Volver a nacer por ti;
convertir la dicha de nuestro encuentro en cándida luz;
y la tristeza de nuestra segura ruptura en sofocante lluvia;
como florecilla añil que se abre en la tenue sombra.
El característico sonido de las notas del afinado piano acompañaba la femenina y dulce voz de la trovadora en uno de sus ensayos. Ambos, músico y barda, habían estado practicando esas canciones desde hacía horas y la pequeña Haala quedó rendida en un profundo sueño tras escuchar innumerables veces la terciopelada voz de su madre.
Volver a nacer entre tus brazos;
mis manos entre las tuyas sin que yo me suelte,
nuestras vidas unidas como una sola mente fueran,
volver a nacer por mí.
Esa misma noche la joven barda debería cantar, habían pasado ya varios meses desde su última actuación, y los nervios acompañaban la temblorosa voz de la joven. Era su momento, de nuevo, volvería a entonar esa canción que su esposo había compuesto hacía años y ella atesoraba con tanto cariño. Sólo esperaba que Nasher llegara a tiempo para su primera actuación tras tanto tiempo.
Volver a nacer entre tus brazos;
no apartes tus ojos de mí, no sueltes mis manos;
abarcándolo todo, la fortaleza de las esperanzas,
la fragilidad de los deseos;
volver a nacer en tus brazos.
La joven se acercó a la cuna de madera que había en el mismo escenario, cerca del piano. Siempre había pensado que el piano y el violín encandilaban a la pequeña embarcándola en un profundo sueño sin pesadillas, ni temores. Un cálido prado custodiado por sus padres donde la felicidad pudiera sentirse solo con abrazar el aire. Por qué no, todos los niños son felices con tener a alguien a quien amar.
Volver a nacer por ti;
convertir la dicha de nuestro encuentro en cándida luz;
y la tristeza de nuestra segura ruptura en sofocante lluvia;
como florecilla añil que se abre en la tenue sombra.
Volver a nacer entre tus brazos;
mis manos entre las tuyas sin que yo me suelte,
nuestras vidas unidas como una sola mente fueran,
volver a nacer por mí.
La sonrisa de sus rosados labios se ensanchó sin perder el tempo del pianista y continuó entonando tan dulce melodía. Acarició la delicada y tostada piel de su pequeña y se dirigió de nuevo a un público invisible. Estaba convencida, ese sería uno de los momentos que recordaría toda su vida.
Volver a nacer entre tus brazos;
no apartes tus ojos de mí, no sueltes mis manos;
abarcándolo todo, la fortaleza de las esperanzas,
la fragilidad de los deseos;
volver a nacer en tus brazos.
En algún lugar de esa pequeña cárcel de cemento humana, los ocres ojos de un varón dirigían la vista hacia la oscura fachada de ese teatro. Quizás fuese imaginación suya, pues dudaba que con esos oídos humanos pudiera sentir la esencia de esa voz que le encandilaba, como hacía con su pequeña. Inconscientemente en su cabeza resonaba la aterciopelada voz de su esposa.
Volver a nacer por ti;
porque el consuelo de mi soledad era no conocer la dicha contigo.
Porque la amargura de estar sola
era el miedo a saber que te perdería.
Por eso, volveré a nacer entre tus brazos.
Nasher dejó de observar el teatro y se encaminó a los barrios bajos de esa conocida ciudad. El anaranjado atardecer indicaba que le quedaban apenas unas horas para realizar ese cometido. El trovador, enfundado en ropas oscuras cubrió su rostro con la fila tela negra de la capucha, y se dirigió a las primeras sombras de oscuridad. Allí se desvaneció fundiéndose con las penumbras.
Volver a nacer por mí;
como fragmentos de una vieja concha al desprenderse,
se deslizan por mis mejillas lágrimas recién nacidas;
como un abrazo hace que las ligeras alas de mi espalda de abran;
volver a nacer sólo por ti;
volver a nacer entre tus brazos.
La voz de Ayara seguía resonando en su cabeza armonizando sus instintos y, aunque estuviera seguro de que era su imaginación, desvió la vista una última vez al teatro donde se ella se encontraba. Sacudió su espina dorsal como si de un felino se tratase para intentar centrarse en su cometido y se agachó en ese desgastado tejado. Las tejas corroídas por los días de invierno amenazaban con hacerle caer si no prestaba suficiente atención.
Deja que olvide tu voz y tus caricias;
romper así las cadenas que atrapaban mi corazón y pies;
volver a nacer en tus brazos.
Debajo de esos desgastados tejados, las callejuelas oscuras empezaban a iluminarse por las farolas que un viejo encargado encendía. Su extenso palo con el aceite candente frotaba contra el aceite de las farolas y acaban prendiéndose al instante, haciendo que un juego de sombras danzaran sobre las callejuelas. Sin duda esa tarea sería más fácil con magia.
Volver a nacer por ti;
como ascuas que nunca deberían apagarse ni perderse
una vez encendidas;
mis pensamientos no deberían esfumarse ni romperse al nacer;
en esta cuna que tú custodias;
empezar de cero.
Los ocres ojos felinos observaban la serpiente de iluminadas farolas que recorrían la calle. Un par de guardias se encontraban a varias manzanas de su posición y, necios de ellos, nunca alzaban la vista para observar los tejados, más cuando caía la noche. Saltó por los tejados hasta situarse cerca de los dos guardias, en esa posición podía ver la bifurcación de caminos que tenia delante: al sur, los barrios bajos; al norte, el distrito gubernamental; al este, el mercado; y al oeste, el distrito residencial.
Volver a nacer por mí;
volver a nacer entre tus brazos.
Nasher apoyó la espalda en una pared cercana, dejando que los últimos versos de esa conocido melodía abarcaran cada rincón de su mente y esbozó una sonrisa irónica. Tocaba trabajar.
Se deslizó ágilmente por los tejados dirigiéndose hacia el oeste de la bifurcación. El distrito residencial. Sin mucho esfuerzo dejaría atrás a ese dúo de guardias, los cuales estaban hablando de mujeres. Las mujeres hacían perder la cabeza a cualquier hombre, eso él sabía lo bien. Cayó sin sonido alguno de uno de los salientes de una casa baja y se encaminó por los adoquines ensombrecidos hacia una fachada antigua con una puerta corroída por el tiempo. Estaba seguro que chirriaría al abrirla.
Se acercó en el marco de la puerta y observó a ambos lados, un carruaje se situaba a menos de dos manzanas, sería ruido suficiente. Con un simple “clic” de la ganzúa abrió la puerta y el chirrido de la puerta quedó ahogado por el sonido de los cascos de los caballos. Se deslizó como una leve brisa por la maciza puerta y la cerró tras él.
Parpadeó varias veces hasta que sus felinos ojos se adecuaron a la oscuridad. El pasillo que tenía delante era alto, las paredes estrechas y sus vigas se distinguían en el techo como si se irguiese ante él una pequeña capilla sextina, olvidada con el paso de los años. Los ventanales de diversos colores, algunos rotos y otros llenos de polvo, dejaban entre ver algunos rayos de luz nocturna. Con sus ocres ojos observó un pequeño altar en medio de la sala, un olor metálico y reciente le llegó a su olfato. Cuando sus pies se deslizaron con cuidado al altar observó como las rojizas manchas caían por el lateral del inmaculado mármol, cayendo sobre el empolvado suelo. Llevó su izquierda enguantada en negros guantes de tejón a la mancha y tras impregnar sus dedos los acercó a su nariz distinguiendo por fin ese olor. Sangre.
