viernes, 30 de julio de 2010

Ritmo I.


Volver a nacer por ti;
convertir la dicha de nuestro encuentro en cándida luz;

y la tristeza de nuestra segura ruptura en sofocante lluvia;

como florecilla añil que se abre en la tenue sombra.


El característico sonido de las notas del afinado piano acompañaba la femenina y dulce voz de la trovadora en uno de sus ensayos. Ambos, músico y barda, habían estado practicando esas canciones desde hacía horas y la pequeña Haala quedó rendida en un profundo sueño tras escuchar innumerables veces la terciopelada voz de su madre.

Volver a nacer entre tus brazos;

mis manos entre las tuyas sin que yo me suelte,

nuestras vidas unidas como una sola mente fueran,
volver a nacer por mí.


Esa misma noche la joven barda debería cantar, habían pasado ya varios meses desde su última actuación, y los nervios acompañaban la temblorosa voz de la joven. Era su momento, de nuevo, volvería a entonar esa canción que su esposo había compuesto hacía años y ella atesoraba con tanto cariño. Sólo esperaba que Nasher llegara a tiempo para su primera actuación tras tanto tiempo.

Volver a nacer entre tus brazos;

no apartes tus ojos de mí, no sueltes mis manos;
abarcándolo todo, la fortaleza de las esperanzas,
la fragilidad
de los deseos;

volver a nacer en tus brazos.


La joven se acercó a la cuna de madera que había en el mismo escenario, cerca del piano. Siempre había pensado que el piano y el violín encandilaban a la pequeña embarcándola en un profundo sueño sin pesadillas, ni temores. Un cálido prado custodiado por sus padres donde la felicidad pudiera sentirse solo con abrazar el aire. Por qué no, todos los niños son felices con tener a alguien a quien amar.

Volver a nacer por ti;

convertir la dicha de nuestro encuentro en cándida luz;

y la tristeza de nuestra segura ruptura en sofocante lluvia;
como florecilla añil que se abre en la tenue sombra.

Volver a nacer entre tus brazos;

mis manos entre las tuyas sin que yo me suelte,
nuestras vidas unidas como una sola mente fueran,
volver a nacer por mí.


La sonrisa de sus rosados labios se ensanchó sin perder el tempo del pianista y continuó entonando tan dulce melodía. Acarició la delicada y tostada piel de su pequeña y se dirigió de nuevo a un público invisible. Estaba convencida, ese sería uno de los momentos que recordaría toda su vida.

Volver a nacer entre tus brazos;

no apartes tus ojos de mí, no sueltes mis manos;
abarcándolo todo, la fortaleza de las esperanzas,
la fragilidad
de los deseos;
volver a nacer en tus brazos.


En algún lugar de esa pequeña cárcel de cemento humana, los ocres ojos de un varón dirigían la vista hacia la oscura fachada de ese teatro. Quizás fuese imaginación suya, pues dudaba que con esos oídos humanos pudiera sentir la esencia de esa voz que le encandilaba, como hacía con su pequeña. Inconscientemente en su cabeza resonaba la aterciopelada voz de su esposa.

Volver a nacer por ti;
porque el consuelo de mi soledad era no conocer la dicha contigo.
Porque la amargura de estar sola
era el miedo a saber que te perdería.


Por eso, volveré a nacer entre tus brazos.


Nasher dejó de observar el teatro y se encaminó a los barrios bajos de esa conocida ciudad. El anaranjado atardecer indicaba que le quedaban apenas unas horas para realizar ese cometido. El trovador, enfundado en ropas oscuras cubrió su rostro con la fila tela negra de la capucha, y se dirigió a las primeras sombras de oscuridad. Allí se desvaneció fundiéndose con las penumbras.

Volver a nacer por mí;
como fragmentos de una vieja concha al desprenderse,

se deslizan por mis mejillas lágrimas recién nacidas;
como un abrazo hace que las ligeras alas de mi espalda de abran;

volver a nacer sólo por ti;

volver a nacer entre tus brazos.


La voz de Ayara seguía resonando en su cabeza armonizando sus instintos y, aunque estuviera seguro de que era su imaginación, desvió la vista una última vez al teatro donde se ella se encontraba. Sacudió su espina dorsal como si de un felino se tratase para intentar centrarse en su cometido y se agachó en ese desgastado tejado. Las tejas corroídas por los días de invierno amenazaban con hacerle caer si no prestaba suficiente atención.

Deja que olvide tu voz y tus caricias;
romper así las cadenas que atrapaban mi corazón y pies;

volver a nacer en tus brazos.


Debajo de esos desgastados tejados, las callejuelas oscuras empezaban a iluminarse por las farolas que un viejo encargado encendía. Su extenso palo con el aceite candente frotaba contra el aceite de las farolas y acaban prendiéndose al instante, haciendo que un juego de sombras danzaran sobre las callejuelas. Sin duda esa tarea sería más fácil con magia.

Volver a nacer por ti;
como ascuas que nunca deberían apagarse ni perderse

una vez encendidas;
mis pensamientos no deberían esfumarse ni romperse al nacer;
en esta cuna que tú custodias;

empezar de cero.


Los ocres ojos felinos observaban la serpiente de iluminadas farolas que recorrían la calle. Un par de guardias se encontraban a varias manzanas de su posición y, necios de ellos, nunca alzaban la vista para observar los tejados, más cuando caía la noche. Saltó por los tejados hasta situarse cerca de los dos guardias, en esa posición podía ver la bifurcación de caminos que tenia delante: al sur, los barrios bajos; al norte, el distrito gubernamental; al este, el mercado; y al oeste, el distrito residencial.

Volver a nacer por mí;
volver a nacer entre tus brazos.


Nasher apoyó la espalda en una pared cercana, dejando que los últimos versos de esa conocido melodía abarcaran cada rincón de su mente y esbozó una sonrisa irónica. Tocaba trabajar.

Se deslizó ágilmente por los tejados dirigiéndose hacia el oeste de la bifurcación. El distrito residencial. Sin mucho esfuerzo dejaría atrás a ese dúo de guardias, los cuales estaban hablando de mujeres. Las mujeres hacían perder la cabeza a cualquier hombre, eso él sabía lo bien. Cayó sin sonido alguno de uno de los salientes de una casa baja y se encaminó por los adoquines ensombrecidos hacia una fachada antigua con una puerta corroída por el tiempo. Estaba seguro que chirriaría al abrirla.

Se acercó en el marco de la puerta y observó a ambos lados, un carruaje se situaba a menos de dos manzanas, sería ruido suficiente. Con un simple “clic” de la ganzúa abrió la puerta y el chirrido de la puerta quedó ahogado por el sonido de los cascos de los caballos. Se deslizó como una leve brisa por la maciza puerta y la cerró tras él.

