miércoles, 29 de septiembre de 2010

Fragmento X. Silencio.

Mis piernas se encontraban cruzadas cual indio meditabundo a sus ancestros, mis ojos se habían cerrado hacia ya horas pero en esa mullida cama no conseguía descansar como hacía tiempo lo había hecho. Era extraño recordar ese sentimiento tras tanto tiempo; no obstante, lo recordaba con frecuencia. Añoranza. La añoranza de no sentir el cálido tacto de esa sensación. Fruncí el entrecejo y abrí uno de mis párpados observando la habitación del Roble Dorado, acto seguido abrí el otro párpado y observé la maciza puerta que me separaba de ese pasillo. Un golpe de nudillos reclamaba mi presencia al otro lado y una peculiar voz hizo mover mis puntiagudas orejas.

No tardé en llegar a la puerta que se encontraba a escasos pasos de la cama y asomar la rojiza cabellera para observar a mi mentor. Un varón que ya rondaba la cuarentena y tan desaliñado como de costumbre. En esa ocasión portaba una gabardina de cuero oscuro, roída por su continuo uso, y un sombrero de ala ancha cubriendo su rostro de mal genio. El rostro del humano había adoptado una severa expresión, sus cabellos se habían tornado más canosos de un año para otro. Sin duda, el paso de los años le pasaba factura a ese gladiador empedernido.

- Gatita, deja de vaguear. Es la hora. - su ronca voz sonó autoritaria como siempre.
- Tan cariñoso como siempre, Alec. Acuérdate que dentro de un par de años seré yo quien deba protegerte y no al revés. Deberías tener más tacto con tu futura protectora, varón engreído.

Como era de esperar su carcajada irónica sonó en todo el pasillo mientras me introducía de nuevo a esa habitación y recogía mis armas. Siempre me había preguntado porque ese humano me había acogido bajo su protección y la verdad no la había hallado por más que la pregunta hubiera sido formulada. Algún día esperaba averiguarlo. Apremié la recogida de pertenencias y me di la vuelta en dirección a la puerta pero algo me detuvo. Un anillo de color verdoso relucía sobre la mesa, ese mismo anillo fue con el que horas antes me había obligado a observar durante algún tiempo. Me acerqué a la mesa y deslicé la diestra hasta tomarlo entre mis dedos y lo deslicé sobre mi dedo anular. Los recuerdos eran algo que siempre se debían mantener.

- Deja de jugar con ese anillo y tíralo de una maldita vez. - la fornida mano del varón ya me había alcanzado y estaba tirando de mi hacía fuera de la estancia. - No entiendo para qué guardas algo de un criajo como ese.
- ¿Qué vas a entender tú, so’burro? - reí de nuevo y me dejé arrastrar por el malhumorado protector.

Salimos de la posada del Roble Dorado y nos dirigimos hacia las afueras. En la bifurcación de caminos giré hacia la derecha mientras que Alec seguía hacia la puerta exterior que nos dirigiría hacia el norte. Recordaba como la noche anterior el humano me había gritado a su antojo por mi peculiar interés en asistir a ese sagrado lugar. No comprendía por qué deseaba tanto visitar esa tumba si no pertenecía a mi hermana; pero tras horas de maldiciones dedujo que no cambiaría de opinión y cedió. Necesitaba ir a ese lugar, quizás para menguar mi culpabilidad o, simplemente, por poder darme un ápice de serenidad.

Acabé colgando el arco que aun portaba en la mano izquierda y atravesé el puente de la luna hasta alcanzar la Ciudad Antigua. Los niños correteaban por las anchas calles, joviales y alegres, mientras un bardo tocaba una alegre melodía embelesando a los transeúntes. La plaza de cuatro esquinas se iluminaba con los primeros haces de luz del nuevo día y los comercios colindantes a la plaza empezaban a ser concurridos por ciudadanos y viajeros de la Gema del Norte. Había pasado en ese lugar un año completo, alejada de todo aquel que concurría la zona de Nevesmortas y podría decir que ese lugar había llegado a ser mi propio hogar. Sabía que mi estancia en esa conocida ciudad no era más que su cercanía hacía el río Rauvin, Bosque Luna y el trayecto retorcido pero había encontrado algo de paz en el templo de la diosa Mielikki y la armonía de la atmósfera había calmado mi temperamento. En ese momento creí que debía agradecérselo a mi mentor pero dudaba que en algún momento lo acabase haciendo.