Su diestra se colocó en la empuñadura de su reluciente estoque cuando oyó el murmullo de las voces que provenían de la parte alta. Hasta ahora no se había percatado que tras la horrenda cortina que pendía del techo había una escalera que subía a un segundo piso. Era estrecha y en forma de caracol. Apartó la mano de su afilado estoque y subió los escalones afinando su oído, todo lo que esa forma humana se lo permitía. El murmullo de voces se apagó en cuanto su primer pie inició la subida.
Información, sólo precisaba información, ese era su cometido en ese momento. Había ido a ese lugar con la idea inicial de encontrar lo que ese burócrata deseaba. Para eso le habían contratado. No pretendía abrir una escaramuza de sangre en la ciudad donde tenía a su familia, al menos no por ahora. El burócrata que lo había contratado le había dicho que ese lugar no era más que la casa de un familiar. Un familiar extraño, sin duda. Pues estaba seguro que el altar de la parte baja era de sacrificios; no obstante, ese no era su problema. La información que precisaba era la que le encaminara a hallar esa joya familiar que tanto deseaba ese adinerado humano, Ser Gabriel Stanford.
Ser Gabriel había indicado que la joya era de unas características inigualables, soberbia y exquisita. Según él era comprensible que cualquier ser humano la deseara. Lo que no había mencionado ese burócrata arrogante era que la exquisita joya era una niña de tirabuzones oscuros y ojos verdosos. La cual ahora, desde el lugar donde Nasher se encontraba, podía observarla maniatada y con las claras ropas tintadas de rojo escarlata. Eh ahí el motivo de ese nauseabundo olor a sangre.
Volvió a colocar la mano en la empuñadura del estoque y reprimió un suspiro. Pensó que esa “joya” no sería robada sin luchar. Los ocres ojos de Nasher observaron el pecho de la infante, éste se levantaba y bajaba, mostrando que aun vivía. Subió otro de los pocos escalones que lo separaban del primer piso y tanteó las penumbras de la sala. A diferencia de la niña ensangrentada, el resto de la sala se encontraba a oscuras. El único foco de luz era ese candil al lado de la joven.
La oscuridad de la sala le indicaba que estaban siendo observados pero no hubo movimiento alguno en esa oscuridad. Los ojos que los observaban, se limitaban a eso, observar. El trovador, tras divagar unos instantes, acabó recorriendo los pocos escalones que le separaban de la joven y sin dejar de observar la penumbra la tomó en brazos.
Pensó que eso sería mejor que una simple información, seguramente ese adinerado burócrata le pagaría algo más. Por el contrario, siempre podía volver a dejarla donde la había encontrado a la suerte que Tymora le hubiera predeterminado. Tras echar un último vistazo a las penumbras de esa sala del primer piso bajó los escalones de caracol y salió por la puerta sin ningún contratiempo. Era extraño, estaba seguro que en cualquier ocasión hubiera tenido que cruzar aceros con el agresor, siendo estos casi siempre ineptos que no sabían blandir un estoque con elegancia.
Aunque en esa ocasión era extraño, se había sentido amenazado por esa oscuridad haciendo que su instinto de supervivencia se rigiera en las leves danzas de las sombras, cada movimiento, cada cambio de aire. Hubiera sido más fácil en su forma natural pero había decidido no luchar en vano. Observó una última vez la fachada entornando los ojos y lo le dio más importancia y se encaminó a las oscuras calles de la ciudad. Cuando creyó haberse retirado de cualquier peligro, dejó a la infante en el suelo, se desabrochó la oscura capa y tapó el débil cuerpo de la chica. Sus ropas ensangrentadas no le ayudarían si se encontraba a la milicia del lugar y las preguntas no le interesaban. Retomó el peso muerto de la niña entre sus brazos.
Había caminado durante largo tiempo, hacia el lado contrario de esa pequeña capilla, e hizo resonar fuertemente sus nudillos sobre una puerta de roble macizo cuando llegó a su destino. Su destino era una pequeña mansión, algo apartada del distrito residencial, aun así llamaba la atención de cualquier lugareño. La primera vez que pisó esas calles recordaba que había estado observando esa residencia con poco entusiasmo, había imaginado que sería la casa de algún adinerado arrogante y mezquino humano. Bueno, ahora, tras el paso de los años, había comprobado que la mitad de sus suposiciones eran ciertas. Lo único que salvaba a Ser Gabriel era que no era despiadado ni mezquino; sino más bien, un bonachón de los que muchos se aprovechaban.
El trovador observó el rostro de la pequeña y apartó de su pálido pómulo un escarlata mancha. Nunca hubiera imaginado que ser mezquino y malévolo arrancaría la vida de esa infante de unos diez años de edad. Recordaba a esa cría, andaba alegre y con sus rosados pómulos destacados por una viva sonrisa. Siempre agarrada de la mano de su regordete padre. Orgullosa, cariñosa, mimada, todo lo que una niña de su edad podía ser. Arrojó toda idea de esa pequeña a un rincón de su cabeza y se otorgó a sí mismo el valor de continuar con su frívolo cometido.
Pronto una bolsa de oro estaría en sus manos y se encaminaría hacia el teatro donde su esposa e hija le esperaban impacientes por su regreso. Podría deleitarse con la dulce voz de Ayara y no meramente imaginarla en su mente. Tras su función la besaría y abrazaría agradeciéndole tan preciada melodía. Beberían, reirían y serían felicitados por haber traído al mundo tan preciada criatura, Haala. Haala, su pequeña, debía protegerla de aquello que era capaz de secuestrar a un infante y apagar su vitalidad.
La puerta acabó abriéndose a las penumbras de la noche y de ella salió una luz demasiado intensa. El trovador entre cerró los ojos hasta que estos se acostumbraron a esa intensidad y entró por la puerta. Ser Gabriel se encontraba con rostro congestionado y nervioso ante la visión que el trovador le otorgaba. Seguramente se preocuparía de su hija al ver esas ropas inmaculadas plagadas de escarlata. Se dirigió a lo que era la sala de estar y extendió a la joven en el sofá apartando su negra capa de su delicado cuerpo. En el último momento, creyó que eso había sido descuidado. Ser Gabriel enloquecería sin siquiera verificar si seguía viva o muerta.
- Isabelle. - la ronca voz del burócrata se había quebrado. - Isabelle, Isabelle…
El llanto amenazaba con emanar de sus ojos mientras el burócrata se arrodillaba ante la infante y le tomaba la mano ansiando que esta, como por amor a dios, retomara sus rosadas mejillas y quizás sonriera diciendo que lo ocurrido era solamente una broma. No era así, la joven estaba anémica, pálida como la mismísima muerte. Nasher suspiró y apartó al patético burócrata.
