolinaba a los miembros más jóvenes del clan cerca de las puertas del gran salón. A los infantes se les prohibía la entrada a ese lugar hasta que la comida estuviera lista. Las mujeres permanecían ocultas en ese salón cocinando las piezas que los varones habían cazado horas antes. Los hombres, por su parte, afilaban las armas para la caza del día siguiente o permanecían en corro en la hoguera central. Pronto, el cuerno de llamada sonaría.


Los cánticos de fiesta en el salón común comenzaron a sonar cuando el crepúsculo dio paso a la fría noche. Dos centinelas quedaron expuestos a la fría noche, riendo, hablando y celebrando su propia fiesta en las horas de guardia. La bota de hidromiel pasaba de uno a otro cada vez que sus cuerpos comenzaban a entumecerse; pues aunque la hoguera que los acompañaba alzaba unas llamas elevadas, el frío de esa noche amenazaba con apagarlas. Una de las mujeres, envuelta en apenas un par de ropas de cuero y una capa de lana, se acercó a los centinelas y les dio otra bota de hidromiel.


- Los vientos amenazan con tormenta. Estad atentos, las noches cerradas son las mejores para una emboscada. - la mujer palmeó el hombro de uno de los centinelas y se encaminó hacia el establo, no sin antes decir - Aunque yo sabría como calentaros mejor que ese brebaje y una hoguera.


Galia, la mujer, rió con ganas al comprobar que uno de ellos estaría dispuesto a alejarse de su tarea por estar con ella en los establos, fuera de la vista de los líderes o de ese frío que menguaría rápido. El primer centinela abrió la nueva bota de hidromiel y empapó la sequedad de su garganta, mientras observaba las curvas que esas pieles dejaban entrever. El segundo centinela observaba los lindes del cercano bosque esperando que su compañero no empezara con su diálogo de necesidad hacia Galia; pero para su no tanta sorpresa su compañero no tardó en seguir a la fémina. Tras unos minutos de espera, lanzó una carcajada y observó los alrededores buscando la bota de hidromiel. Al menos, esperaba que no le hubiera dejado sin el brebaje que conseguía calentarlo.


- La próxima vez iré yo al establo. - localizó su bebida y extendió la mano para tomarlo.


Había pasado más de una hora desde que su compañero se había marchado y la hidromiel empezaba a escasear, ocasionando que tuviera que expulsarlo en algún arbusto cercano antes de que, por esperar a su mujeriego compañero, se meara encima. Dejó su arco en el tronco que debía estar él y se acercó a las primeras filas de los árboles cercanos. Se llevó las manos al pantalón de cuero y se dispuso a bajarse los pantalones lo suficiente para poder vaciar la bebida y emitir una aspiración de alivio. No obstante, mientras su momento de gloria pasaba, un grito de guerra rugía. Se subió los pantalones, sin ni siquiera acabar, y observó la oscuridad del bosque que lo rodeaba, al tiempo que una serpiente de antorchas se acercaba aprisa.


- ¡Por los nueve avernos! - se terminó de colocar el pantalón, medio humedecido, y tomó con torpeza el cuerno de guerra que sonó vigoroso y alarmante con tres soplidos.


El segundo centinela no tardó en dejarlo caer de nuevo, pendido en su cuello, y tomar su bastarda acercándose a la entrada del poblado. En su interior los hombres salían del gran salón observando al centinela, la serpiente de fuego que se acercaba y los tambores de guerra que resonaban en la nevada que caía. El revuelo siguió incluso después de que los primero orcos atravesaran las primeras filas que los separaban del poblado. Los niños se escondían al fondo del gran salón; las mujeres que podían luchar se armaban junto a los hombres y las que no, aguardaban con los niños. Era un poblado de guerreros, no dejarían que simplemente los masacrasen por mucho piel verde que hubiese en ese nuevo asedio. Había pasado más de un mes desde que los orcos se habían llevado a varios de los hombres en su último ataque, y, aunque pacientes, los bárbaros arremeterían con ira contra los atacantes por las muertes pasadas y las futuras. La ira de los dioses de la guerra los colmaría de fuerzas.


