Los haces del anaranjado atardecer iluminaban el lugar y la brisa hacía que los árboles se movieran sonoros. Unas sombras danzaban sobre el crepitar del fuego e iluminaban los rostros distraídos que escuchaban la historia de uno de tantos bardos. Algunos presentes se habían sentado sobre los troncos de unos árboles cercanos, otros se habían tumbado en la humedecida hierba. Las botas de vino pasaban entre las manos de los adultos y las cantimploras entre los pequeños.
El aspecto del trovador demostraba que su vida había sido agraciada. Sus cabellos oscuros, dejaban entre ver algunos mechones canosos, y caían sobre sus morenos hombros. Normalmente, los sujetaba en una improvisada coleta para que éstos no le estorbaran en sus quehaceres diarios. Las pupilas eran de un color ocre que demostraban ser experimentados y salvajes, por algún motivo recordaban al iris de los felinos. Se podía decir que la fama de los trovadores por su carismática actuación y pose precedía a ese varón, pues desde que se unió a ellos había acaparado la atención de adultos y niños, en respectivo orden.
Los tostados brazos del varón se elevaron intentando abarcar el manto de estrellas que comentan a cubrirlos. Unas miradas se perdían en ese estrellado cielo, otras seguían los movimientos del trovador, y, tantas otras, se cerraban y abrían de golpe intentando no sucumbir al sueño.
Una de las mujeres se había levantado hacía unos minutos para darle la vuelta al jabalí que pendía sobre una hoguera cercana. En la cacería el animal había gritado frenético intentando liberarse del peso que tenía sobre él. Un peso muerto que le oprimía contra el suelo impidiendo de esa forma poder zafarse de la muerte: un cazador experimentado en innumerables batallas se situaba sobre él, éste había dado fin a los chillidos del puerco con un tajo en su garganta. La sangre que a borbotones salía de sus fauces acabaron acallando los irritantes chillidos en un ahogo de impulsos banales. Su muerte valdría para alimentar al grupo que estaba reunido en la hoguera.
Más allá de esa mujer y esa abrasada carne de estupendo olor; más allá de la hoguera y del trovador con su historia; más allá de los primeros grupos de árboles y del murmullo de aquel arroyo se extendía una magnífica cordillera de montañas cuyo pie constaba de innumerables grutas que bifurcaban en laberintos. Se decía que en ellos moraban las hordas orcas, los trasgos y, según algunas historias, un ser tan vil como el mismísimo Cyric; según otras, que era la morada de un poderoso dragón, el cual hacia sucumbir a todo caballero que osase robar o darle una insignificante batalla.
Aun así, ese era el destino del grupo. No es que desearan batallar con hordas, dragones, ni mucho menos perderse en el laberinto hasta perecer de hambre. Hacía años que los enanos habían conseguido encontrar un camino entre el laberinto, éste había sido reflejado en varios pergaminos por gnomos. La arquitectura de los senderos oscuros de la montaña habían sido reforzados por pilares de encorvada madera, algunas cavernas recordaban a las catedrales antiguas y a su estructurada bóveda, y fueron iluminados por candelabros de aceite y antorchas. Este avance había dado la posibilidad de acortar las jornadas de viaje a los valles del norte sin tener que pasar por los peligros de las escarpadas montañas.
Gracias a ello, el comercio había sido más próspero y menos eran las pérdidas gracias a los maeses; no obstante, las patrullas eran varias pues el peligro de las grutas era mayor en esos días. Las hordas, hartas de ser cautivas en lo profundo de las cavernas habían iniciado una guerra de territorio. Conocedores de las grutas y los laberintos, las emboscadas habían ocasionado la muerte de muchos aliados de las razas. Hartos de tales pérdidas enanos, elfos, incluso gnomos con sus extravagantes artilugios se habían unido a la labor de los humanos: proteger las rutas de comercio y a los caminantes.