Parpadeó varias veces hasta que sus felinos ojos se adecuaron a la oscuridad. El pasillo que tenía delante era alto, las paredes estrechas y sus vigas se distinguían en el techo como si se irguiese ante él una pequeña capilla sextina, olvidada con el paso de los años. Los ventanales de diversos colores, algunos rotos y otros llenos de polvo, dejaban entre ver algunos rayos de luz nocturna. Con sus ocres ojos observó un pequeño altar en medio de la sala, un olor metálico y reciente le llegó a su olfato. Cuando sus pies se deslizaron con cuidado al altar observó como las rojizas manchas caían por el lateral del inmaculado mármol, cayendo sobre el empolvado suelo. Llevó su izquierda enguantada en negros guantes de tejón a la mancha y tras impregnar sus dedos los acercó a su nariz distinguiendo por fin ese olor. Sangre.

Su diestra se colocó en la empuñadura de su reluciente estoque cuando oyó el murmullo de las voces que provenían de la parte alta. Hasta ahora no se había percatado que tras la horrenda cortina que pendía del techo había una escalera que subía a un segundo piso. Era estrecha y en forma de caracol. Apartó la mano de su afilado estoque y subió los escalones afinando su oído, todo lo que esa forma humana se lo permitía. El murmullo de voces se apagó en cuanto su primer pie inició la subida.

Información, sólo precisaba información, ese era su cometido en ese momento. Había ido a ese lugar con la idea inicial de encontrar lo que ese burócrata deseaba. Para eso le habían contratado. No pretendía abrir una escaramuza de sangre en la ciudad donde tenía a su familia, al menos no por ahora. El burócrata que lo había contratado le había dicho que ese lugar no era más que la casa de un familiar. Un familiar extraño, sin duda. Pues estaba seguro que el altar de la parte baja era de sacrificios; no obstante, ese no era su problema. La información que precisaba era la que le encaminara a hallar esa joya familiar que tanto deseaba ese adinerado humano, Ser Gabriel Stanford.

Ser Gabriel había indicado que la joya era de unas características inigualables, soberbia y exquisita. Según él era comprensible que cualquier ser humano la deseara. Lo que no había mencionado ese burócrata arrogante era que la exquisita joya era una niña de tirabuzones oscuros y ojos verdosos. La cual ahora, desde el lugar donde Nasher se encontraba, podía observarla maniatada y con las claras ropas tintadas de rojo escarlata. Eh ahí el motivo de ese nauseabundo olor a sangre.

Volvió a colocar la mano en la empuñadura del estoque y reprimió un suspiro. Pensó que esa “joya” no sería robada sin luchar. Los ocres ojos de Nasher observaron el pecho de la infante, éste se levantaba y bajaba, mostrando que aun vivía. Subió otro de los pocos escalones que lo separaban del primer piso y tanteó las penumbras de la sala. A diferencia de la niña ensangrentada, el resto de la sala se encontraba a oscuras. El único foco de luz era ese candil al lado de la joven.

La oscuridad de la sala le indicaba que estaban siendo observados pero no hubo movimiento alguno en esa oscuridad. Los ojos que los observaban, se limitaban a eso, observar. El trovador, tras divagar unos instantes, acabó recorriendo los pocos escalones que le separaban de la joven y sin dejar de observar la penumbra la tomó en brazos.

Pensó que eso sería mejor que una simple información, seguramente ese adinerado burócrata le pagaría algo más. Por el contrario, siempre podía volver a dejarla donde la había encontrado a la suerte que Tymora le hubiera predeterminado. Tras echar un último vistazo a las penumbras de esa sala del primer piso bajó los escalones de caracol y salió por la puerta sin ningún contratiempo. Era extraño, estaba seguro que en cualquier ocasión hubiera tenido que cruzar aceros con el agresor, siendo estos casi siempre ineptos que no sabían blandir un estoque con elegancia.

Aunque en esa ocasión era extraño, se había sentido amenazado por esa oscuridad haciendo que su instinto de supervivencia se rigiera en las leves danzas de las sombras, cada movimiento, cada cambio de aire. Hubiera sido más fácil en su forma natural pero había decidido no luchar en vano. Observó una última vez la fachada entornando los ojos y lo le dio más importancia y se encaminó a las oscuras calles de la ciudad. Cuando creyó haberse retirado de cualquier peligro, dejó a la infante en el suelo, se desabrochó la oscura capa y tapó el débil cuerpo de la chica. Sus ropas ensangrentadas no le ayudarían si se encontraba a la milicia del lugar y las preguntas no le interesaban. Retomó el peso muerto de la niña entre sus brazos.

Había caminado durante largo tiempo, hacia el lado contrario de esa pequeña capilla, e hizo resonar fuertemente sus nudillos sobre una puerta de roble macizo cuando llegó a su destino. Su destino era una pequeña mansión, algo apartada del distrito residencial, aun así llamaba la atención de cualquier lugareño. La primera vez que pisó esas calles recordaba que había estado observando esa residencia con poco entusiasmo, había imaginado que sería la casa de algún adinerado arrogante y mezquino humano. Bueno, ahora, tras el paso de los años, había comprobado que la mitad de sus suposiciones eran ciertas. Lo único que salvaba a Ser Gabriel era que no era despiadado ni mezquino; sino más bien, un bonachón de los que muchos se aprovechaban.

El trovador observó el rostro de la pequeña y apartó de su pálido pómulo un escarlata mancha. Nunca hubiera imaginado que ser mezquino y malévolo arrancaría la vida de esa infante de unos diez años de edad. Recordaba a esa cría, andaba alegre y con sus rosados pómulos destacados por una viva sonrisa. Siempre agarrada de la mano de su regordete padre. Orgullosa, cariñosa, mimada, todo lo que una niña de su edad podía ser. Arrojó toda idea de esa pequeña a un rincón de su cabeza y se otorgó a sí mismo el valor de continuar con su frívolo cometido.

Pronto una bolsa de oro estaría en sus manos y se encaminaría hacia el teatro donde su esposa e hija le esperaban impacientes por su regreso. Podría deleitarse con la dulce voz de Ayara y no meramente imaginarla en su mente. Tras su función la besaría y abrazaría agradeciéndole tan preciada melodía. Beberían, reirían y serían felicitados por haber traído al mundo tan preciada criatura, Haala. Haala, su pequeña, debía protegerla de aquello que era capaz de secuestrar a un infante y apagar su vitalidad.

La puerta acabó abriéndose a las penumbras de la noche y de ella salió una luz demasiado intensa. El trovador entre cerró los ojos hasta que estos se acostumbraron a esa intensidad y entró por la puerta. Ser Gabriel se encontraba con rostro congestionado y nervioso ante la visión que el trovador le otorgaba. Seguramente se preocuparía de su hija al ver esas ropas inmaculadas plagadas de escarlata. Se dirigió a lo que era la sala de estar y extendió a la joven en el sofá apartando su negra capa de su delicado cuerpo. En el último momento, creyó que eso había sido descuidado. Ser Gabriel enloquecería sin siquiera verificar si seguía viva o muerta.