El rugido de la batalla se tornó sonoro: los aceros chocaban entre sí, mientras los bramidos de los pieles verdes y los gritos de guerra de los lugareños amenazaban con menguar el ruido de la tormenta que empezaba a alzarse. Nadie se preguntaba por qué había empezado esa batalla, ni por qué los pieles verdes habían elegido esa noche que amenazaba demasiado problemática para ambos bandos. Los bárbaros teñirían de sangre la blanca nieve que se aglomeraba en su poblado con la necesidad de echar a esos intrusos de allí.


Pero, en un segundo plano de la batalla, en un rincón de la entrada de ese poblado se escabullía una pequeña figura entre la maleza. Intentando no ser vista ni percibida, como había hecho hasta ahora desde que había visto esa hilera de fuego en la oscura lejanía. Era posible que su aroma hubiera alertado a ese grupo de alimañas verdes o quizás, simplemente, había estado en el camino equivocado todo este tiempo y los había encabezado por obligación, al estar detrás suya ese pequeño ejército de orcos. En realidad no le daría tantas vueltas. El pequeño poblado al que había llegado, fuera por destino o por mera fortuna, había hecho que menguara su temor y era consciente de que tendría una oportunidad.


La figura salió de la maleza colindante a la muralla y corrió sin aliento hasta la puerta, por la cual quería escabullirse y encontrar un lugar seguro hasta que ese sanguinario baile acabara. Cuando por fin alcanzó el flanco más cercano de la puerta algo la empotró contra la muralla dejándola apenas sin aire, un grito salió de su garganta al sentirse oprimida por el cuerpo y la pared. Dio puñetazos al cuerpo, fuese éste amigo o enemigo, y siguió gritando hasta que una mano la zafó de su prisión. Los azulados ojos de la pequeña figura se bañaron en lágrimas antes siquiera de seguir intentando soltarse ahora de quien la agarraba; pero fue peor cuando el filo de un arma empezó a acercarse a ella con ansias de sangre. Gritó con más fuerza, la suficiente para que alguien se percatara y la dejara libre de su esposa de carne, ya que habían embestido contra su atacante. Con el corazón en un puño se acabó escabullendo entre el portón o eso intentó, pues su “salvador” la había aprisionado de nuevo del brazo para que no se alejara.


La contienda continuó más tiempo de lo que ella creyó necesario, pero ¿qué sabía ella? Apenas era una mocosa llorona que debía ser salvada de las garras de cualquier criatura que la acechase, siendo así la más fácil presa que uno podría imaginar. Cuando la mano que la zafaba dejó de presionarle el brazo se restregó la mano enguantada y llena de sangre enemiga por la zona amoratada. El hombre que la había protegido la examinó y la tomó de nuevo con brusquedad por el brazo.


- Bera, lleva a esta cría al salón y tenla vigilada. - casi la lanzó contra Bera pero la pequeña no protestó.


La pequeña no sabría nada más de ese hombre hasta horas más tarde.


Bera, la mujer que la custodiada, limpió la sangre con hosquedad del rostro de la pequeña y de su propia piel. Observó con brusquedad y recelo si la cría estaba herida, para posteriormente darle algunas ropas de abrigo. Se limitó a su cometido, no habló, ni la pequeña lo haría tampoco. La cría estaba segura que esa mujer hubiera preferido comprobar como estarían los de su clan, en vez de custodiar a una pequeña desconocida en ese inmenso salón. Los pequeños que había en ese salón, la habían observado curiosos: algunos habían hecho el amago de acercarse y otros, simplemente, se escondían tras sus madres. Era gracioso ver como una desconocía ocasionaba tanto alboroto, más si una batalla había tenido lugar horas antes. Tras lo que a ella le parecieron eones, los niños se durmieron uno a uno y dejaron de observarla.


Ahora solo quedaba esperar…

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