El cementerio pronto fue divisado por mis cetrinos ojos cuando los tejados de las fachadas comenzaban a ser más bajos augurando el final de esa magnífica ciudad. Una pequeña capilla de algún dios, que no pretendía obsequiar ni rezar, guardaba la entrada del lugar y las tumbas, algunas corroídas por el paso del tiempo y otras recientes por las guerras pasadas, empezaron a rodearme cuando inicié la marcha entre ellas. El sol había salido ya por completo y los anaranjados rayos se habían vuelto algo más candentes dando paso al despertar de la Gema del Norte. Sería un camino largo y caluroso hasta el lugar donde nos dirigíamos, Alec y yo.

Eh ahí la tumba que hallaba. Deslicé el cuero de tejon de mis dedos dejando mi mano desnuda al tiempo que me acuclillaba para poder apreciar el nombre de quien allí descansaba. Alcé la mano y acaricié el nombre de “Lara” en la superficie áspera de la piedra. Allí, con las rodillas ahora posadas en la tierra de esa tumba, en medio de ese cementerio, me hacia preguntarme qué me había llevado a ese lugar santo. Estar agachada frente a la tumba de esa fallecida mujer... y pensar en ese al que Alec había llamado criajo. Sin duda, seguía siendo un crío, no podía negárselo. Observé el anillo que descansaba en el anular y acto seguido llevé esa misma mano a mi rostro con un largo suspiro.

No recuerdo el tiempo que permanecí en ese lugar sin decir nada. Simplemente observaba la lápida con un ligero nudo en el cuello que acabó siendo acompañado por un llanto silencioso. Mis mejillas se habían humedecido mucho antes de lo que hubiera imaginado y estaba segura que los ojos hinchados me ocasionarían otra riña por parte del varón humano. Tomé la cantimplora de mi cinturón y me eché medio de su contenido en el rostro para poder calmar esa parafernalia. No era tiempo de llorar. Acabé enderezándome y poniéndome el guante. Tras un último vistazo a la tumba de Lara Lander musité una simple frase.

- Cuida de él, pues yo ya no tengo tal derecho.

Sin más dilación. Atravesé las lápidas del cementerio, la pequeña capilla, las calles de la Ciudad Antigua con el bardo canturreando en la plaza, el Puente de la Luna y la ciudad de Argluna hasta cruzar el portón donde Alec me esperaba con pose de cansancio.

- ¡Ya era hora! ¿Pensabas dejarme aquí hasta que el sol me deshidratara? Por tu maldito dios, ¿qué diantres le has contado a esa maldita tumba? - gruñó malhumorado.

Me limité a hacer un gesto de quitarle importancia y emprendí el paso hacia el campamento de Voronwë y sus hombres. El susodicho campamento se había levantado a varias horas de la ciudad colindante con el Bosque Luna. Éste constaba de una hoguera y varias tiendas donde esos desconocidos hombres pasarían el día hasta el anochecer, cuando nos movilizaríamos. Voronwë, era un viejo conocido de Alec, un elfo de los que rondan los cuatro siglos: astuto, ágil con el arco y los estoques, sin duda era un mordaz enemigo para cualquiera. Siempre había pensado que estar de su parte era lo más sensato que Alec podría haber hecho. El elfo era de complexión delgada pero característicos músculos forjados en batalla; su castaño pelo estaba recogido en pequeñas trenzas y sus ropas eran de un color marrón oscuro. ¿Sus hombres? Meros mercenarios.