- Isabelle. - la ronca voz del burócrata se había quebrado. - Isabelle, Isabelle…

El llanto amenazaba con emanar de sus ojos mientras el burócrata se arrodillaba ante la infante y le tomaba la mano ansiando que esta, como por amor a dios, retomara sus rosadas mejillas y quizás sonriera diciendo que lo ocurrido era solamente una broma. No era así, la joven estaba anémica, pálida como la mismísima muerte. Nasher suspiró y apartó al patético burócrata.

- Ser Gabriel, si tiene tiempo de llorar debería tratar las heridas de su hija o acabará muerta. - Pero mi hija, mi querida hija… Kelemvor quiere llevársela - y las lágrimas acabaron cayendo de tan distinguido burócrata.

El trovador dedujo que llegaría tarde a la actuación de su amada, llegaría lleno de sangre y eso disgustaría a Ayara. Esperaba que su narración al menos ayudara a suavizar sus regaños por ponerse de nuevo en peligro por dinero. Imaginó que la idea de que fuera una niña la haría entrar en razón. Bueno, se ahorraría que en un principio pensó que era una joya de inigualable valor. Ya pensaría en ella, ahora tenía que parar una hemorragia. Robó un pañuelo que tenía el burócrata en uno de sus bolsillos e hizo que éste soltara la mano de su hija para que tomara el pañuelo y presionara sobre la sangrante herida.
- Si fuera mi hija no tendría tiempo de llorar, por tanto deje de ser patético y haga lo posible por salvarla, sino perderá a su estimada joya y mi trabajo habrá sido en vano. - Tiene razón, tiene razón. - el burócrata intentaba auto convencerse de lo ocurrido y con temblorosas manos presionaba la herida - ¿Quién le ha hecho esto a Isabelle?

Quién, eso le gustaría saber a él. Quién. Sólo con pensar que podría haber sido Haala le hervía la sangra, bulléndola, y haciendo que su cólera quisiera salir para devastar esa ciudad en busca de ese mal nacido. Por suerte, no era ella quien estaba muriendo. Sacó una pequeña daga de su funda y con destreza cortó el tejido de tela que cubría la herida de la pequeña.

- No puedo decírselo, Ser Gabriel. Cuando llegué ella ya estaba sola y desangrándose. No obstante, encontraré la respuesta.

No es que le importara la infante que tenía bajo sus enguantadas manos, desangrándose, más bien sentía curiosidad por saber quién sería el causante de tal atrocidad. Pensar un segundo que esa niña podía ser Ayara o su pequeña hacía que quisiera encontrarlo y obligarle a pagar por sus actos. Estaba seguro que en esa pequeña capilla, tan tétrica y sombría, hallaría más respuestas. Sólo debía volver y buscar más detenidamente pero no sería esa noche, esa noche debía salvar la vida de esa joven dama y volver con su familia.

Apartó el último trozo ensangrentado de tela y murmuró unas oraciones. En momentos como estos, agradecía a Ayara que le enseñara sus dones de curación. Se desenguantó la mano y tiró el guante hacia el suelo, mientras el tenue haz de luz blanquecino salió de su tosca mano y se depositaba en la profunda herida de la dama. No se recuperaría del todo pero dejaría de sangrar y Ser Gabriel se tranquilizaría. La herida fue cerrando poco a poco, con una leve superficie seca creada por la propia sangre que emanaba de ella. El burócrata sollozaba en silencio. Era tan patético, aunque no le culpaba.

El haz de luz desapareció a los pocos minutos.

- Deje que repose, la herida se abrirá si se mueve demasiado. Llévela al sacerdote que se encuentra en la capilla de Tyr, él acabará con el peligro de su hija y con su dolor.

Nasher buscó con su mirada el guante de tejón y volvió enfundarlo en su mano. El burócrata aun perplejo le observaba como si hubiera salvado su vida que había estado amenazada a sucumbir al suicidio si perdía también a su estimada hija. Su esposa había caído en manos de Kelemvor hacía ya diez años, cuando el parto se complicó y dejó su último suspiro para traer al mundo a esa pequeña dama.

- Deje de mirarme así, ya hice mi trabajo. ¿Le importaría pagarme?. No trabajo gratis, ¿sabe?.
- Sí, sí, sí. - El burócrata dio un respingo y salió de la habitación a grandes zancadas, hacia alguna parte. No sin antes depositar un cálido beso en la frente de su preciada Isabelle.

El trovador estaba seguro que ese distinguido burócrata aun estaba en shock. Mientras esperaba, retomó su negra capa y aun ensangrentada se la colocó sobre sus hombros y la abrochó. En la sala contigua se oía el ruido aparatoso de Ser Gabriel, estaba nervioso con una respiración agitada que indicaba que seguía buscando algo. Al cabo de un tiempo que al trovador le pareció eterno, volvió a aparecer por la puerta que había usado para salir. Sus rosadas mejillas, acostumbradas a la cerveza y a las risas, se encontraban tan pálidas que parecía haber visto un fantasma.

Algo iba mal, una sombra se apresuró a aparecer tras Ser Gabriel y, empuñando un estoque, dirigía al rechoncho burócrata hacia donde su hija estaba tendida. Nasher dirigió su diestra hacia la empuñadura de su arma, la ancha capa ocultó su movimiento y sus ocres ojos no se desviaron de esa sombra. Las luces que habían iluminado la sala hasta hacía un momento, habían menguado con el solo paso de esa misteriosa figura. Los pasos del nuevo encapuchado eran casi más sigilosos que los del mismísimo trovador, parecían deslizarse en vez de caminar sobre la alfombra que había bajo sus pies.

Un ligero halo frío seco envolvió la habitación y Ser Gabriel tintineó los dientes, quizás por miedo o quizás por ese frío repentino. Los ocres ojos del trovador observaron esa danzante figura que se dirigía hacia Isabelle, cuyo padre casi echa a correr para refugiarse en una esquina lejos de ese encapuchado y pálido ser. Los rojizos ojos de la figura centellearon al ver al trovador. Éste había sido considerado poco importante en un primer momento hasta que por supervivencia algo hizo de bailaran.

Los metales chocaron en un intento de agresión hacia el contrincante. El encapuchado ser giró a la derecha en un movimiento impredecible para la mente humana pero Nasher no era humano. Detuvo otro golpe, potente y ágil. Fueron varios los golpes que iban apagándose con el sonido seco del golpe de filos, el choque de los metales tintineaba amenazante sobre ese vaho de hielo que había traído el encapuchado. Los rojizos ojos del encapuchado se cruzaron varias veces con los del trovador. Algo le resultaba familiar, algo que presentía haber percibido hacía años, algo decidido a mantener en el recuerdo, ese algo eran los vampiros.