- Ser Gabriel, si tiene tiempo de llorar debería tratar las heridas de su hija o acabará muerta. - Pero mi hija, mi querida hija… Kelemvor quiere llevársela - y las lágrimas acabaron cayendo de tan distinguido burócrata.
El trovador dedujo que llegaría tarde a la actuación de su amada, llegaría lleno de sangre y eso disgustaría a Ayara. Esperaba que su narración al menos ayudara a suavizar sus regaños por ponerse de nuevo en peligro por dinero. Imaginó que la idea de que fuera una niña la haría entrar en razón. Bueno, se ahorraría que en un principio pensó que era una joya de inigualable valor. Ya pensaría en ella, ahora tenía que parar una hemorragia. Robó un pañuelo que tenía el burócrata en uno de sus bolsillos e hizo que éste soltara la mano de su hija para que tomara el pañuelo y presionara sobre la sangrante herida.
- Si fuera mi hija no tendría tiempo de llorar, por tanto deje de ser patético y haga lo posible por salvarla, sino perderá a su estimada joya y mi trabajo habrá sido en vano. - Tiene razón, tiene razón. - el burócrata intentaba auto convencerse de lo ocurrido y con temblorosas manos presionaba la herida - ¿Quién le ha hecho esto a Isabelle?
Quién, eso le gustaría saber a él. Quién. Sólo con pensar que podría haber sido Haala le hervía la sangra, bulléndola, y haciendo que su cólera quisiera salir para devastar esa ciudad en busca de ese mal nacido. Por suerte, no era ella quien estaba muriendo. Sacó una pequeña daga de su funda y con destreza cortó el tejido de tela que cubría la herida de la pequeña.
- No puedo decírselo, Ser Gabriel. Cuando llegué ella ya estaba sola y desangrándose. No obstante, encontraré la respuesta.
No es que le importara la infante que tenía bajo sus enguantadas manos, desangrándose, más bien sentía curiosidad por saber quién sería el causante de tal atrocidad. Pensar un segundo que esa niña podía ser Ayara o su pequeña hacía que quisiera encontrarlo y obligarle a pagar por sus actos. Estaba seguro que en esa pequeña capilla, tan tétrica y sombría, hallaría más respuestas. Sólo debía volver y buscar más detenidamente pero no sería esa noche, esa noche debía salvar la vida de esa joven dama y volver con su familia.
Apartó el último trozo ensangrentado de tela y murmuró unas oraciones. En momentos como estos, agradecía a Ayara que le enseñara sus dones de curación. Se desenguantó la mano y tiró el guante hacia el suelo, mientras el tenue haz de luz blanquecino salió de su tosca mano y se depositaba en la profunda herida de la dama. No se recuperaría del todo pero dejaría de sangrar y Ser Gabriel se tranquilizaría. La herida fue cerrando poco a poco, con una leve superficie seca creada por la propia sangre que emanaba de ella. El burócrata sollozaba en silencio. Era tan patético, aunque no le culpaba.
El haz de luz desapareció a los pocos minutos.
- Deje que repose, la herida se abrirá si se mueve demasiado. Llévela al sacerdote que se encuentra en la capilla de Tyr, él acabará con el peligro de su hija y con su dolor.
Nasher buscó con su mirada el guante de tejón y volvió enfundarlo en su mano. El burócrata aun perplejo le observaba como si hubiera salvado su vida que había estado amenazada a sucumbir al suicidio si perdía también a su estimada hija. Su esposa había caído en manos de Kelemvor hacía ya diez años, cuando el parto se complicó y dejó su último suspiro para traer al mundo a esa pequeña dama.
- Deje de mirarme así, ya hice mi trabajo. ¿Le importaría pagarme?. No trabajo gratis, ¿sabe?.
convertir la dicha de nuestro encuentro en cándida luz;
y la tristeza de nuestra segura ruptura en sofocante lluvia;
como florecilla añil que se abre en la tenue sombra.
El característico sonido de las notas del afinado piano acompañaba la femenina y dulce voz de la trovadora en uno de sus ensayos. Ambos, músico y barda, habían estado practicando esas canciones desde hacía horas y la pequeña Haala quedó rendida en un profundo sueño tras escuchar innumerables veces la terciopelada voz de su madre.
Volver a nacer entre tus brazos;
mis manos entre las tuyas sin que yo me suelte,
nuestras vidas unidas como una sola mente fueran,
volver a nacer por mí.
Esa misma noche la joven barda debería cantar, habían pasado ya varios meses desde su última actuación, y los nervios acompañaban la temblorosa voz de la joven. Era su momento, de nuevo, volvería a entonar esa canción que su esposo había compuesto hacía años y ella atesoraba con tanto cariño. Sólo esperaba que Nasher llegara a tiempo para su primera actuación tras tanto tiempo.
Volver a nacer entre tus brazos;
no apartes tus ojos de mí, no sueltes mis manos;
abarcándolo todo, la fortaleza de las esperanzas,
la fragilidad de los deseos;
volver a nacer en tus brazos.
La joven se acercó a la cuna de madera que había en el mismo escenario, cerca del piano. Siempre había pensado que el piano y el violín encandilaban a la pequeña embarcándola en un profundo sueño sin pesadillas, ni temores. Un cálido prado custodiado por sus padres donde la felicidad pudiera sentirse solo con abrazar el aire. Por qué no, todos los niños son felices con tener a alguien a quien amar.
Volver a nacer por ti;
convertir la dicha de nuestro encuentro en cándida luz;
y la tristeza de nuestra segura ruptura en sofocante lluvia;
como florecilla añil que se abre en la tenue sombra.
Volver a nacer entre tus brazos;
mis manos entre las tuyas sin que yo me suelte,
nuestras vidas unidas como una sola mente fueran,
volver a nacer por mí.
La sonrisa de sus rosados labios se ensanchó sin perder el tempo del pianista y continuó entonando tan dulce melodía. Acarició la delicada y tostada piel de su pequeña y se dirigió de nuevo a un público invisible. Estaba convencida, ese sería uno de los momentos que recordaría toda su vida.
Volver a nacer entre tus brazos;
no apartes tus ojos de mí, no sueltes mis manos;
abarcándolo todo, la fortaleza de las esperanzas,
la fragilidad de los deseos;
volver a nacer en tus brazos.
En algún lugar de esa pequeña cárcel de cemento humana, los ocres ojos de un varón dirigían la vista hacia la oscura fachada de ese teatro. Quizás fuese imaginación suya, pues dudaba que con esos oídos humanos pudiera sentir la esencia de esa voz que le encandilaba, como hacía con su pequeña. Inconscientemente en su cabeza resonaba la aterciopelada voz de su esposa.
Volver a nacer por ti;
porque el consuelo de mi soledad era no conocer la dicha contigo.
Porque la amargura de estar sola
era el miedo a saber que te perdería.
Por eso, volveré a nacer entre tus brazos.
Nasher dejó de observar el teatro y se encaminó a los barrios bajos de esa conocida ciudad. El anaranjado atardecer indicaba que le quedaban apenas unas horas para realizar ese cometido. El trovador, enfundado en ropas oscuras cubrió su rostro con la fila tela negra de la capucha, y se dirigió a las primeras sombras de oscuridad. Allí se desvaneció fundiéndose con las penumbras.
