Las calles atestadas de gente, que
aprovechaba la brisa matutina, les hacía andar más despacio por
aquel enorme mercado. Los mercaderes ofertaban a gritos y discutían
con los posibles compradores los precios del producto hasta que ambas
partes conseguían un trato decente por las mercancías. La
Elementalista se entretenía comiendo la fruta que momentos antes su
compañero había comprado en un puesto cercano, mientras observaba
como otro de estos mercaderes les cortaba el paso con una formidable
y colorida alfombra de colores escarlatas, negros y dorados.
- ¡Buena, bonita y barata, no
encontrará una alfombra mejor! – volvió a casi estamparle la
alfombra en la cara al Cazador.
- No nos interesa. – la apartó
Bertnard de su cara y gruñó por la insistencia del mercader. - No.
Sumire ocultó una sonrisa maliciosa
tras otro mordisco de la fruta. Era bueno ser mujer, la insistencia
del comercio estaba marcada por el trato a los varones y ella era
feliz por no tener que mediar con esa tesitura.
- Joder, esto es peor que el mercado de
Arco de León. – oyó que se quejó el Cazador que la tomaba de
nuevo por la muñeca de la mano libre.
- Eres un quejica. – se mofó ella. –
Además…
- ¡Compre, es el mejor marisco!¡Recién
cogido de la bahía! – la interrumpió otro mercader eufórico casi
lanzándoles la malla de marisco a la cara.
El moreno gruñó intentando apartar el
olor a pescado de su nariz, mientras seguía negando al mercader que
no pensaba comprar nada; aunque esta vez se veía que el vendedor no
aceptaba el no tan rapidamente y se enfrascaron a una discusión de
compra-venta que Sumire sabía acabaría en un no rotundo por parte
de su compañero. Desvió la vista hacía la escuálida sombra de una
figura al otro lado de la atestada calle y frunció el ceño.
La pequeña figura, vestida con unos
pantalones abombachados y una camiseta de escasa tela, se deslizó
entre los compradores y observó al mercader antes de meter mano al
puesto, ajena a los otros ojos que la observaban. La Elementalista
negó lentamente al ver como la pequeña bribona se metía algo en
los bolsillos y se intentaba deslizar de nuevo entre los compradores.
Poco más de tres pasos pudo dar antes de ser interceptada por un
segundo mercader que, como Sumire, no había apartado la vista de
ella. Los gritos empezaron a aglomerar en corro el puesto, ojos
curiosos se unificaban ante el llamativo pero común espectáculo que
se estaba ofertando, mientras el primer mercader avisaba a un guardia
cercano.
No tardó en aparecer Sumire al lado de
la pequeña niña que seguía retorciéndose para intentar liberarse,
ahora de las garras de un miembro de la guardia que discutía con los
mercaderes y una pareja de esos llamados perros de Califa.
- Cortadle las manos, ¡es una ladrona!
– se quejaba el mercader a voces, bajo la atenta mirada de los
espectadores.
- ¡No lo soy, yo no he robado nada!
¡Iba a pagarlo! – se quejaba con una chillona e infantil voz la
pequeña.
- Cállate. – la zarandeó, ya
hastiado, el guardia que la retenía. - Ya deberías saber cuál es
la pena por robar.
El revuelto siguió un par de minutos
más hasta que la pequeña fue entregada a los perros de Califa y los
guardias ordenaban que se dispersara el corro que se había formado a
su alrededor. El mercader posicionaba un tronco delante del puesto,
por indicación de uno de los los hombres de Califa y posicionaba a
la cría de rodillas con las manos extendidas sobre el mismo. Los
pocos ojos que se atrevían a seguir observando aquel futuro
espectáculo miraban a la pequeña que ahora lloraba angustiada por
su propio destino.
- ¿Qué haces? – la mano que tocó
su hombro hizo que diera un respingo.
- Maldita sea, ¡no me des esos sustos!
– Se llevó la mano al pecho y señaló de un cabeceo a la figura
que era empotrada contra la provisional mesa.- Le van a cortar las
manos por robar.