Vampiros, criaturas no-muertas, sedientas de sangre. El trovador rió, rió con tantas ganas que retumbó su carcajada irónica por esa sala amueblada con tan mal gusto. Un desafío así era digno de mención en las futuras historias épicas. Ya podía imaginarlo. “…y gallardo varón con un ágil movimiento se deslizó tras el ser y le atestó un fuerte golpe…” Giró sobre sus talones y se situó en la parte trasera del no-muerto empujándole con una patada alta. Usó su talón para que la propulsión fuese con más ahínco sobre la parte baja de la columna y así desequilibrarlo durante unos segundos. Si hubiese sido humano habría salido por el ventanal que tenía enfrente pero él tampoco era humano. Con un giro el vampiro volvió a desaparecer entre las trémulas sombras.

Los felinos ojos del trovador danzaron entre las sombras sosteniendo el estoque y una posición de guardia. Blandió su estoque hacia la derecha al tiempo que un leve susurro surcaba el seco frío y paró otro golpe, esa batalla duraría eternamente. Uno de los dos debería rendirse: el vampiro quedarse sin alimento tras ser descubierto; o el trovador dejar que el vampiro se alimentase.

Los labios del vampiro sisearon en un idioma desconocido. Ser Gabriel embistió contra el trovador y con un mediocre movimiento intentó arrebatarle el arma. Molesto, Nasher, empujó a su acreedor hasta lanzarlo contra la chimenea cercana y dejarlo aturdido. Empezaba a molestarse, la sangre le bullía, le mermaba la corriente de civilización que tenía, los huesos le ardían en un instinto de sucumbir a su naturaleza. Un frenesí que ansiaba que saliera para desgarrar y morder a esa nueva presa, el vampiro.

Un grito salió del pecho del trovador, exultante. Su cuerpo tembló unos minutos dentro de las penumbras de la sala, el sonido de los huesos desencajándose y agrandándose hicieron que el rojizo brillo del asaltante dejara de divagar sobre su presa humana. Toda su atención se había centrado en el trovador desde que el primer chasquido había roto ese tentador silencio y su hambre quedó apagada al ver a la criatura. Nasher se encontraba encorvado, su boca espumeaba por el dolor de la trasformación y su cuerpo se sacudió por última ver antes de observar con sus verdaderos ojos al vampiro.

Bajo ese halo de oscuridad había un rostro joven. La ancha capucha ocultaba un hermoso rostro aterciopelado y bañado de sangre seca, el festín había sido interrumpido hacia ya varias horas. Los ojos del ser se entrecerraron y su pálida mano aferró con más fuerza el estoque, mientras que con la otra sacó un estoque idéntico al primero. Una irónica sonrisa se acentuó en el rostro fantasmal y de sus labios volvió a pronunciarse un siseo.

Nasher salió disparado contra la pared e hizo que la pared se cayera echa añicos sobre su cuerpo magullado. Los músculos que tanto potencial y fuerza tenían habían salido disparados como si de una pluma se tratase. Esos músculos que habían conseguido vencer a tantos enemigos y que siempre habían conseguido salir impunes de cualquier combate. Se reincorporó sacudiendo la cabeza y observando la pila de escombros que tenía a sus laterales. Ese ser se había basado en su potencial con la corriente mágica de los arcanos, la Urdimbre. Gruñó guturalmente y se abalanzó contra el no-muerto pero... éste desapareció.

Una oleada de aire se coló por la apagada chimenea, donde el burócrata seguía inconsciente. La helada brisa hizo que las puntiagudas orejas del felino se pusieran alerta: un murmullo de voces en un idioma que no consiguió descifrar, el toque de unos pies subiendo por los adoquines negrizcos de la chimenea por culpa de innumerables fuegos encendidos, una respiración entrecortada y el débil gemido de la infante. Los ocres ojos del animal se desviaron al sofá, ahora vacío, pero ella no era su problema.

El pálido intruso había desaparecido de su vista. Simplemente había vuelto a por su presa y desapareció tan pronto la había recuperado. La niña volvería a estar en esa capilla envejecida y descuidada en el primer piso con un empolvado suelo lleno de su escarlata sangre. Su pulcro cuerpo se quedaría sin vida esa misma noche o. quizás al alba, volvería con su angelical sonrisa y sin recordar nada. Aunque el trovador supiese donde hallarla no iría en su busca, ese no era su problema. Volvería a casa con sus dos preciosas mujeres y evitar atraer a esos muertos hacia su familia.

Los dolorosos chasquidos de los huesos de Nasher volvieron a sonar en el silencioso aire, el vaho helado había desaparecido con ese ser y Ser Gabriel no tardaría en recuperarse de ese golpe. Reprimió el grito de dolor que solía soltar cundo sus huesos se empequeñecían hasta volver a estar presos en esa cárcel humana. Su respiración saturada y ahogada no tardó en retomar un ritmo normal, demasiadas lunas llenas, demasiadas trasformaciones. El dolor ya formaba parte del frenesí de su condición. Recogió su estoque, que había caído al suelo momentos antes de perder su condición humana, y lo envainó en su funda de cuero.

El trovador se acercó tambaleándose hacia Ser Gabriel y, tras comprobar que su acreedor seguía respirando, introdujo su mano en uno de los y sacó su remuneración por ese endemoniado trabajo. Antes de volver a reincorporarse depositó varias monedas del contenido de la bolsita en la mano del inconsciente burócrata.

- Por los desperfectos. - Palmeó el hombro del burócrata y se dirigió a la puerta sin más dilación.

La función de Ayara estaría apunto de concluir, al menos al último acto debía asistir. Al alba, tras haber descansado, volvería a ver a Ser Gabriel. Los pasos del bardo, silenciosos sobre los adoquines, se apagaron cuando subió a una pila de cajas y, tras ello, al tejado de una casa baja. Desde ese lugar se podía observar la zona más descuidada de la zona residencial; los bajos fondos y más allá, su destino, el teatro. Anduvo por los tejados con el suficiente cuidado para no caerse de ellos y desentumecer esos huesos que estaban engarrotados de su última trasformación.

Saltó hasta llegar a las sombras del callejón contiguo al teatro y salió de las sombras. Observó sus rasgadas ropas y se abrochó la capa para ocultar las manchas de sangre que había ocasionado portar a la pequeña en brazos. Extendió la diestra hasta el pomo de la puerta y la voz de su esposa retumbó en sus tímpanos arrancándole una cálida sonrisa. Acto seguido entró.

Ayara se veía radiante, tan radiante como la primera vez que la vio en une escenario y quedó impregnado por su existencia. Pronto desvió la vista, apremiado por encontrar a su otro tesoro, Haala. La pequeña estaba resguardada entre los blanquecinos brazos de Mara, una joven de cabellos ondulados y rojizos. La sonrisa infantil de la pequeña embobó a su padre hasta que atravesó la sala y la cogió entre sus brazos sin previo aviso. Mara, tras alterarse durante unos instantes, sonrió al comprobar quien era el furtivo ladrón de la pequeña. El trovador depositó un cálido beso en el pequeño pómulo de su hija, extrajo la silla continua a la de la pelirroja y se dejó caer en ella.