Volver a nacer por mí;
como fragmentos de una vieja concha al desprenderse,
se deslizan por mis mejillas lágrimas recién nacidas;
como un abrazo hace que las ligeras alas de mi espalda de abran;
volver a nacer sólo por ti;
volver a nacer entre tus brazos.
La voz de Ayara seguía resonando en su cabeza armonizando sus instintos y, aunque estuviera seguro de que era su imaginación, desvió la vista una última vez al teatro donde se ella se encontraba. Sacudió su espina dorsal como si de un felino se tratase para intentar centrarse en su cometido y se agachó en ese desgastado tejado. Las tejas corroídas por los días de invierno amenazaban con hacerle caer si no prestaba suficiente atención.
Deja que olvide tu voz y tus caricias;
romper así las cadenas que atrapaban mi corazón y pies;
volver a nacer en tus brazos.
Debajo de esos desgastados tejados, las callejuelas oscuras empezaban a iluminarse por las farolas que un viejo encargado encendía. Su extenso palo con el aceite candente frotaba contra el aceite de las farolas y acaban prendiéndose al instante, haciendo que un juego de sombras danzaran sobre las callejuelas. Sin duda esa tarea sería más fácil con magia.
Volver a nacer por ti;
como ascuas que nunca deberían apagarse ni perderse
una vez encendidas;
mis pensamientos no deberían esfumarse ni romperse al nacer;
en esta cuna que tú custodias;
empezar de cero.
Los ocres ojos felinos observaban la serpiente de iluminadas farolas que recorrían la calle. Un par de guardias se encontraban a varias manzanas de su posición y, necios de ellos, nunca alzaban la vista para observar los tejados, más cuando caía la noche. Saltó por los tejados hasta situarse cerca de los dos guardias, en esa posición podía ver la bifurcación de caminos que tenia delante: al sur, los barrios bajos; al norte, el distrito gubernamental; al este, el mercado; y al oeste, el distrito residencial.
Volver a nacer por mí;
volver a nacer entre tus brazos.
Nasher apoyó la espalda en una pared cercana, dejando que los últimos versos de esa conocido melodía abarcaran cada rincón de su mente y esbozó una sonrisa irónica. Tocaba trabajar.
Se deslizó ágilmente por los tejados dirigiéndose hacia el oeste de la bifurcación. El distrito residencial. Sin mucho esfuerzo dejaría atrás a ese dúo de guardias, los cuales estaban hablando de mujeres. Las mujeres hacían perder la cabeza a cualquier hombre, eso él sabía lo bien. Cayó sin sonido alguno de uno de los salientes de una casa baja y se encaminó por los adoquines ensombrecidos hacia una fachada antigua con una puerta corroída por el tiempo. Estaba seguro que chirriaría al abrirla.
Se acercó en el marco de la puerta y observó a ambos lados, un carruaje se situaba a menos de dos manzanas, sería ruido suficiente. Con un simple “clic” de la ganzúa abrió la puerta y el chirrido de la puerta quedó ahogado por el sonido de los cascos de los caballos. Se deslizó como una leve brisa por la maciza puerta y la cerró tras él.
Parpadeó varias veces hasta que sus felinos ojos se adecuaron a la oscuridad. El pasillo que tenía delante era alto, las paredes estrechas y sus vigas se distinguían en el techo como si se irguiese ante él una pequeña capilla sextina, olvidada con el paso de los años. Los ventanales de diversos colores, algunos rotos y otros llenos de polvo, dejaban entre ver algunos rayos de luz nocturna. Con sus ocres ojos observó un pequeño altar en medio de la sala, un olor metálico y reciente le llegó a su olfato. Cuando sus pies se deslizaron con cuidado al altar observó como las rojizas manchas caían por el lateral del inmaculado mármol, cayendo sobre el empolvado suelo. Llevó su izquierda enguantada en negros guantes de tejón a la mancha y tras impregnar sus dedos los acercó a su nariz distinguiendo por fin ese olor. Sangre.
Su diestra se colocó en la empuñadura de su reluciente estoque cuando oyó el murmullo de las voces que provenían de la parte alta. Hasta ahora no se había percatado que tras la horrenda cortina que pendía del techo había una escalera que subía a un segundo piso. Era estrecha y en forma de caracol. Apartó la mano de su afilado estoque y subió los escalones afinando su oído, todo lo que esa forma humana se lo permitía. El murmullo de voces se apagó en cuanto su primer pie inició la subida.
Información, sólo precisaba información, ese era su cometido en ese momento. Había ido a ese lugar con la idea inicial de encontrar lo que ese burócrata deseaba. Para eso le habían contratado. No pretendía abrir una escaramuza de sangre en la ciudad donde tenía a su familia, al menos no por ahora. El burócrata que lo había contratado le había dicho que ese lugar no era más que la casa de un familiar. Un familiar extraño, sin duda. Pues estaba seguro que el altar de la parte baja era de sacrificios; no obstante, ese no era su problema. La información que precisaba era la que le encaminara a hallar esa joya familiar que tanto deseaba ese adinerado humano, Ser Gabriel Stanford.
Ser Gabriel había indicado que la joya era de unas características inigualables, soberbia y exquisita. Según él era comprensible que cualquier ser humano la deseara. Lo que no había mencionado ese burócrata arrogante era que la exquisita joya era una niña de tirabuzones oscuros y ojos verdosos. La cual ahora, desde el lugar donde Nasher se encontraba, podía observarla maniatada y con las claras ropas tintadas de rojo escarlata. Eh ahí el motivo de ese nauseabundo olor a sangre.
Volvió a colocar la mano en la empuñadura del estoque y reprimió un suspiro. Pensó que esa “joya” no sería robada sin luchar. Los ocres ojos de Nasher observaron el pecho de la infante, éste se levantaba y bajaba, mostrando que aun vivía. Subió otro de los pocos escalones que lo separaban del primer piso y tanteó las penumbras de la sala. A diferencia de la niña ensangrentada, el resto de la sala se encontraba a oscuras. El único foco de luz era ese candil al lado de la joven.
La oscuridad de la sala le indicaba que estaban siendo observados pero no hubo movimiento alguno en esa oscuridad. Los ojos que los observaban, se limitaban a eso, observar. El trovador, tras divagar unos instantes, acabó recorriendo los pocos escalones que le separaban de la joven y sin dejar de observar la penumbra la tomó en brazos.
Pensó que eso sería mejor que una simple información, seguramente ese adinerado burócrata le pagaría algo más. Por el contrario, siempre podía volver a dejarla donde la había encontrado a la suerte que Tymora le hubiera predeterminado. Tras echar un último vistazo a las penumbras de esa sala del primer piso bajó los escalones de caracol y salió por la puerta sin ningún contratiempo. Era extraño, estaba seguro que en cualquier ocasión hubiera tenido que cruzar aceros con el agresor, siendo estos casi siempre ineptos que no sabían blandir un estoque con elegancia.
