sábado, 24 de julio de 2010

Preludio. Parte II - Ella.





“Canto. Sé que lo hago porque mi boca está abierta y mi garganta se mueve con la melodía. También hay canciones a mí alrededor. Pocas. Se van trasformando en susurros inaudibles hasta quedar apagados.


Me siento cansada, no recuerdo el tiempo que me ha llevado a ese momento, ni cuanto tiempo llevo entonando esa sinfonía. El paso del tiempo parece detenerse en ese preciso momento, sin cambios ni modificaciones. Y mi voz no desentona el sonido de ese relajante instrumento de cuerda que ahora percibo.


Un escenario oculto por el contraste de luz que nos enfoca. Más allá, mera oscuridad. Y me pregunto, ¿qué hago aquí?


*****

… dolor. Un dolor atroz, lacerante, insoportable. Miles de diminutas agujas clavándose en toda mi carne. El aire es tan cargado que me obliga a toser varias veces, mis pulmones se asfixian y me obligan a tomar más bocanadas de ese tóxico humo.

Intento gritar pero mi voz ha quedado muerta. Un intento banal de supervivencia hace que quiera salir de ahí; aunque no consigo que mi cuerpo reaccione. Noto como voy asfixiándome lentamente en ese humo negro y alrededor los cuerpos que me acompañan se retuercen de dolor, gritan, piden ayuda, pero los tímpanos sólo emiten un pitido molesto.


Las rojizas llamas se ciernen sobre los vulnerables cuerpos, abatiéndonos entre el olor a carne quemada. Estoy segura que nuestras vidas pronto llegaran a su fin.


Debe ser mi turno, porque el dolor se clava en mis pies y lame mis piernas. El dolor es tan horrible que destruye mis nervios y, en un instante entre la vida y la muerte, dejo de sentirlo.


Mis pulmones se llenan de humo y los últimos vestigios de conciencia, de vida, empiezan a apagarse.”


La joven se incorporó en la cama de golpe, con un grito agudo, y llevándose la mano al vientre protectora. El rubio pelo le tapó los ojos cuando agachó la cabeza, jadeando. Al cabo de unos segundos, se inclinó hacia el candil y lo encendió con una mano que temblaba. Se miró los dedos como si esperara encontrarlos carbonizados en vez de con aquel suave color tostado.


- Maldición…


Pasó las piernas por el borde de la cama y se levantó, caminando sobre unas piernas que no parecían responder a sus órdenes, hacia la pila del lavabo. Parpadeó varias veces, desconcertada, y contempló su reflejo en el espejo, asustándose de sí misma. Los grandes ojos azul pálido estaban abiertos como platos, enrojecidos, con las pupilas dilatadas. Todavía corrían lágrimas por sus mejillas y, de no ser por el moreno que había cogido aquellas últimas semanas, parecería que hubiera visto un fantasma. Levantó las manos temblorosas para echarse hacia atrás la melena, se retorció el pelo en una coleta improvisada y se agachó para lavarse la cara y mojarse la nuca.


Cuando tanteó para coger la toalla, tiró varios de los innumerables frasquitos que poblaban la estantería del lavabo. Mara había vuelto a irse sin recoger, claro. Tampoco es que hubiera podido hacerlo, a juzgar por el estado en el que había salido de la habitación eufórica por tener que actuar en el teatro. Ayara también tendría que haber asistido a esa función pero su voluminosa y aparatosa barriga había decidido que debía descansar.

Suspiró y colgó la toalla en su sitio. Necesitaba aire. Normalmente, las noches del noveno mes eran más frescas pero últimamente parecía que hubiera metido la ciudad entera en un invernadero tropical. Notaba la holgada camiseta de tirantes que llevaba pegada al cuerpo por el sudor. Salió del lavabo de nuevo hacia la habitación que compartía con Mara en la taberna.


Volvió a sentarse en su cama, indecisa sobre si intentar volver a dormir o distraerse. Debía ser algo más de media noche. El concierto debía estar en pleno apogeo y el pensamiento le hizo levantar la vista y distraerse con las sombras de la habitación


La joven desvió la vista de las sombras y se dejó caer en la cama. Al momento, algo duro se clavó en su espalda. Hizo una mueca y metió la mano bajo su cuerpo para sacar un ancho libro, el que había estado leyendo antes de caer dormida. El libro trataba de cuentos populares, hazañas heroicas narradas por bardos de espectadores infantiles. El autor no había sido otro que su estimado padre. Su bello se le ponía de punta al recordar los relatos narrados tan impetuosamente por su mentor pero al mismo tiempo le hacían esbozar una cálida sonrisa. Rememorar la niñez siempre le había traído esos cuentos tan estimados que habían sido cambiados por viejas historias de amor, valor, guerras y sacrificios.