- Se te ve alg…

La pelirroja se interrumpió al recordar que Nasher no había estado presente durante toda la función. Examinó con sus verdosos ojos al esposo de su prima y frunció el ceño unos instantes formando unas pequeñas arruguitas en el entrecejo. El trovador no acostumbraba a perderse las funciones de su esposa, era tan adicto a ellas como lo era al dinero. Se podía decir que las prioridades de ese hombre eran: su esposa, su hija y el dinero; aunque estaba segura que el dinero en muchas ocasiones iba antes que su propia familia.

Los aplausos sacaron de sus pensamientos a la joven pelirroja y se unió al vitoreo dirigido a su prima. La rubia barda descendió del escenario para encontrarse con su familia, abarcando a ambos en un cariñoso abrazo. En ese instante, él lo supo. No podría decirle lo ocurrido, no podía mostrar sus ropas ensangrentadas por una pequeña criatura como Isabelle. No podía poner en peligro a las únicas personas que habían alcanzado a entender a ese extraño ser encarcelado en una diminuta cárcel de carne.

domingo, 25 de julio de 2010

Preludio. Parte III - Neonata.


El agudo grito de la joven se oyó por toda la posada, ese lugar la había acogido los nueve últimos meses de su vida, a ella y al bebe que ahora intentaba arrancarle las entrañas abriéndose paso a ese nuevo mundo. Tras nueve meses nacería, podrían abrazar su diminuto cuerpo aterciopelado y delicado, pero las tibias lágrimas amenazaban con bañar su rostro por el esfuerzo realizado y las gotas de sudor impregnaban su cuerpo. La angustia impregnaba la habitación mientras aferraba con fuerza la mano que le había tendido su amado.

Las paredes se le hacían tan estrechas en ese momento que no pudo más que desviar la vista hacia la ventana cerrada. Fuera, las oscuras y condensadas nubes anunciaban una posible nevada. Aspiró y soltó el aire con una mueca horrenda de dolor, sus uñas se clavaron en las grandes manos de Nasher y éste se limitaba a susurrarle tranquilizantes palabras. Sus azulados ojos se cerraron con fuerza presa de un dolor que no había experimentado nunca. Aunque esa sensación le recordaba a la pesadilla que en ocasiones tenía. Las llamas amenazaban con quemarla viva, arrancando su piel con un tirante y profundo dolor. No, no había comparación. Este dolor era para otorgar una vida, sus pesadillas anunciaban la muerte de varias personas.


Sus labios temblaron en una súplica de dolor al recordar ese sueño en un momento así. Se deshizo de la prisión de las manos de Nasher y aferró con fuerza los laterales de la camastra, ese dolor no podía durar eternamente, no podía.


- Ayara, empuje, empuje y respire. - la matrona seguía con las manos aferradas en su sexo, intentando alcanzar la cabeza de la pequeña para que no cayese.


La joven pensó que era demasiado fácil decirlo, su respiración estaba tan saturada por el dolor del nacimiento de su bebe que no alcanzaba a recordar las acciones que había practicado los últimos meses. Estaba segura que si hubiera sabido que el dolor sería tan atroz hubiera prestado más atención a la sacerdotisa que a su marido y sus risas. Predijo que hubiera hecho lo mismo de tener una segunda oportunidad.


Y, en un empujón más, la pequeña cabeza del bebé salió. Ayara volvió a mirar a su marido con ese gesto de angustia y dolor que no podía evitar arrancar de su inmaculado rostro. Nasher aferró la mano de su amada para que esta supiera que estaba con ella, apoyándola, y observó la parte baja donde la criatura de ambos acabaría saliendo para abrirse camino a su mundo.


Dentro de él estaba esa sensación que hacia que su estómago saltara de arriba abajo como en un barco en medio de un tormenta, esa sensación que hacía años no había percibido. El nerviosismo. Desde que había vuelto con su amada, desde que tocó aquella noche la voluminosa barriga de su esposa estuvo convencido. No estaba seguro de los motivos, quizás al igual que la manada de lobos se conectaban entre ellos haciendo los eslabones de la manada, él pudo percibir la tranquilidad y calidez de su pequeña.


Otro empujón más, la matrona estiró las manos y cogió a la pequeña por los hombros para ayudar a Ayara en su último esfuerzo. El llanto de un bebe retumbó en la habitación tras unos segundos. La madre aliviada y cansada rompió a llorar mientras su amado la besaba agradecido por otorgarle tal bendición. La matrona acercó a la niña hacia ambos y la dejó con calidez entre los sudorosos brazos de su madre.

- Es una niña, Ayara. Felicidades, lo has hecho muy bien. - la matrona sonrió a ambos padres. - ¿Ya sabéis que nombre le daréis?


Nasher asintió, había decidido el nombre hacía ya unas semanas y estaba seguro que su esposa lo aceptaría. Desvió sus ocres ojos a los azulados de su esposa y con una sosegada voz anunció.


- Haala. - la matrona se limitó a asentir contenta, pues muchos padres tardaban en elegir el nombre de los pequeños y los dejó solos en sus primeros momentos con su pequeña.


La tostada mano de Nasher apartó con cuidado la mantita que rodeaba el cuerpo de la pequeña y sonrió al contemplarla. La pequeña tenía un tono bronceado de piel heredado y unos ojos ocres felinos, heredados de su padre, mientras que sus pocos cabellos eran de un platino oscuro anunciando que tendría el cabello de su madre. El trovador estaba seguro que la pequeña sería tan bella como su esposa pero heredaría la agilidad de los suyos.

- Amor mio, ¿cuándo hará el primer cambio? - la cansada y susurrada voz de su esposa se dirigió hacia él sacándolo de sus suposiciones.


Le trovador volvió a sonreír hacia su esposa y acarició con sus ásperas manos la aterciopelada piel de su pequeña. Lo que preocupaba a su esposa no era más que la simple idea de pensar que un bebé tan pequeño y delicado pudiera ser atacado por alimañas y depredadores del bosque. Hacia algunas semanas que Ayara había pedido estar presente en esa ocasión y eso le había extrañado al trovador. No obstante había aceptado. La simple idea de que su amada hubiese dado inicios de interés en sus cambios le había alegrado.


- La próxima luna llena es dentro de varías decanas. No te preocupes, podrás estar con nosotros. - le otorgó un cálido beso en la frente.


La joven asintió con una sonrisa en los labios y observó a su pequeña, esa noche su marido bebería al son de la música y la celebración en la parte baja de la posada mientras que ella descansaría de ese doloroso esfuerzo.

sábado, 24 de julio de 2010

Preludio. Parte II - Ella.





“Canto. Sé que lo hago porque mi boca está abierta y mi garganta se mueve con la melodía. También hay canciones a mí alrededor. Pocas. Se van trasformando en susurros inaudibles hasta quedar apagados.