El relato había concluido hacía apenas varias horas, la sosegada y profunda voz del hombre concluyó con aplausos improvisados del grupo que lo observaba. Siempre había agradecido esa perspectiva de esa nueva vida, los aplausos, el vitoreo, los agradecimientos. Los alegres rostros de los niños y sus batallas con espadas de madera tras haber escuchado una épica batalla entre caballeros heroicos. Estaba seguro que eso era lo que más apreciaba pero todo ese afán de entretener a los ciudadanos fue fomentado por una mujer.
Ahora, Nasher, había pasado las primeras hileras de los árboles dejando atrás al grupo de viajeros al que se había unido. Los raspares de sus negras ropas se escuchaban con el leve murmullo de la corriente del arroyo. El aire de la noche era fresco, limpio. Se depositaba como una caricia en la tierra ardiente, aliviando el calor después de todo un día caluroso, y entraba en sus pulmones como una promesa de libertad.
Libertad.
Una palabra tan vasta, un concepto tan gigantesco que parece inabarcable para alguien como él, atrapado en esa débil prisión de carne. Sus sentidos atrofiados por la cárcel de cemento en la que se ve obligado a existir no llegan a percibir todos los matices que trae la brisa de la noche. Sus oídos no distinguen sonidos por encima del obvio murmullo del arroyo cercano. Sus pies no pueden percibir la textura de la hierba reseca, encerrados en calzado humano. Y sus otros sentidos, los más importantes, los que nos conectan con el mundo que nos rodea, sólo alcanzan a percibir la forma primaria de las cosas, sin llegar hasta su alma.
Empezó a correr. Se alejó de la hilera de árboles que le acercaban al pequeño campamento y se internó en las montañas. Sus pies, aún siendo débiles en esa forma, le llevaron rápido hacia la ladera escarpada de las montañas, allá donde el profundo bosque. Incluso ahí había señales de humanidad: hileras de hogueras se extendían en el valle, poblaciones enteras agrupadas en pequeños campamentos, torres que se clavan como estacas en la tierra. Todavía percibía el resplandor anaranjado de las farolas de la pequeña ciudad. Los humanos osaban incluso rivalizar con el brillo de las estrellas.
¿Quiénes se creen que son? Han olvidado lo que es sentir el latir de la tierra bajo las manos al tocar una roca cubierta de musgo. Han olvidado cómo reconocer el cambio de la estaciones por el olor del aire. Han olvidado la dignidad que deben deparar a las bestias salvajes. Han perdido la capacidad de ver en el Mundo de los Espíritus incluso cuando las puertas están abiertas, al alba y durante el crepúsculo. Incluso han olvidado alzar la vista al cielo.
Ellos no.
Un gruñido salió de su pecho, imparable a pesar de la forma en la que estaba atrapado. La “Enfermedad” ante los crímenes del hombre hacía que su sangre empezara a pulsar, calentándose, bullendo. Sus pies volaban sobre la tierra, esquivando troncos y roncas. Aún así, se sentía torpe, ridículo. No por mucho tiempo. Durante 21 días había logrado reprimirse, vivir entre los humanos a pesar de que, con toda opción, podría haber vuelto a ser libre. Pero hoy no podría controlarse, ninguno de sus hermanos podría. El ansia los despertaba, los volvía irascibles… peligrosos. Porque ellos todavía miraban al cielo.
Y esa noche, la luna llena resplandecía.
Sonrió mientras corría montaña arriba por la trocha iluminada por la luz de la luna y supo que su mueca daría pavor a cualquier humano. Todavía eran capaces de intuir que no eran como ellos, a pesar de que imitaban sus ropas y su comportamiento. A eso les había obligado siglos de persecución y de destrucción de sus lugares sagrados. A vivir como corderos entre quienes los habían matado, despellejado, quemado y torturado, empujándolos a las guerras.
El rugido retumba otra vez en si pecho, más grave, y sitió los primeros signos del cambio. Su temperatura se eleva, sus huesos ardían y la “Enfermedad” empezó a arrastrar la parte civilizada de su cerebro, como el torrente del deshielo se lleva la suciedad del lecho de los ríos. Siguió corriendo porque es lo único que aliviaba el frenesí, la necesidad de morder y de desgarrar, de pagar con las criaturas toda la lista de agravios que sus ocres ojos habían visto.