- ¿Y? – los azulados ojos de su
compañero se posaron en la pequeña llorosa y en el hombre que la
aguantaba – Que no se hubiera dejado coger, no es nuestro problema.
La mirada que le dedicó su compañera
fue suficiente para saber que ella haría algo con o sin su ayuda.
Siempre se metían en problemas, uno más no sería nada nuevo, y al
moreno le gustaba unirse a las locuras de ella. Sumire susurró uno
de sus salmos haciendo que el viento se alzara vertiginosamente,
acompañado con una molesta arena que se colaba por todos lados,
obligando a los presentes a cubrir sus caras; los mercaderes corrían
de un lado a otro para cubrir los puestos con telas; los ciudadanos
huían buscando refugio por el súbito vendaval y los guardias que
sostenían a la cría no serían menos. La pequeña, una vez libre de
la opresión de sus captores, se escabulló por un lateral pero fue
interceptada por el Cazador que la arrastró a una callejuela
lateral, seguido por la Elementalista que seguía recitando su mantra
para ganar más tiempo.
- No hagas tonterías y te quedarás
con las dos manos. - le susurró el moreno a la niña.
La escuálida figura se limitó a
asentir, observándolos a ambos, antes de emprender el paso por la
estrecha escalera que bajaba por las desgastadas calles de terracota.
Los silbidos de la guardia no tardaron en quedarse atrás y el
vendaval se esfumó tan pronto como había aparecido. Habían
recorrido el laberíntico barrio durante lo que pareció una
eternidad, antes de que el ajetreo global volviera a la calma.
- Niña, la próxima vez que no te
pillen. - dijo Sumire, mientras Bertnard examinaba alrededor. - Y te
recomiendo que antes de robar, observes el puesto con más
detenimiento.
- No estaba robando, iba a... - la
pequeña suspiró sabiendo que esa escusa no valía para nada. - ¿Por
qué me habéis ayudado?
- Estamos buscando al Oráculo, seguro
que puedes ayudarnos a encontrarlo sin tener que aguantar tanto
mercader insistente. ¿Tenemos trato o te devolvemos a esos perros? -
dijo el Cazador.
- Tenemos trato, tenemos trato. - se
apuró la cría. - Seguidme.
Violeta, tras guiñarle un ojo a su
compañero, se limitó a sonreír por la reacción de su pequeña
cómplice.
Atravesaron las calles en dirección a
la zona central de la ciudad hasta que llegaron a un espacio abierto,
una especie de plaza en donde destacaba una majestuosa fuente
decorada por dos mujeres con dos cántaros, de los cuales salía el
agua. Varías mujeres limpiaban algunas ropas en ella, entre risas y
la mirada atenta de los guardias que estaban apostados en la entrada
lacrada en dorado de lo que parecía el palacio.
- A estas horas el Oráculo debe estar
a punto de salir al mercado. - comentó la pequeña - Mirad, ¡ese
es!
Justo en ese instante un encorvado
anciano, vestido por una túnica blanca y una cesta de mimbre, salía
por la puerta del castillo y se dirigía hacía ellos con paso
decidido. La niña, realizado su trabajo de agradecimiento, miró a
ambos que le asintieron a la par y ésta salió corriendo calle
abajo.
- ¿Y ahora? - dijo Violeta, mirando al
Cazador.
- Ahora, joven Sumire, ¿sería tan
amable de enseñarme las bragas? - sonó la temblorosa voz del
anciano. - A claro, pero no veo, ¡si soy ciego!
Ambos compañeros se miraron y
desviaron a la par la vista al viejo que reía a carcajadas delante
de ellos. Tardó un par de minutos en retomar la compostura y volver
a formular la pregunta.
- ¿Me las enseñará?
- No. - parpadeó la Elementalista
perpleja.
- Tenía que probar. ¿Me estaban
buscando, jóvenes? - sonrió lánguidamente, mientras se mesaba la
blanquecina y larga barba.
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