Me siento cansada, no recuerdo el tiempo que me ha llevado a ese momento, ni cuanto tiempo llevo entonando esa sinfonía. El paso del tiempo parece detenerse en ese preciso momento, sin cambios ni modificaciones. Y mi voz no desentona el sonido de ese relajante instrumento de cuerda que ahora percibo.


Un escenario oculto por el contraste de luz que nos enfoca. Más allá, mera oscuridad. Y me pregunto, ¿qué hago aquí?


*****

… dolor. Un dolor atroz, lacerante, insoportable. Miles de diminutas agujas clavándose en toda mi carne. El aire es tan cargado que me obliga a toser varias veces, mis pulmones se asfixian y me obligan a tomar más bocanadas de ese tóxico humo.

Intento gritar pero mi voz ha quedado muerta. Un intento banal de supervivencia hace que quiera salir de ahí; aunque no consigo que mi cuerpo reaccione. Noto como voy asfixiándome lentamente en ese humo negro y alrededor los cuerpos que me acompañan se retuercen de dolor, gritan, piden ayuda, pero los tímpanos sólo emiten un pitido molesto.


Las rojizas llamas se ciernen sobre los vulnerables cuerpos, abatiéndonos entre el olor a carne quemada. Estoy segura que nuestras vidas pronto llegaran a su fin.


Debe ser mi turno, porque el dolor se clava en mis pies y lame mis piernas. El dolor es tan horrible que destruye mis nervios y, en un instante entre la vida y la muerte, dejo de sentirlo.


Mis pulmones se llenan de humo y los últimos vestigios de conciencia, de vida, empiezan a apagarse.”


La joven se incorporó en la cama de golpe, con un grito agudo, y llevándose la mano al vientre protectora. El rubio pelo le tapó los ojos cuando agachó la cabeza, jadeando. Al cabo de unos segundos, se inclinó hacia el candil y lo encendió con una mano que temblaba. Se miró los dedos como si esperara encontrarlos carbonizados en vez de con aquel suave color tostado.


- Maldición…


Pasó las piernas por el borde de la cama y se levantó, caminando sobre unas piernas que no parecían responder a sus órdenes, hacia la pila del lavabo. Parpadeó varias veces, desconcertada, y contempló su reflejo en el espejo, asustándose de sí misma. Los grandes ojos azul pálido estaban abiertos como platos, enrojecidos, con las pupilas dilatadas. Todavía corrían lágrimas por sus mejillas y, de no ser por el moreno que había cogido aquellas últimas semanas, parecería que hubiera visto un fantasma. Levantó las manos temblorosas para echarse hacia atrás la melena, se retorció el pelo en una coleta improvisada y se agachó para lavarse la cara y mojarse la nuca.


Cuando tanteó para coger la toalla, tiró varios de los innumerables frasquitos que poblaban la estantería del lavabo. Mara había vuelto a irse sin recoger, claro. Tampoco es que hubiera podido hacerlo, a juzgar por el estado en el que había salido de la habitación eufórica por tener que actuar en el teatro. Ayara también tendría que haber asistido a esa función pero su voluminosa y aparatosa barriga había decidido que debía descansar.

Suspiró y colgó la toalla en su sitio. Necesitaba aire. Normalmente, las noches del noveno mes eran más frescas pero últimamente parecía que hubiera metido la ciudad entera en un invernadero tropical. Notaba la holgada camiseta de tirantes que llevaba pegada al cuerpo por el sudor. Salió del lavabo de nuevo hacia la habitación que compartía con Mara en la taberna.


Volvió a sentarse en su cama, indecisa sobre si intentar volver a dormir o distraerse. Debía ser algo más de media noche. El concierto debía estar en pleno apogeo y el pensamiento le hizo levantar la vista y distraerse con las sombras de la habitación


La joven desvió la vista de las sombras y se dejó caer en la cama. Al momento, algo duro se clavó en su espalda. Hizo una mueca y metió la mano bajo su cuerpo para sacar un ancho libro, el que había estado leyendo antes de caer dormida. El libro trataba de cuentos populares, hazañas heroicas narradas por bardos de espectadores infantiles. El autor no había sido otro que su estimado padre. Su bello se le ponía de punta al recordar los relatos narrados tan impetuosamente por su mentor pero al mismo tiempo le hacían esbozar una cálida sonrisa. Rememorar la niñez siempre le había traído esos cuentos tan estimados que habían sido cambiados por viejas historias de amor, valor, guerras y sacrificios.


Esas historias eran el vínculo que la trasladaba a algún tiempo pasado. Como si la acercaran a alguien cercano. A alguien en concreto cuya historia estaba en esas historias. Y siempre le dejaba una sensación agridulce y lagrimas en los ojos. Esas historias le hacían acordarse de él. Nasher.


Tumbada de espaldas en la cama, intentando respirar algo de aire caliente que se filtraba por la ventana abierta, se apretó los ojos con la palma de la mano y volvió a llevar su mano derecha a su barriga maternal. El bebe daba patadas a su vientre quejicoso por el repentino nerviosismo de su madre pero la joven, como tantas otras veces, entonó una leve melodía para que la criatura se calmase.


Algo húmedo y tibio resbaló por sus mejillas y, sorprendida, se dio cuenta de que eran lágrimas. Contuvo un escalofrío y se dijo que era por haber pasado cuatro meses sin él. Se reincorporó de la cama, está vez con pesadumbre y se precipitó hacia la ventana abierta, aferrándose con una mano al marco de madera y otra a su voluminosa barriga. Tomó aire varias veces, intentando calmarse.


Ahora que estaba calmada sonrió por una vaga suposición. Estaba segura que Nasher la molestaría por su voluminosa barriga diciéndole que parecía un tonel. Esa mención hizo que sonriera recordando a su esposo, era como si lo estuviera viendo ahora mismo. Las típicas ropas de viaje: negras impolutas, sus botas altas y su llamativa capa color rojizo, por la cual habían reído en innumerables ocasiones. Estaba segura que el hombre acabó a acostumbrándose a esa capa solo por ver sonreír a su esposa y soportar sus gracias.


Parpadeó, interrumpiendo sus pensamientos inconexos mientras enfocaba la calle. La ventana de la habitación de la taberna daba a una calle principal de la ciudad, las luces solían permanecer encendidas para que los transeúntes anduviesen tranquilos en días menos fríos. Las parejas solían acabar reuniéndose en unos bancos cercanos, junto a la plaza y las reuniones de algunos ciudadanos avanzaban como murmullos hasta la habitación.

Sus ojos se dieron cuenta entonces de lo que estaba mal: no solo la plaza, sino toda la calle que lo rodeaba estaba a oscuras. Sólo las luces que provenían de las otras habitaciones ocupadas de la taberna y de los edificios vecinos rompían la penumbra. Había algo… algo que ponía los pelos de punta en aquella oscuridad, como si fuera más que la simple ausencia de luz, más profunda más densa, como la tinta negra que ocultara algo que s movía bajo la superficie.