Aunque en esa ocasión era extraño, se había sentido amenazado por esa oscuridad haciendo que su instinto de supervivencia se rigiera en las leves danzas de las sombras, cada movimiento, cada cambio de aire. Hubiera sido más fácil en su forma natural pero había decidido no luchar en vano. Observó una última vez la fachada entornando los ojos y lo le dio más importancia y se encaminó a las oscuras calles de la ciudad. Cuando creyó haberse retirado de cualquier peligro, dejó a la infante en el suelo, se desabrochó la oscura capa y tapó el débil cuerpo de la chica. Sus ropas ensangrentadas no le ayudarían si se encontraba a la milicia del lugar y las preguntas no le interesaban. Retomó el peso muerto de la niña entre sus brazos.
Había caminado durante largo tiempo, hacia el lado contrario de esa pequeña capilla, e hizo resonar fuertemente sus nudillos sobre una puerta de roble macizo cuando llegó a su destino. Su destino era una pequeña mansión, algo apartada del distrito residencial, aun así llamaba la atención de cualquier lugareño. La primera vez que pisó esas calles recordaba que había estado observando esa residencia con poco entusiasmo, había imaginado que sería la casa de algún adinerado arrogante y mezquino humano. Bueno, ahora, tras el paso de los años, había comprobado que la mitad de sus suposiciones eran ciertas. Lo único que salvaba a Ser Gabriel era que no era despiadado ni mezquino; sino más bien, un bonachón de los que muchos se aprovechaban.
El trovador observó el rostro de la pequeña y apartó de su pálido pómulo un escarlata mancha. Nunca hubiera imaginado que ser mezquino y malévolo arrancaría la vida de esa infante de unos diez años de edad. Recordaba a esa cría, andaba alegre y con sus rosados pómulos destacados por una viva sonrisa. Siempre agarrada de la mano de su regordete padre. Orgullosa, cariñosa, mimada, todo lo que una niña de su edad podía ser. Arrojó toda idea de esa pequeña a un rincón de su cabeza y se otorgó a sí mismo el valor de continuar con su frívolo cometido.
Pronto una bolsa de oro estaría en sus manos y se encaminaría hacia el teatro donde su esposa e hija le esperaban impacientes por su regreso. Podría deleitarse con la dulce voz de Ayara y no meramente imaginarla en su mente. Tras su función la besaría y abrazaría agradeciéndole tan preciada melodía. Beberían, reirían y serían felicitados por haber traído al mundo tan preciada criatura, Haala. Haala, su pequeña, debía protegerla de aquello que era capaz de secuestrar a un infante y apagar su vitalidad.
La puerta acabó abriéndose a las penumbras de la noche y de ella salió una luz demasiado intensa. El trovador entre cerró los ojos hasta que estos se acostumbraron a esa intensidad y entró por la puerta. Ser Gabriel se encontraba con rostro congestionado y nervioso ante la visión que el trovador le otorgaba. Seguramente se preocuparía de su hija al ver esas ropas inmaculadas plagadas de escarlata. Se dirigió a lo que era la sala de estar y extendió a la joven en el sofá apartando su negra capa de su delicado cuerpo. En el último momento, creyó que eso había sido descuidado. Ser Gabriel enloquecería sin siquiera verificar si seguía viva o muerta.
- Isabelle. - la ronca voz del burócrata se había quebrado. - Isabelle, Isabelle…
El llanto amenazaba con emanar de sus ojos mientras el burócrata se arrodillaba ante la infante y le tomaba la mano ansiando que esta, como por amor a dios, retomara sus rosadas mejillas y quizás sonriera diciendo que lo ocurrido era solamente una broma. No era así, la joven estaba anémica, pálida como la mismísima muerte. Nasher suspiró y apartó al patético burócrata.
- Ser Gabriel, si tiene tiempo de llorar debería tratar las heridas de su hija o acabará muerta. - Pero mi hija, mi querida hija… Kelemvor quiere llevársela - y las lágrimas acabaron cayendo de tan distinguido burócrata.
El trovador dedujo que llegaría tarde a la actuación de su amada, llegaría lleno de sangre y eso disgustaría a Ayara. Esperaba que su narración al menos ayudara a suavizar sus regaños por ponerse de nuevo en peligro por dinero. Imaginó que la idea de que fuera una niña la haría entrar en razón. Bueno, se ahorraría que en un principio pensó que era una joya de inigualable valor. Ya pensaría en ella, ahora tenía que parar una hemorragia. Robó un pañuelo que tenía el burócrata en uno de sus bolsillos e hizo que éste soltara la mano de su hija para que tomara el pañuelo y presionara sobre la sangrante herida.
- Si fuera mi hija no tendría tiempo de llorar, por tanto deje de ser patético y haga lo posible por salvarla, sino perderá a su estimada joya y mi trabajo habrá sido en vano. - Tiene razón, tiene razón. - el burócrata intentaba auto convencerse de lo ocurrido y con temblorosas manos presionaba la herida - ¿Quién le ha hecho esto a Isabelle?
Quién, eso le gustaría saber a él. Quién. Sólo con pensar que podría haber sido Haala le hervía la sangra, bulléndola, y haciendo que su cólera quisiera salir para devastar esa ciudad en busca de ese mal nacido. Por suerte, no era ella quien estaba muriendo. Sacó una pequeña daga de su funda y con destreza cortó el tejido de tela que cubría la herida de la pequeña.
- No puedo decírselo, Ser Gabriel. Cuando llegué ella ya estaba sola y desangrándose. No obstante, encontraré la respuesta.
No es que le importara la infante que tenía bajo sus enguantadas manos, desangrándose, más bien sentía curiosidad por saber quién sería el causante de tal atrocidad. Pensar un segundo que esa niña podía ser Ayara o su pequeña hacía que quisiera encontrarlo y obligarle a pagar por sus actos. Estaba seguro que en esa pequeña capilla, tan tétrica y sombría, hallaría más respuestas. Sólo debía volver y buscar más detenidamente pero no sería esa noche, esa noche debía salvar la vida de esa joven dama y volver con su familia.
Apartó el último trozo ensangrentado de tela y murmuró unas oraciones. En momentos como estos, agradecía a Ayara que le enseñara sus dones de curación. Se desenguantó la mano y tiró el guante hacia el suelo, mientras el tenue haz de luz blanquecino salió de su tosca mano y se depositaba en la profunda herida de la dama. No se recuperaría del todo pero dejaría de sangrar y Ser Gabriel se tranquilizaría. La herida fue cerrando poco a poco, con una leve superficie seca creada por la propia sangre que emanaba de ella. El burócrata sollozaba en silencio. Era tan patético, aunque no le culpaba.
El haz de luz desapareció a los pocos minutos.
- Deje que repose, la herida se abrirá si se mueve demasiado. Llévela al sacerdote que se encuentra en la capilla de Tyr, él acabará con el peligro de su hija y con su dolor.
Nasher buscó con su mirada el guante de tejón y volvió enfundarlo en su mano. El burócrata aun perplejo le observaba como si hubiera salvado su vida que había estado amenazada a sucumbir al suicidio si perdía también a su estimada hija. Su esposa había caído en manos de Kelemvor hacía ya diez años, cuando el parto se complicó y dejó su último suspiro para traer al mundo a esa pequeña dama.
