lunes, 25 de febrero de 2013

Capítulo 5: Encuentro.

Las calles atestadas de gente, que aprovechaba la brisa matutina, les hacía andar más despacio por aquel enorme mercado. Los mercaderes ofertaban a gritos y discutían con los posibles compradores los precios del producto hasta que ambas partes conseguían un trato decente por las mercancías. La Elementalista se entretenía comiendo la fruta que momentos antes su compañero había comprado en un puesto cercano, mientras observaba como otro de estos mercaderes les cortaba el paso con una formidable y colorida alfombra de colores escarlatas, negros y dorados.

- ¡Buena, bonita y barata, no encontrará una alfombra mejor! – volvió a casi estamparle la alfombra en la cara al Cazador.
- No nos interesa. – la apartó Bertnard de su cara y gruñó por la insistencia del mercader. - No.

Sumire ocultó una sonrisa maliciosa tras otro mordisco de la fruta. Era bueno ser mujer, la insistencia del comercio estaba marcada por el trato a los varones y ella era feliz por no tener que mediar con esa tesitura.

- Joder, esto es peor que el mercado de Arco de León. – oyó que se quejó el Cazador que la tomaba de nuevo por la muñeca de la mano libre.
- Eres un quejica. – se mofó ella. – Además…
- ¡Compre, es el mejor marisco!¡Recién cogido de la bahía! – la interrumpió otro mercader eufórico casi lanzándoles la malla de marisco a la cara.

El moreno gruñó intentando apartar el olor a pescado de su nariz, mientras seguía negando al mercader que no pensaba comprar nada; aunque esta vez se veía que el vendedor no aceptaba el no tan rapidamente y se enfrascaron a una discusión de compra-venta que Sumire sabía acabaría en un no rotundo por parte de su compañero. Desvió la vista hacía la escuálida sombra de una figura al otro lado de la atestada calle y frunció el ceño.

La pequeña figura, vestida con unos pantalones abombachados y una camiseta de escasa tela, se deslizó entre los compradores y observó al mercader antes de meter mano al puesto, ajena a los otros ojos que la observaban. La Elementalista negó lentamente al ver como la pequeña bribona se metía algo en los bolsillos y se intentaba deslizar de nuevo entre los compradores. Poco más de tres pasos pudo dar antes de ser interceptada por un segundo mercader que, como Sumire, no había apartado la vista de ella. Los gritos empezaron a aglomerar en corro el puesto, ojos curiosos se unificaban ante el llamativo pero común espectáculo que se estaba ofertando, mientras el primer mercader avisaba a un guardia cercano.

No tardó en aparecer Sumire al lado de la pequeña niña que seguía retorciéndose para intentar liberarse, ahora de las garras de un miembro de la guardia que discutía con los mercaderes y una pareja de esos llamados perros de Califa.
- Cortadle las manos, ¡es una ladrona! – se quejaba el mercader a voces, bajo la atenta mirada de los espectadores.
- ¡No lo soy, yo no he robado nada! ¡Iba a pagarlo! – se quejaba con una chillona e infantil voz la pequeña.
- Cállate. – la zarandeó, ya hastiado, el guardia que la retenía. - Ya deberías saber cuál es la pena por robar.
El revuelto siguió un par de minutos más hasta que la pequeña fue entregada a los perros de Califa y los guardias ordenaban que se dispersara el corro que se había formado a su alrededor. El mercader posicionaba un tronco delante del puesto, por indicación de uno de los los hombres de Califa y posicionaba a la cría de rodillas con las manos extendidas sobre el mismo. Los pocos ojos que se atrevían a seguir observando aquel futuro espectáculo miraban a la pequeña que ahora lloraba angustiada por su propio destino.