Esas historias eran el vínculo que la trasladaba a algún tiempo pasado. Como si la acercaran a alguien cercano. A alguien en concreto cuya historia estaba en esas historias. Y siempre le dejaba una sensación agridulce y lagrimas en los ojos. Esas historias le hacían acordarse de él. Nasher.


Tumbada de espaldas en la cama, intentando respirar algo de aire caliente que se filtraba por la ventana abierta, se apretó los ojos con la palma de la mano y volvió a llevar su mano derecha a su barriga maternal. El bebe daba patadas a su vientre quejicoso por el repentino nerviosismo de su madre pero la joven, como tantas otras veces, entonó una leve melodía para que la criatura se calmase.


Algo húmedo y tibio resbaló por sus mejillas y, sorprendida, se dio cuenta de que eran lágrimas. Contuvo un escalofrío y se dijo que era por haber pasado cuatro meses sin él. Se reincorporó de la cama, está vez con pesadumbre y se precipitó hacia la ventana abierta, aferrándose con una mano al marco de madera y otra a su voluminosa barriga. Tomó aire varias veces, intentando calmarse.


Ahora que estaba calmada sonrió por una vaga suposición. Estaba segura que Nasher la molestaría por su voluminosa barriga diciéndole que parecía un tonel. Esa mención hizo que sonriera recordando a su esposo, era como si lo estuviera viendo ahora mismo. Las típicas ropas de viaje: negras impolutas, sus botas altas y su llamativa capa color rojizo, por la cual habían reído en innumerables ocasiones. Estaba segura que el hombre acabó a acostumbrándose a esa capa solo por ver sonreír a su esposa y soportar sus gracias.


Parpadeó, interrumpiendo sus pensamientos inconexos mientras enfocaba la calle. La ventana de la habitación de la taberna daba a una calle principal de la ciudad, las luces solían permanecer encendidas para que los transeúntes anduviesen tranquilos en días menos fríos. Las parejas solían acabar reuniéndose en unos bancos cercanos, junto a la plaza y las reuniones de algunos ciudadanos avanzaban como murmullos hasta la habitación.

Sus ojos se dieron cuenta entonces de lo que estaba mal: no solo la plaza, sino toda la calle que lo rodeaba estaba a oscuras. Sólo las luces que provenían de las otras habitaciones ocupadas de la taberna y de los edificios vecinos rompían la penumbra. Había algo… algo que ponía los pelos de punta en aquella oscuridad, como si fuera más que la simple ausencia de luz, más profunda más densa, como la tinta negra que ocultara algo que s movía bajo la superficie.


Instintivamente con el corazón latiéndole en las sienes, cerró la ventana, corrió las cortinas con un gesto brusco y cerró la ventana, corrió las cortinas con un gesto brusco. Había… algo… algo que no quería que se acercara a ella y su bebé.


Abrió y cerró las manos, plantada ante la ventana cerrada, mientras luchaba contra el impulso de salir corriendo de allí, precipitarse en al primera habitación ocupada por algún otro huésped que encontrara y pedir auxilio bajo las mantas. Al final, sucumbió a esa necesidad.


Con la sensación de que alguien le estaba pasando un dedo frío por la columna vertebral, abrió de un tirón la puerta de la habitación y se precipitó a la pequeña salita a oscuras que tendría que cruzar para alcanzar el pasillo de la planta. En cuanto puso un pie en la salita se quedó paralizada, con la sensación de que todos los nervios de su cuerpo se habían roto.

Había alguien ahí. En la salita a oscuras. La penumbra tenía la misma calidad densa que la de la calle exterior, como si estuviera viva, Y algo la estaba mirando desde el sofá del extremo más oscuro. En aquel momento entendió por qué muchas víctimas de asesinato no conseguían dar la alarma antes de que su agresor las atrapara. El miedo paralizaba sus gargantas igual que lo hacía con la suya. Sólo pudo gemir débilmente.


- No pretendía asustarte. - la sosegada y profunda voz masculina consiguió que el nerviosismo de la joven se pausara.


Ayara se apresuró hacia el hombre oyendo de fondo el rozar de las ropas de él yendo en su búsqueda en la profunda oscuridad. El bardo acarició el voluminoso vientre de su amada antes de abrazarla y besarla. Ahora era su turno, apartó con delicadeza las tibias lágrimas que volvían a caer del inmaculado rostro de la joven y protegió a ambas, madre e hija no nacida, abarcándolas entre sus tostados brazos.


Nasher había vuelto con ellas.


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