- Deje de mirarme así, ya hice mi trabajo. ¿Le importaría pagarme?. No trabajo gratis, ¿sabe?.
- Sí, sí, sí. - El burócrata dio un respingo y salió de la habitación a grandes zancadas, hacia alguna parte. No sin antes depositar un cálido beso en la frente de su preciada Isabelle.
El trovador estaba seguro que ese distinguido burócrata aun estaba en shock. Mientras esperaba, retomó su negra capa y aun ensangrentada se la colocó sobre sus hombros y la abrochó. En la sala contigua se oía el ruido aparatoso de Ser Gabriel, estaba nervioso con una respiración agitada que indicaba que seguía buscando algo. Al cabo de un tiempo que al trovador le pareció eterno, volvió a aparecer por la puerta que había usado para salir. Sus rosadas mejillas, acostumbradas a la cerveza y a las risas, se encontraban tan pálidas que parecía haber visto un fantasma.
Algo iba mal, una sombra se apresuró a aparecer tras Ser Gabriel y, empuñando un estoque, dirigía al rechoncho burócrata hacia donde su hija estaba tendida. Nasher dirigió su diestra hacia la empuñadura de su arma, la ancha capa ocultó su movimiento y sus ocres ojos no se desviaron de esa sombra. Las luces que habían iluminado la sala hasta hacía un momento, habían menguado con el solo paso de esa misteriosa figura. Los pasos del nuevo encapuchado eran casi más sigilosos que los del mismísimo trovador, parecían deslizarse en vez de caminar sobre la alfombra que había bajo sus pies.
Un ligero halo frío seco envolvió la habitación y Ser Gabriel tintineó los dientes, quizás por miedo o quizás por ese frío repentino. Los ocres ojos del trovador observaron esa danzante figura que se dirigía hacia Isabelle, cuyo padre casi echa a correr para refugiarse en una esquina lejos de ese encapuchado y pálido ser. Los rojizos ojos de la figura centellearon al ver al trovador. Éste había sido considerado poco importante en un primer momento hasta que por supervivencia algo hizo de bailaran.
Los metales chocaron en un intento de agresión hacia el contrincante. El encapuchado ser giró a la derecha en un movimiento impredecible para la mente humana pero Nasher no era humano. Detuvo otro golpe, potente y ágil. Fueron varios los golpes que iban apagándose con el sonido seco del golpe de filos, el choque de los metales tintineaba amenazante sobre ese vaho de hielo que había traído el encapuchado. Los rojizos ojos del encapuchado se cruzaron varias veces con los del trovador. Algo le resultaba familiar, algo que presentía haber percibido hacía años, algo decidido a mantener en el recuerdo, ese algo eran los vampiros.
Vampiros, criaturas no-muertas, sedientas de sangre. El trovador rió, rió con tantas ganas que retumbó su carcajada irónica por esa sala amueblada con tan mal gusto. Un desafío así era digno de mención en las futuras historias épicas. Ya podía imaginarlo. “…y gallardo varón con un ágil movimiento se deslizó tras el ser y le atestó un fuerte golpe…” Giró sobre sus talones y se situó en la parte trasera del no-muerto empujándole con una patada alta. Usó su talón para que la propulsión fuese con más ahínco sobre la parte baja de la columna y así desequilibrarlo durante unos segundos. Si hubiese sido humano habría salido por el ventanal que tenía enfrente pero él tampoco era humano. Con un giro el vampiro volvió a desaparecer entre las trémulas sombras.
Los felinos ojos del trovador danzaron entre las sombras sosteniendo el estoque y una posición de guardia. Blandió su estoque hacia la derecha al tiempo que un leve susurro surcaba el seco frío y paró otro golpe, esa batalla duraría eternamente. Uno de los dos debería rendirse: el vampiro quedarse sin alimento tras ser descubierto; o el trovador dejar que el vampiro se alimentase.
Los labios del vampiro sisearon en un idioma desconocido. Ser Gabriel embistió contra el trovador y con un mediocre movimiento intentó arrebatarle el arma. Molesto, Nasher, empujó a su acreedor hasta lanzarlo contra la chimenea cercana y dejarlo aturdido. Empezaba a molestarse, la sangre le bullía, le mermaba la corriente de civilización que tenía, los huesos le ardían en un instinto de sucumbir a su naturaleza. Un frenesí que ansiaba que saliera para desgarrar y morder a esa nueva presa, el vampiro.
Un grito salió del pecho del trovador, exultante. Su cuerpo tembló unos minutos dentro de las penumbras de la sala, el sonido de los huesos desencajándose y agrandándose hicieron que el rojizo brillo del asaltante dejara de divagar sobre su presa humana. Toda su atención se había centrado en el trovador desde que el primer chasquido había roto ese tentador silencio y su hambre quedó apagada al ver a la criatura. Nasher se encontraba encorvado, su boca espumeaba por el dolor de la trasformación y su cuerpo se sacudió por última ver antes de observar con sus verdaderos ojos al vampiro.
Bajo ese halo de oscuridad había un rostro joven. La ancha capucha ocultaba un hermoso rostro aterciopelado y bañado de sangre seca, el festín había sido interrumpido hacia ya varias horas. Los ojos del ser se entrecerraron y su pálida mano aferró con más fuerza el estoque, mientras que con la otra sacó un estoque idéntico al primero. Una irónica sonrisa se acentuó en el rostro fantasmal y de sus labios volvió a pronunciarse un siseo.
Nasher salió disparado contra la pared e hizo que la pared se cayera echa añicos sobre su cuerpo magullado. Los músculos que tanto potencial y fuerza tenían habían salido disparados como si de una pluma se tratase. Esos músculos que habían conseguido vencer a tantos enemigos y que siempre habían conseguido salir impunes de cualquier combate. Se reincorporó sacudiendo la cabeza y observando la pila de escombros que tenía a sus laterales. Ese ser se había basado en su potencial con la corriente mágica de los arcanos, la Urdimbre. Gruñó guturalmente y se abalanzó contra el no-muerto pero... éste desapareció.
Una oleada de aire se coló por la apagada chimenea, donde el burócrata seguía inconsciente. La helada brisa hizo que las puntiagudas orejas del felino se pusieran alerta: un murmullo de voces en un idioma que no consiguió descifrar, el toque de unos pies subiendo por los adoquines negrizcos de la chimenea por culpa de innumerables fuegos encendidos, una respiración entrecortada y el débil gemido de la infante. Los ocres ojos del animal se desviaron al sofá, ahora vacío, pero ella no era su problema.
El pálido intruso había desaparecido de su vista. Simplemente había vuelto a por su presa y desapareció tan pronto la había recuperado. La niña volvería a estar en esa capilla envejecida y descuidada en el primer piso con un empolvado suelo lleno de su escarlata sangre. Su pulcro cuerpo se quedaría sin vida esa misma noche o. quizás al alba, volvería con su angelical sonrisa y sin recordar nada. Aunque el trovador supiese donde hallarla no iría en su busca, ese no era su problema. Volvería a casa con sus dos preciosas mujeres y evitar atraer a esos muertos hacia su familia.