Gritó al saltar la hondonada del río. Era una caída profunda y tenía que salvar más de tres metros de ancho. Ningún humano podría hacerlo. Pero la criatura que cubría el vacío, acariciada por la luz de luna, no era humana. Nunca lo había sido.
Su cuerpo se desperezó con elegancia en el aire, desplegándose hasta alcanzar su auténtica forma. Cuando aterrizó al otro lado con un sonido sordo ni siquiera se detuvo para recuperar el equilibrio. Los poderosos músculos de sus patas traseras le impulsaron hacia delante con una fuerza que ninguna máquina puede imitar. Levantó tierra mientras corría por el bosque en silencio, cuesta arriba, sin que ni una sola fibra de su cuerpo registre el esfuerzo. Esquivó las ramas bajas de los árboles y las raíces presintiendo dónde estarían antes de llegar hasta ellas. Cuando respiró profundamente, su olfato le dijo cuánto falta para el invierno, por dónde había pasado el último jabalí, cuánta humedad había en la tierra que pisó para que los árboles pudiesen beber. Giró la cabeza a ambos lados mientras galopaba y todo era distinto, como si, por fin, después de vivir en la oscuridad, pudiese ver.
Cada hoja tenía una nitidez afilada, cada luz y cada sombra se descomponían en cientos de matices que podía apreciar. Cada criatura viva, árbol, planta o animal, vibraba con su propia longitud de onda, con el reflejo de su espíritu. Podía decir qué viejo abeto estaba enfermo, cuánta sed tenía la tierra tras meses sin lluvia. Podía decir si el bosque estaba en paz o empapado de tristeza. Podía sentir la huella que había dejado los grandes árboles que vivieron allí hace siglos.
Pero esa noche el bosque vibraba. Sabía que algo extraordinario ocurriría y parecía recuperar parte de su energía perdida, como si todos los seres vivos se escondieran en sus madrigueras y aguantaran la respiración, a la espera de oír la primera señal.
Pensó en que ojala pudiera verle en ese instante su amada, Ayara. Entendería por qué siente ese escalofrío de aprensión cuando se pierde en un bosque por la noche. O por qué parece que la naturaleza la vigilase, salvaguardándola, cuando se atrevía a internarse en algunas fuentes en lo profundo de las montañas, o en cuevas que ningún pie humano ha pisado jamás en busca de él. Estaba seguro que si lo veía en ese momento, mientras corría hacia la cima que permitía divisar todo el valle iluminado por la luna, rodeado por los altos centinelas de las montañas, entendería por qué cambió de acera cuando se cruzó con él la primera vez en la ciudad.
Porque, en el fondo de su corazón, sabía que era diferente. Y, aunque su mente adormilada por la estúpida lógica de esos tiempos no le permitían asimilar que ellos existían, todavía conservaba el miedo inculcado a las generaciones de humanos que la habían precedido. Porque sabía que, si la despojaban de su capa de civilización y la dejaban sola en el bosque, volvería a ser una mujer tiritando de frío que se aterrorizaba con los sonidos de la noche junto a una triste hoguera.
Cuando llegó al pie de la cima, oyó el primer aullido. El macho alfa los llama. A su izquierda, entre los árboles, respondió uno de los lobos. A lo lejos, el eco del valle traía otro aullido. Del fondo del río subía otro lamento ultraterreno. El bosque resonaba con las voces de esa manada.
El felino se dirigió a un árbol y trepó en él. Sus ocres ojos observaba la manada, su cola colgaba armoniosa. Y bajo las ramas altas, en sus cuartos traseros se observaba un voluminoso lobo de pelaje blanco su propio pecho temblaba, exultante, cuando su rugido se unió al coro de los lobos, un eslabón más de la cadena. Todos conectados. Todos hambrientos. Todos rabiosos.
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