Instintivamente con el corazón latiéndole en las sienes, cerró la ventana, corrió las cortinas con un gesto brusco y cerró la ventana, corrió las cortinas con un gesto brusco. Había… algo… algo que no quería que se acercara a ella y su bebé.


Abrió y cerró las manos, plantada ante la ventana cerrada, mientras luchaba contra el impulso de salir corriendo de allí, precipitarse en al primera habitación ocupada por algún otro huésped que encontrara y pedir auxilio bajo las mantas. Al final, sucumbió a esa necesidad.


Con la sensación de que alguien le estaba pasando un dedo frío por la columna vertebral, abrió de un tirón la puerta de la habitación y se precipitó a la pequeña salita a oscuras que tendría que cruzar para alcanzar el pasillo de la planta. En cuanto puso un pie en la salita se quedó paralizada, con la sensación de que todos los nervios de su cuerpo se habían roto.

Había alguien ahí. En la salita a oscuras. La penumbra tenía la misma calidad densa que la de la calle exterior, como si estuviera viva, Y algo la estaba mirando desde el sofá del extremo más oscuro. En aquel momento entendió por qué muchas víctimas de asesinato no conseguían dar la alarma antes de que su agresor las atrapara. El miedo paralizaba sus gargantas igual que lo hacía con la suya. Sólo pudo gemir débilmente.


- No pretendía asustarte. - la sosegada y profunda voz masculina consiguió que el nerviosismo de la joven se pausara.


Ayara se apresuró hacia el hombre oyendo de fondo el rozar de las ropas de él yendo en su búsqueda en la profunda oscuridad. El bardo acarició el voluminoso vientre de su amada antes de abrazarla y besarla. Ahora era su turno, apartó con delicadeza las tibias lágrimas que volvían a caer del inmaculado rostro de la joven y protegió a ambas, madre e hija no nacida, abarcándolas entre sus tostados brazos.


Nasher había vuelto con ellas.


viernes, 23 de julio de 2010

Preludio. Parte I - Él.



Los haces del anaranjado atardecer iluminaban el lugar y la brisa hacía que los árboles se movieran sonoros. Unas sombras danzaban sobre el crepitar del fuego e iluminaban los rostros distraídos que escuchaban la historia de uno de tantos bardos. Algunos presentes se habían sentado sobre los troncos de unos árboles cercanos, otros se habían tumbado en la humedecida hierba. Las botas de vino pasaban entre las manos de los adultos y las cantimploras entre los pequeños.


El aspecto del trovador demostraba que su vida había sido agraciada. Sus cabellos oscuros, dejaban entre ver algunos mechones canosos, y caían sobre sus morenos hombros. Normalmente, los sujetaba en una improvisada coleta para que éstos no le estorbaran en sus quehaceres diarios. Las pupilas eran de un color ocre que demostraban ser experimentados y salvajes, por algún motivo recordaban al iris de los felinos. Se podía decir que la fama de los trovadores por su carismática actuación y pose precedía a ese varón, pues desde que se unió a ellos había acaparado la atención de adultos y niños, en respectivo orden.


Los tostados brazos del varón se elevaron intentando abarcar el manto de estrellas que comentan a cubrirlos. Unas miradas se perdían en ese estrellado cielo, otras seguían los movimientos del trovador, y, tantas otras, se cerraban y abrían de golpe intentando no sucumbir al sueño.


Una de las mujeres se había levantado hacía unos minutos para darle la vuelta al jabalí que pendía sobre una hoguera cercana. En la cacería el animal había gritado frenético intentando liberarse del peso que tenía sobre él. Un peso muerto que le oprimía contra el suelo impidiendo de esa forma poder zafarse de la muerte: un cazador experimentado en innumerables batallas se situaba sobre él, éste había dado fin a los chillidos del puerco con un tajo en su garganta. La sangre que a borbotones salía de sus fauces acabaron acallando los irritantes chillidos en un ahogo de impulsos banales. Su muerte valdría para alimentar al grupo que estaba reunido en la hoguera.


Más allá de esa mujer y esa abrasada carne de estupendo olor; más allá de la hoguera y del trovador con su historia; más allá de los primeros grupos de árboles y del murmullo de aquel arroyo se extendía una magnífica cordillera de montañas cuyo pie constaba de innumerables grutas que bifurcaban en laberintos. Se decía que en ellos moraban las hordas orcas, los trasgos y, según algunas historias, un ser tan vil como el mismísimo Cyric; según otras, que era la morada de un poderoso dragón, el cual hacia sucumbir a todo caballero que osase robar o darle una insignificante batalla.

Aun así, ese era el destino del grupo. No es que desearan batallar con hordas, dragones, ni mucho menos perderse en el laberinto hasta perecer de hambre. Hacía años que los enanos habían conseguido encontrar un camino entre el laberinto, éste había sido reflejado en varios pergaminos por gnomos. La arquitectura de los senderos oscuros de la montaña habían sido reforzados por pilares de encorvada madera, algunas cavernas recordaban a las catedrales antiguas y a su estructurada bóveda, y fueron iluminados por candelabros de aceite y antorchas. Este avance había dado la posibilidad de acortar las jornadas de viaje a los valles del norte sin tener que pasar por los peligros de las escarpadas montañas.


Gracias a ello, el comercio había sido más próspero y menos eran las pérdidas gracias a los maeses; no obstante, las patrullas eran varias pues el peligro de las grutas era mayor en esos días. Las hordas, hartas de ser cautivas en lo profundo de las cavernas habían iniciado una guerra de territorio. Conocedores de las grutas y los laberintos, las emboscadas habían ocasionado la muerte de muchos aliados de las razas. Hartos de tales pérdidas enanos, elfos, incluso gnomos con sus extravagantes artilugios se habían unido a la labor de los humanos: proteger las rutas de comercio y a los caminantes.


El relato había concluido hacía apenas varias horas, la sosegada y profunda voz del hombre concluyó con aplausos improvisados del grupo que lo observaba. Siempre había agradecido esa perspectiva de esa nueva vida, los aplausos, el vitoreo, los agradecimientos. Los alegres rostros de los niños y sus batallas con espadas de madera tras haber escuchado una épica batalla entre caballeros heroicos. Estaba seguro que eso era lo que más apreciaba pero todo ese afán de entretener a los ciudadanos fue fomentado por una mujer.


Ahora, Nasher, había pasado las primeras hileras de los árboles dejando atrás al grupo de viajeros al que se había unido. Los raspares de sus negras ropas se escuchaban con el leve murmullo de la corriente del arroyo. El aire de la noche era fresco, limpio. Se depositaba como una caricia en la tierra ardiente, aliviando el calor después de todo un día caluroso, y entraba en sus pulmones como una promesa de libertad.


Libertad.