Los dolorosos chasquidos de los huesos de Nasher volvieron a sonar en el silencioso aire, el vaho helado había desaparecido con ese ser y Ser Gabriel no tardaría en recuperarse de ese golpe. Reprimió el grito de dolor que solía soltar cundo sus huesos se empequeñecían hasta volver a estar presos en esa cárcel humana. Su respiración saturada y ahogada no tardó en retomar un ritmo normal, demasiadas lunas llenas, demasiadas trasformaciones. El dolor ya formaba parte del frenesí de su condición. Recogió su estoque, que había caído al suelo momentos antes de perder su condición humana, y lo envainó en su funda de cuero.
El trovador se acercó tambaleándose hacia Ser Gabriel y, tras comprobar que su acreedor seguía respirando, introdujo su mano en uno de los y sacó su remuneración por ese endemoniado trabajo. Antes de volver a reincorporarse depositó varias monedas del contenido de la bolsita en la mano del inconsciente burócrata.
- Por los desperfectos. - Palmeó el hombro del burócrata y se dirigió a la puerta sin más dilación.
La función de Ayara estaría apunto de concluir, al menos al último acto debía asistir. Al alba, tras haber descansado, volvería a ver a Ser Gabriel. Los pasos del bardo, silenciosos sobre los adoquines, se apagaron cuando subió a una pila de cajas y, tras ello, al tejado de una casa baja. Desde ese lugar se podía observar la zona más descuidada de la zona residencial; los bajos fondos y más allá, su destino, el teatro. Anduvo por los tejados con el suficiente cuidado para no caerse de ellos y desentumecer esos huesos que estaban engarrotados de su última trasformación.
Saltó hasta llegar a las sombras del callejón contiguo al teatro y salió de las sombras. Observó sus rasgadas ropas y se abrochó la capa para ocultar las manchas de sangre que había ocasionado portar a la pequeña en brazos. Extendió la diestra hasta el pomo de la puerta y la voz de su esposa retumbó en sus tímpanos arrancándole una cálida sonrisa. Acto seguido entró.
Ayara se veía radiante, tan radiante como la primera vez que la vio en une escenario y quedó impregnado por su existencia. Pronto desvió la vista, apremiado por encontrar a su otro tesoro, Haala. La pequeña estaba resguardada entre los blanquecinos brazos de Mara, una joven de cabellos ondulados y rojizos. La sonrisa infantil de la pequeña embobó a su padre hasta que atravesó la sala y la cogió entre sus brazos sin previo aviso. Mara, tras alterarse durante unos instantes, sonrió al comprobar quien era el furtivo ladrón de la pequeña. El trovador depositó un cálido beso en el pequeño pómulo de su hija, extrajo la silla continua a la de la pelirroja y se dejó caer en ella.
- Se te ve alg…
La pelirroja se interrumpió al recordar que Nasher no había estado presente durante toda la función. Examinó con sus verdosos ojos al esposo de su prima y frunció el ceño unos instantes formando unas pequeñas arruguitas en el entrecejo. El trovador no acostumbraba a perderse las funciones de su esposa, era tan adicto a ellas como lo era al dinero. Se podía decir que las prioridades de ese hombre eran: su esposa, su hija y el dinero; aunque estaba segura que el dinero en muchas ocasiones iba antes que su propia familia.
Los aplausos sacaron de sus pensamientos a la joven pelirroja y se unió al vitoreo dirigido a su prima. La rubia barda descendió del escenario para encontrarse con su familia, abarcando a ambos en un cariñoso abrazo. En ese instante, él lo supo. No podría decirle lo ocurrido, no podía mostrar sus ropas ensangrentadas por una pequeña criatura como Isabelle. No podía poner en peligro a las únicas personas que habían alcanzado a entender a ese extraño ser encarcelado en una diminuta cárcel de carne.
El trovador estaba seguro que ese distinguido burócrata aun estaba en shock. Mientras esperaba, retomó su negra capa y aun ensangrentada se la colocó sobre sus hombros y la abrochó. En la sala contigua se oía el ruido aparatoso de Ser Gabriel, estaba nervioso con una respiración agitada que indicaba que seguía buscando algo. Al cabo de un tiempo que al trovador le pareció eterno, volvió a aparecer por la puerta que había usado para salir. Sus rosadas mejillas, acostumbradas a la cerveza y a las risas, se encontraban tan pálidas que parecía haber visto un fantasma.
Algo iba mal, una sombra se apresuró a aparecer tras Ser Gabriel y, empuñando un estoque, dirigía al rechoncho burócrata hacia donde su hija estaba tendida. Nasher dirigió su diestra hacia la empuñadura de su arma, la ancha capa ocultó su movimiento y sus ocres ojos no se desviaron de esa sombra. Las luces que habían iluminado la sala hasta hacía un momento, habían menguado con el solo paso de esa misteriosa figura. Los pasos del nuevo encapuchado eran casi más sigilosos que los del mismísimo trovador, parecían deslizarse en vez de caminar sobre la alfombra que había bajo sus pies.
Un ligero halo frío seco envolvió la habitación y Ser Gabriel tintineó los dientes, quizás por miedo o quizás por ese frío repentino. Los ocres ojos del trovador observaron esa danzante figura que se dirigía hacia Isabelle, cuyo padre casi echa a correr para refugiarse en una esquina lejos de ese encapuchado y pálido ser. Los rojizos ojos de la figura centellearon al ver al trovador. Éste había sido considerado poco importante en un primer momento hasta que por supervivencia algo hizo de bailaran.
Los metales chocaron en un intento de agresión hacia el contrincante. El encapuchado ser giró a la derecha en un movimiento impredecible para la mente humana pero Nasher no era humano. Detuvo otro golpe, potente y ágil. Fueron varios los golpes que iban apagándose con el sonido seco del golpe de filos, el choque de los metales tintineaba amenazante sobre ese vaho de hielo que había traído el encapuchado. Los rojizos ojos del encapuchado se cruzaron varias veces con los del trovador. Algo le resultaba familiar, algo que presentía haber percibido hacía años, algo decidido a mantener en el recuerdo, ese algo eran los vampiros.
Vampiros, criaturas no-muertas, sedientas de sangre. El trovador rió, rió con tantas ganas que retumbó su carcajada irónica por esa sala amueblada con tan mal gusto. Un desafío así era digno de mención en las futuras historias épicas. Ya podía imaginarlo. “…y gallardo varón con un ágil movimiento se deslizó tras el ser y le atestó un fuerte golpe…” Giró sobre sus talones y se situó en la parte trasera del no-muerto empujándole con una patada alta. Usó su talón para que la propulsión fuese con más ahínco sobre la parte baja de la columna y así desequilibrarlo durante unos segundos. Si hubiese sido humano habría salido por el ventanal que tenía enfrente pero él tampoco era humano. Con un giro el vampiro volvió a desaparecer entre las trémulas sombras.
Los felinos ojos del trovador danzaron entre las sombras sosteniendo el estoque y una posición de guardia. Blandió su estoque hacia la derecha al tiempo que un leve susurro surcaba el seco frío y paró otro golpe, esa batalla duraría eternamente. Uno de los dos debería rendirse: el vampiro quedarse sin alimento tras ser descubierto; o el trovador dejar que el vampiro se alimentase.