Tres humanos alrededor del fuego riendo a carcajada como si de enanos borrachos se tratase; dos medianos cuchicheando al norte del campamento y según observé trapicheando con trampas que usarían posteriormente; y varios elfos, dos de ellos apostados en los árboles cercanos haciendo guardia, el resto eran Voronwë y una elfa que lo acompañó a recibirnos.

- Alec, ya creí que no vendrías. - palmeó el hombro del varón con gran confianza.
- Sí, yo también lo creí. Me han hecho esperar durante dos horas en una puerta muriéndome de abrasamiento en este maldito día de calor. - y como no, desvió la vista hacia mi persona.

Ignoré el resto de la conversación dirigiéndome al lugar más apartado del campamento para afilar muuuuy lentamente el filo de mi cimitarra.

Y la noche cayó.

Nuestros pasos fuero tranquilos. Esta vez, Alec había decidido tomar un grupo de mercenarios y a Voronwë, la batalla sería menos desigualada o eso esperaba. Un grito dando la orden de ataque resonó en mis tímpanos haciéndome ensordecer durante unos segundos hasta que poco a poco el fulgor de la batalla me esclarecía la visión de la iniciada batalla: choque de espadas, gruñidos de esos apestosos seres; gritos de agonía y de guerra; dolor y muerte; las flechas silbando sobre el aire; magia retumbando en esa caverna; alguien había gritado desesperadamente mi nombre.

Alguien. Ese alguien seguramente era Alec pero un cálido líquido bermellón cubrió la mano que presionó por inercia la herida que me habían ocasionado. Sonreí hacia donde seguían gritándome pues la vista se me nubló en un abrir y cerrar de ojos. Mi corazón aun latía, levemente, pero notaba como el flujo de mi sangre seguía llegando a él para que éste siguiera bombardeándola con la poca fuerza que le quedaba. Entre ese murmullo de batalla alguien me había alcanzado y presionaba sobre el agudo y latente dolor que tenia en el pecho. No alcancé a distinguir quien acudía en mi ayuda. En realidad, quien sanaba a los heridos, siempre era yo. ¿Quién me salvaría a mi?. No les culparía si moría. Mi muerte, al igual que las de muchos otros, perecería con honor.

Siempre había creído que ese desquiciante varón moriría antes que yo. Que sería yo quien lloraría su muerte pero los dioses son caprichosos. El camino de cada uno nace, transcurre y muere según sus deseos. Hubiera preferido no morir a manos de esos grotescos seres, había querido desear tantas cosas y arreglar tantas otras. Ahora ya era tarde. En toda guerra hay pérdidas.

Una mordaz queja retumbó sobre el rugido de la batalla e hizo eco en esa oscura caverna. Supuse que el grito provenía de mi garganta porque mis cuerdas vocales casi se rasgaron al sentirlo. Noté como mi cuerpo se convulsionaba a causa del agudo sufrimiento que me había ocasionado que sacaran algo que oprimía el lado derecho de mi pecho. Me costaba respirar, la sangre me asfixiaba mientras salía a borbotones por mi boca mientras que yo, con inútiles fuerzas intentaba ponerme boca abajo. Pero mis sentidos acabaron por mermarse en una última exhalación de resquemor.

Oscuridad. La oscuridad me rodeaba haciendo que mi ansiedad aumentara. Musité unas oraciones pero de mis manos no salió la luz que clamaba, las tinieblas me engullía y mis piernas no podían más que correr buscando un haz de luz donde resguardarme. Unos ojos dispares emergieron de ella, observándome, maquiavélicos. Corrí con más fuerzas hasta que mis dos piernas se volvieron cuatro patas musculosas y mi envergadura se encorvó hasta convertirse en un animal. Olfateé el aire y seguí corriendo buscando ese haz de luz que me salvara del temor que ahora mismo presentía.

Un temblor sacudió mi espina dorsal y mis patas delanteras flaquearon unos instantes. Mi respiración se entrecortaba a falta de aire y tropecé con algo que no alcancé a percibir. Con un sonido sordo mi cuerpo se desplomo contra el liso suelo y con un gruñido que no salió de mis cuerdas vocales entendí que el vacío era la existencia de ese lugar. Silencio. Un silencio eterno en una oscuridad infranqueable.