Una palabra tan vasta, un concepto tan gigantesco que parece inabarcable para alguien como él, atrapado en esa débil prisión de carne. Sus sentidos atrofiados por la cárcel de cemento en la que se ve obligado a existir no llegan a percibir todos los matices que trae la brisa de la noche. Sus oídos no distinguen sonidos por encima del obvio murmullo del arroyo cercano. Sus pies no pueden percibir la textura de la hierba reseca, encerrados en calzado humano. Y sus otros sentidos, los más importantes, los que nos conectan con el mundo que nos rodea, sólo alcanzan a percibir la forma primaria de las cosas, sin llegar hasta su alma.

Empezó a correr. Se alejó de la hilera de árboles que le acercaban al pequeño campamento y se internó en las montañas. Sus pies, aún siendo débiles en esa forma, le llevaron rápido hacia la ladera escarpada de las montañas, allá donde el profundo bosque. Incluso ahí había señales de humanidad: hileras de hogueras se extendían en el valle, poblaciones enteras agrupadas en pequeños campamentos, torres que se clavan como estacas en la tierra. Todavía percibía el resplandor anaranjado de las farolas de la pequeña ciudad. Los humanos osaban incluso rivalizar con el brillo de las estrellas.


¿Quiénes se creen que son? Han olvidado lo que es sentir el latir de la tierra bajo las manos al tocar una roca cubierta de musgo. Han olvidado cómo reconocer el cambio de la estaciones por el olor del aire. Han olvidado la dignidad que deben deparar a las bestias salvajes. Han perdido la capacidad de ver en el Mundo de los Espíritus incluso cuando las puertas están abiertas, al alba y durante el crepúsculo. Incluso han olvidado alzar la vista al cielo.


Ellos no.


Un gruñido salió de su pecho, imparable a pesar de la forma en la que estaba atrapado. La “Enfermedad” ante los crímenes del hombre hacía que su sangre empezara a pulsar, calentándose, bullendo. Sus pies volaban sobre la tierra, esquivando troncos y roncas. Aún así, se sentía torpe, ridículo. No por mucho tiempo. Durante 21 días había logrado reprimirse, vivir entre los humanos a pesar de que, con toda opción, podría haber vuelto a ser libre. Pero hoy no podría controlarse, ninguno de sus hermanos podría. El ansia los despertaba, los volvía irascibles… peligrosos. Porque ellos todavía miraban al cielo.


Y esa noche, la luna llena resplandecía.


Sonrió mientras corría montaña arriba por la trocha iluminada por la luz de la luna y supo que su mueca daría pavor a cualquier humano. Todavía eran capaces de intuir que no eran como ellos, a pesar de que imitaban sus ropas y su comportamiento. A eso les había obligado siglos de persecución y de destrucción de sus lugares sagrados. A vivir como corderos entre quienes los habían matado, despellejado, quemado y torturado, empujándolos a las guerras.


El rugido retumba otra vez en si pecho, más grave, y sitió los primeros signos del cambio. Su temperatura se eleva, sus huesos ardían y la “Enfermedad” empezó a arrastrar la parte civilizada de su cerebro, como el torrente del deshielo se lleva la suciedad del lecho de los ríos. Siguió corriendo porque es lo único que aliviaba el frenesí, la necesidad de morder y de desgarrar, de pagar con las criaturas toda la lista de agravios que sus ocres ojos habían visto.


Gritó al saltar la hondonada del río. Era una caída profunda y tenía que salvar más de tres metros de ancho. Ningún humano podría hacerlo. Pero la criatura que cubría el vacío, acariciada por la luz de luna, no era humana. Nunca lo había sido.


Su cuerpo se desperezó con elegancia en el aire, desplegándose hasta alcanzar su auténtica forma. Cuando aterrizó al otro lado con un sonido sordo ni siquiera se detuvo para recuperar el equilibrio. Los poderosos músculos de sus patas traseras le impulsaron hacia delante con una fuerza que ninguna máquina puede imitar. Levantó tierra mientras corría por el bosque en silencio, cuesta arriba, sin que ni una sola fibra de su cuerpo registre el esfuerzo. Esquivó las ramas bajas de los árboles y las raíces presintiendo dónde estarían antes de llegar hasta ellas. Cuando respiró profundamente, su olfato le dijo cuánto falta para el invierno, por dónde había pasado el último jabalí, cuánta humedad había en la tierra que pisó para que los árboles pudiesen beber. Giró la cabeza a ambos lados mientras galopaba y todo era distinto, como si, por fin, después de vivir en la oscuridad, pudiese ver.


Cada hoja tenía una nitidez afilada, cada luz y cada sombra se descomponían en cientos de matices que podía apreciar. Cada criatura viva, árbol, planta o animal, vibraba con su propia longitud de onda, con el reflejo de su espíritu. Podía decir qué viejo abeto estaba enfermo, cuánta sed tenía la tierra tras meses sin lluvia. Podía decir si el bosque estaba en paz o empapado de tristeza. Podía sentir la huella que había dejado los grandes árboles que vivieron allí hace siglos.


Pero esa noche el bosque vibraba. Sabía que algo extraordinario ocurriría y parecía recuperar parte de su energía perdida, como si todos los seres vivos se escondieran en sus madrigueras y aguantaran la respiración, a la espera de oír la primera señal.

Pensó en que ojala pudiera verle en ese instante su amada, Ayara. Entendería por qué siente ese escalofrío de aprensión cuando se pierde en un bosque por la noche. O por qué parece que la naturaleza la vigilase, salvaguardándola, cuando se atrevía a internarse en algunas fuentes en lo profundo de las montañas, o en cuevas que ningún pie humano ha pisado jamás en busca de él. Estaba seguro que si lo veía en ese momento, mientras corría hacia la cima que permitía divisar todo el valle iluminado por la luna, rodeado por los altos centinelas de las montañas, entendería por qué cambió de acera cuando se cruzó con él la primera vez en la ciudad.

Porque, en el fondo de su corazón, sabía que era diferente. Y, aunque su mente adormilada por la estúpida lógica de esos tiempos no le permitían asimilar que ellos existían, todavía conservaba el miedo inculcado a las generaciones de humanos que la habían precedido. Porque sabía que, si la despojaban de su capa de civilización y la dejaban sola en el bosque, volvería a ser una mujer tiritando de frío que se aterrorizaba con los sonidos de la noche junto a una triste hoguera.

Cuando llegó al pie de la cima, oyó el primer aullido. El macho alfa los llama. A su izquierda, entre los árboles, respondió uno de los lobos. A lo lejos, el eco del valle traía otro aullido. Del fondo del río subía otro lamento ultraterreno. El bosque resonaba con las voces de esa manada.

El felino se dirigió a un árbol y trepó en él. Sus ocres ojos observaba la manada, su cola colgaba armoniosa. Y bajo las ramas altas, en sus cuartos traseros se observaba un voluminoso lobo de pelaje blanco su propio pecho temblaba, exultante, cuando su rugido se unió al coro de los lobos, un eslabón más de la cadena. Todos conectados. Todos hambrientos. Todos rabiosos.