Los labios del vampiro sisearon en un idioma desconocido. Ser Gabriel embistió contra el trovador y con un mediocre movimiento intentó arrebatarle el arma. Molesto, Nasher, empujó a su acreedor hasta lanzarlo contra la chimenea cercana y dejarlo aturdido. Empezaba a molestarse, la sangre le bullía, le mermaba la corriente de civilización que tenía, los huesos le ardían en un instinto de sucumbir a su naturaleza. Un frenesí que ansiaba que saliera para desgarrar y morder a esa nueva presa, el vampiro.
Un grito salió del pecho del trovador, exultante. Su cuerpo tembló unos minutos dentro de las penumbras de la sala, el sonido de los huesos desencajándose y agrandándose hicieron que el rojizo brillo del asaltante dejara de divagar sobre su presa humana. Toda su atención se había centrado en el trovador desde que el primer chasquido había roto ese tentador silencio y su hambre quedó apagada al ver a la criatura. Nasher se encontraba encorvado, su boca espumeaba por el dolor de la trasformación y su cuerpo se sacudió por última ver antes de observar con sus verdaderos ojos al vampiro.
Bajo ese halo de oscuridad había un rostro joven. La ancha capucha ocultaba un hermoso rostro aterciopelado y bañado de sangre seca, el festín había sido interrumpido hacia ya varias horas. Los ojos del ser se entrecerraron y su pálida mano aferró con más fuerza el estoque, mientras que con la otra sacó un estoque idéntico al primero. Una irónica sonrisa se acentuó en el rostro fantasmal y de sus labios volvió a pronunciarse un siseo.
Nasher salió disparado contra la pared e hizo que la pared se cayera echa añicos sobre su cuerpo magullado. Los músculos que tanto potencial y fuerza tenían habían salido disparados como si de una pluma se tratase. Esos músculos que habían conseguido vencer a tantos enemigos y que siempre habían conseguido salir impunes de cualquier combate. Se reincorporó sacudiendo la cabeza y observando la pila de escombros que tenía a sus laterales. Ese ser se había basado en su potencial con la corriente mágica de los arcanos, la Urdimbre. Gruñó guturalmente y se abalanzó contra el no-muerto pero... éste desapareció.
Una oleada de aire se coló por la apagada chimenea, donde el burócrata seguía inconsciente. La helada brisa hizo que las puntiagudas orejas del felino se pusieran alerta: un murmullo de voces en un idioma que no consiguió descifrar, el toque de unos pies subiendo por los adoquines negrizcos de la chimenea por culpa de innumerables fuegos encendidos, una respiración entrecortada y el débil gemido de la infante. Los ocres ojos del animal se desviaron al sofá, ahora vacío, pero ella no era su problema.
El pálido intruso había desaparecido de su vista. Simplemente había vuelto a por su presa y desapareció tan pronto la había recuperado. La niña volvería a estar en esa capilla envejecida y descuidada en el primer piso con un empolvado suelo lleno de su escarlata sangre. Su pulcro cuerpo se quedaría sin vida esa misma noche o. quizás al alba, volvería con su angelical sonrisa y sin recordar nada. Aunque el trovador supiese donde hallarla no iría en su busca, ese no era su problema. Volvería a casa con sus dos preciosas mujeres y evitar atraer a esos muertos hacia su familia.
Los dolorosos chasquidos de los huesos de Nasher volvieron a sonar en el silencioso aire, el vaho helado había desaparecido con ese ser y Ser Gabriel no tardaría en recuperarse de ese golpe. Reprimió el grito de dolor que solía soltar cundo sus huesos se empequeñecían hasta volver a estar presos en esa cárcel humana. Su respiración saturada y ahogada no tardó en retomar un ritmo normal, demasiadas lunas llenas, demasiadas trasformaciones. El dolor ya formaba parte del frenesí de su condición. Recogió su estoque, que había caído al suelo momentos antes de perder su condición humana, y lo envainó en su funda de cuero.
El trovador se acercó tambaleándose hacia Ser Gabriel y, tras comprobar que su acreedor seguía respirando, introdujo su mano en uno de los y sacó su remuneración por ese endemoniado trabajo. Antes de volver a reincorporarse depositó varias monedas del contenido de la bolsita en la mano del inconsciente burócrata.
- Por los desperfectos. - Palmeó el hombro del burócrata y se dirigió a la puerta sin más dilación.
La función de Ayara estaría apunto de concluir, al menos al último acto debía asistir. Al alba, tras haber descansado, volvería a ver a Ser Gabriel. Los pasos del bardo, silenciosos sobre los adoquines, se apagaron cuando subió a una pila de cajas y, tras ello, al tejado de una casa baja. Desde ese lugar se podía observar la zona más descuidada de la zona residencial; los bajos fondos y más allá, su destino, el teatro. Anduvo por los tejados con el suficiente cuidado para no caerse de ellos y desentumecer esos huesos que estaban engarrotados de su última trasformación.
Saltó hasta llegar a las sombras del callejón contiguo al teatro y salió de las sombras. Observó sus rasgadas ropas y se abrochó la capa para ocultar las manchas de sangre que había ocasionado portar a la pequeña en brazos. Extendió la diestra hasta el pomo de la puerta y la voz de su esposa retumbó en sus tímpanos arrancándole una cálida sonrisa. Acto seguido entró.
Ayara se veía radiante, tan radiante como la primera vez que la vio en une escenario y quedó impregnado por su existencia. Pronto desvió la vista, apremiado por encontrar a su otro tesoro, Haala. La pequeña estaba resguardada entre los blanquecinos brazos de Mara, una joven de cabellos ondulados y rojizos. La sonrisa infantil de la pequeña embobó a su padre hasta que atravesó la sala y la cogió entre sus brazos sin previo aviso. Mara, tras alterarse durante unos instantes, sonrió al comprobar quien era el furtivo ladrón de la pequeña. El trovador depositó un cálido beso en el pequeño pómulo de su hija, extrajo la silla continua a la de la pelirroja y se dejó caer en ella.
- Se te ve alg…
La pelirroja se interrumpió al recordar que Nasher no había estado presente durante toda la función. Examinó con sus verdosos ojos al esposo de su prima y frunció el ceño unos instantes formando unas pequeñas arruguitas en el entrecejo. El trovador no acostumbraba a perderse las funciones de su esposa, era tan adicto a ellas como lo era al dinero. Se podía decir que las prioridades de ese hombre eran: su esposa, su hija y el dinero; aunque estaba segura que el dinero en muchas ocasiones iba antes que su propia familia.
Los aplausos sacaron de sus pensamientos a la joven pelirroja y se unió al vitoreo dirigido a su prima. La rubia barda descendió del escenario para encontrarse con su familia, abarcando a ambos en un cariñoso abrazo. En ese instante, él lo supo. No podría decirle lo ocurrido, no podía mostrar sus ropas ensangrentadas por una pequeña criatura como Isabelle. No podía poner en peligro a las únicas personas que habían alcanzado a entender a ese extraño ser encarcelado en una diminuta cárcel de carne.
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