viernes, 2 de diciembre de 2011

Aingeal, hija del bosque.

Capítulo I. Inicio de la senda: La búsqueda.


La noche era cerrada, tan cerrada que no se veía más allá de lo que alcanzaba un brazo extendido. Las nubes encapotaban el cielo y la lluvia se había iniciado hacia apenas pocos minutos augurando que la noche sería una dura prueba. A través de las frondosas copas de los árboles se podían ver los amenazantes rayos. En cierto modo, esa visión, recordaba a una batalla ancestral entre los mismísimos dioses.

Cuando la lluvia inició se había resguardado en uno de esos musgosos y centenarios troncos. La capa que la protegía se había empapado en apenas unos segundos y sus botas se habían hundido rápidamente en el barro que se formaba entre el enraizado suelo. Antes siquiera de darse cuenta su cabello estaba tan empapado que no llevar la capucha hubiera tenido la misma función, aun así se la dejaría puesta.

Los zigzagueantes rayos le daban una pequeña fracción de segundo para colarse entre los troncos e intentar seguir avanzando. Sin embargo, el resbaladizo suelo ralentizaba demasiado su marcha. En ocasiones, sus pies tropezaban con las raíces salientes, otras muchas resbalaban provocando que acabara en el suelo.

No recordaba cuantas veces había estado en el suelo, debido a las caídas, quizás nueve o doce veces. Su cuerpo estaba entumecido y sus huesos empezaban a resentirse por el frío. La tormenta seguía rugiendo, infundado que sus miedos empezaran a emerger. Estaba segura que estaba a la mitad del camino; no obstante, eso hacía mella en su valentía. Desde que era pequeña su miedo hacia las tormentas la había hecho resguardarse en los brazos de sus padres. Talos siempre le ocasionaba respecto, pues las lluvias podían arrasar un valle habitable y convertirlo en un enorme montón de barro.

Sin embargo, sus temores no eran infundados por el miedo a los truenos o los rayos, o incluso las propensas gotas enfurecidas que golpeteaban su rostro en esa fría oscuridad. El temor que recorría su cuerpo era el temor de defraudar la confianza que habían depositado sus padres en ella.




Había partido poco días antes al encuentro del árbol, en busca de aquel que había sido el maestro de sus padres, así como de sus antecesores. El camino debía ser recorrido en solitario, pues la primera prueba sería la supervivencia a ojos divinos. Sin duda, el camino que se debe recorrer siendo aun niño es duro. El bosque, al igual que los dioses y los guardianes, ponían a prueba la perseverancia de sus iniciados. Eso, bien, se lo habían dicho sus padres antes de partir a tan difícil encomienda.

Ahora, postrada como estaba en el suelo, a libre albedrío de los peligros del bosque, observaba la batalla de los dioses.

El tiempo pasaba lento, demasiado lento a ojos de la pequeña. Cuando su cuerpo se enfrió, a sabiendas que debía moverse para calentarse de nuevo, se reincorporó y retomó el camino. Sus pasos eran más cansados y las ropas empezaban a pesarle más de lo que hubiera imaginado. Pero no defraudaría la fe que sus padres habían depositado en ella, ni intentaría placar la furia de esa tormenta.

Volvió a caer en muchas ocasiones. A resbalarse por senderos que parecían pequeñas cascadas debido a la inclinación del terreno y a las propensa lluvia; sin embargo en cada ocasión, se alzó de nuevo. Cuando hubo caminado lo que pareció otra eternidad, se apoyó en un tronco, observando la pequeña luz que se deslumbraba delante de ella.

Por fin, había llegado a su destino.

A no más de unos metros podía observarse la silueta de un nudoso tronco, tan grande como podía serlo un árbol de centenares de años. En una pequeña explanada, en medio de aquel lejano bosque, se encontraba al hombre que había estado buscando. A medida que se acercaba podía distinguir un enorme dolmen, una pequeña cascada con un molinillo y discernir la estructura de esa extraña cabaña.




Una figura esperó impaciente en la entrada observando a la pequeña y su curiosidad por aquella cabaña oculta por los años. La niña que se presentaba ante él estaba tiritando, empapada, llena de magulladuras y fango. Sin embargo, pese a la tardía llegada, el rostro de la pequeña le recordaba la perseverancia que había mostrado él antaño.

- Yo soy Aingeal, hija de Tirynn e Ihsi, elfa salvaje de los bosques del norte. Enviada aquí por mis progenitores, pues como su maestro me han pedido que sea su discípula. Si así me acoge en la senda que ellos portan.

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