Y tumbada como me hallaba: dejé de querer correr; de querer buscar esa luz que me abrazara y me diera calidez. Mi cuerpo se tornó frágil, blanquecino, como siempre lo había sido. Las puntiagudas orejas se movieron ante ese silencio y un suspiro ahogado emergió de mi seca garganta. Mis parpados se cerraron con lágrimas deslizándose en mis mortecinas mejillas. Mi cuerpo, deduje que desnudo, tembló por una brisa gélida que me envolvió.

Ya no importaba.

Unas frágiles manos me acariciaron las mejillas, tan frías que la brisa parecía una corriente de viento tropical. Ordené a mis ojos abrirse pero no obedecieron, el cansancio emergió como un geiser haciendo que mis fuerzas perecieran ante lo que me trasportaba. La desnudez de mi cuerpo hizo que el gélido ambiente me enervara hasta creer que perecería en ese abismo. Perdí la noción del tiempo, estaba segura que en el transcurso de ser trasportada hacia algún lugar había perdido el sentido.


***

Calidez. La calidez de un tímido sol resguardado por unas blanquecinas nubes fue mi despertar. Mi cuerpo ya no temblaba. El vacío había desaparecido y la desnudez de mi cuerpo se hallaba resguardada por los gentiles brazos de una fémina. Parpadeé varias veces para que mis cetrinas pupilas verificaran esa nueva visión.

Frondosos árboles lindaban el claro en el que me encontraba abrazada por esa mujer. No muy lejos un pequeño arroyo recorría el bosque a poca velocidad, debido a la escasa lluvia que había caído en verano. Observé alrededor deleitándome con cada sonido: el correr de una ardilla tras capturar una castaña; el ave rapaz surcando el cielo en busca de una presa para alimentar a sus crías; el suave sonido de las hojas por la brisa otoñal; un pez siendo atrapado por un oso, cual bramido lo proclamaba.

Pero eso no era importante.

Alcé la vista para ver a quien me presionaba contra su pecho y mis pupilas se engrandecieron al percatarme de quien me abrazaba. Su cabellera cubría sus hombros y se mecía con la brisa; sus grandes ojos me miraban con ternura como antaño había hecho; sus gentiles brazos me acurrucaron en su pecho intentando que ese momento no se perdiera en un mal despertar. Parpadeé, eso debía de ser una visión, un vulgar sueño que me haría recordar su perdida al despertar.

No, no lo era... Un beso. Una caricia. Un te quiero.

Entre sus brazos mi mente vagó en los recuerdos: Viajó a esas frías manos que me trasportaban; a esa gélida brisa que me entumecía; a mis zarpas corriendo en esa inmensa oscuridad; a ese intento de alcanzar una luz con el don de mi dios… más allá sólo había un recuerdo, esa mujer, esos cálidos brazos.

Arya. Mi querida Arya.

Algo tiró de mi, aferré con fuerza el suelo hasta que mis uñas sangraron en vano y fui arrastrada de nuevo a esa infranqueable oscuridad, sola. Mis manos temblaban por el esfuerzo realizado por zafarme de ese ente trasparente pero el grito que emití resonó en la oscuridad al volver a ser arrastrada con demasiada forzada. El dolor lacerante volvió a retumbarme en el torso como si fuese a explotar por una bomba de fuego.

Y otro grito quebrajó mis cuerdas vocales y abrí los ojos en esa maldita caverna. Mi respiración estaba saturada, tan saturada que me ahogaba de respirar tan rápido. Alec presionaba mi pecho haciendo que me tumbara en ese maldito y oscuro lugar. Observé a mí alrededor. Un mediano acababa de colocar una trampa cerca de nosotros; Voronwë vocalizaba algo en gritos pero no conseguía oírlo, hizo algunas señas hacia Alec. El varón me tomó en brazos y debí desmayarme, pues lo siguiente que recuerdo fue estar en medio del campamento y ver a Alec con gesto angustiado.

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