- ¿Qué haces? – la mano que tocó su hombro hizo que diera un respingo.
- Maldita sea, ¡no me des esos sustos! – Se llevó la mano al pecho y señaló de un cabeceo a la figura que era empotrada contra la provisional mesa.- Le van a cortar las manos por robar.
- ¿Y? – los azulados ojos de su compañero se posaron en la pequeña llorosa y en el hombre que la aguantaba – Que no se hubiera dejado coger, no es nuestro problema.
La mirada que le dedicó su compañera fue suficiente para saber que ella haría algo con o sin su ayuda. Siempre se metían en problemas, uno más no sería nada nuevo, y al moreno le gustaba unirse a las locuras de ella. Sumire susurró uno de sus salmos haciendo que el viento se alzara vertiginosamente, acompañado con una molesta arena que se colaba por todos lados, obligando a los presentes a cubrir sus caras; los mercaderes corrían de un lado a otro para cubrir los puestos con telas; los ciudadanos huían buscando refugio por el súbito vendaval y los guardias que sostenían a la cría no serían menos. La pequeña, una vez libre de la opresión de sus captores, se escabulló por un lateral pero fue interceptada por el Cazador que la arrastró a una callejuela lateral, seguido por la Elementalista que seguía recitando su mantra para ganar más tiempo.

- No hagas tonterías y te quedarás con las dos manos. - le susurró el moreno a la niña.

La escuálida figura se limitó a asentir, observándolos a ambos, antes de emprender el paso por la estrecha escalera que bajaba por las desgastadas calles de terracota. Los silbidos de la guardia no tardaron en quedarse atrás y el vendaval se esfumó tan pronto como había aparecido. Habían recorrido el laberíntico barrio durante lo que pareció una eternidad, antes de que el ajetreo global volviera a la calma.

- Niña, la próxima vez que no te pillen. - dijo Sumire, mientras Bertnard examinaba alrededor. - Y te recomiendo que antes de robar, observes el puesto con más detenimiento.
- No estaba robando, iba a... - la pequeña suspiró sabiendo que esa escusa no valía para nada. - ¿Por qué me habéis ayudado?
- Estamos buscando al Oráculo, seguro que puedes ayudarnos a encontrarlo sin tener que aguantar tanto mercader insistente. ¿Tenemos trato o te devolvemos a esos perros? - dijo el Cazador.
- Tenemos trato, tenemos trato. - se apuró la cría. - Seguidme.
Violeta, tras guiñarle un ojo a su compañero, se limitó a sonreír por la reacción de su pequeña cómplice.

Atravesaron las calles en dirección a la zona central de la ciudad hasta que llegaron a un espacio abierto, una especie de plaza en donde destacaba una majestuosa fuente decorada por dos mujeres con dos cántaros, de los cuales salía el agua. Varías mujeres limpiaban algunas ropas en ella, entre risas y la mirada atenta de los guardias que estaban apostados en la entrada lacrada en dorado de lo que parecía el palacio.

- A estas horas el Oráculo debe estar a punto de salir al mercado. - comentó la pequeña - Mirad, ¡ese es!
Justo en ese instante un encorvado anciano, vestido por una túnica blanca y una cesta de mimbre, salía por la puerta del castillo y se dirigía hacía ellos con paso decidido. La niña, realizado su trabajo de agradecimiento, miró a ambos que le asintieron a la par y ésta salió corriendo calle abajo.

- ¿Y ahora? - dijo Violeta, mirando al Cazador.
- Ahora, joven Sumire, ¿sería tan amable de enseñarme las bragas? - sonó la temblorosa voz del anciano. - A claro, pero no veo, ¡si soy ciego!
Ambos compañeros se miraron y desviaron a la par la vista al viejo que reía a carcajadas delante de ellos. Tardó un par de minutos en retomar la compostura y volver a formular la pregunta.

- ¿Me las enseñará?
- No. - parpadeó la Elementalista perpleja.
- Tenía que probar. ¿Me estaban buscando, jóvenes? - sonrió lánguidamente, mientras se mesaba la blanquecina y larga barba.

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