El túnel serpenteaba como una boa
constriñendo a su presa, una gruta húmeda, fría y mal iluminada apenas por una
linterna cada cien pies. Una niebla cenicienta y áspera en la garganta se
adhería a sus paredes, cavadas en la blanda tierra y sujeta con débiles contrafuertes,
como nieve cayendo sobre el frío suelo invernal. Pero era el único modo de
salir del campo de batalla en que se había convertido las granjas de Beetletun
sin ser vistos por sus perseguidores. Un joven abría la marcha, de apenas una
decena de años de tez morena y mirada viva, seguido por Blanco y Violeta, como
se presentaron días atrás. La rebelión de los campesinos había acabado en un
baño de sangre, el heroico asalto de Peter Samwill había quedado en nada, ya que
la Guardia
Ministerial esperaba la llegada para aplacarlos a acero y
sangre. Sus órdenes eran acabar con cualquier foco de resistencia revolucionaria
y sus colaboradores y eso era exactamente lo que estaban haciendo con
meticulosa frialdad.
El entramado de túneles parecía prologarse como la noche invernal en un ambiente casi irrespirable. Sobre ellos, un granero ardía, como castigo a la insolencia de los libertadores, y por sus escaleras habían bajado los miembros de la guardia ministerial con sus espadas cubierta por la sangre de los que arbitrariamente ajusticiaron, tal como hiciesen el chico, Blanco y Violeta pocos minutos antes.
- ¡No tenéis escapatoria, escoria
rebelde! – el poderoso gruñido sonó como un trueno tras los pasos de los
fugitivos.
- ¿Esto tiene salida, socio? – Se
interesó Bertnard, que llevaba tomada de la muñeca a Sumire.
- Al otro lado del túnel, debería
llevarnos más allá de las colinas, cerca de los fuertes – dijo el muchacho, con
la respiración entrecortada por la tos.
Sumire se detuvo, como otras
veces en el mismo recorrido y repitió su mantra elemental, con los brazos
extendidos y un halo verdoso envolviendo sus manos. De la fría tierra brotó una
miríada de abrojos modelados a su voluntad, pinchos de roca pura afilados como
cuchillas, les daría el tiempo necesario para llegar al final del túnel. La luz
de la Luna
brillaba plateada como una recompensa divina al final del sinuoso túnel, un
espejismo de lo que estaba por acontecer, cuando a pocos pasos de la salida, un
artefacto de artificio rebotó contra la pared, y la oscuridad lo envolvió todo
cuando un estruendo ensordecedor y un brillo antinatural inundaron sus
sentidos. Se hizo un silencio aterrador.
Bernard tomó aire, en lo que le
había parecido una eternidad y tosió arena. El suelo dónde descansaba estaba
frío y duro, rocoso como una caverna natural. Los gritos de la guardia se
escuchaban lejanos, y totalmente distorsionados por el eco, como una sinfonía
lúgubre.
- ¿Sumire? – preguntó alzando la
voz, con una jaqueca importante - ¿Socio? ¿Sumire?
Una risa infantil resonó por la sala.
Una risa infantil resonó por la sala.
-¿Quién anda ahí? – preguntó.
-¿Yo? Solo soy una hebra de un
tejido muy complejo. – respondió la voz enigmática.
-¿Dónde están los demás? – Quiso
saber el Cazador Blanco - ¿Qué coño ha pasado?
Súbitamente, la sala se iluminó con un destello plateado, como el mismo reflejo de la Luna en un lago ondeante, mecido por el viento. Una figura fantasmal era el núcleo de la Luz. Entrecerrando los ojos por la diferencia de iluminación Bertnard adivinó el cuerpo inconsciente de Sumire, pero no había ni rastro del chico.
- Os siguen. Y no llegaréis muy
lejos. Solo tienen que apartar esa tierra, y aquí abajo no tenéis escapatoria –
dijo la figura espectral, mientras corría emulando a un ave, batiendo los
brazos en el imaginario aire.
- No me jodas, fantasma. – El
Cazador echó mano a su rifle, caído a un par de pasos de distancia.
- ¿Vas a intentar cazarme? – Se
interesó divertido el ser sobrenatural.– Yo hace mucho que fui besado por la
muerte. Pero ella…-dijo alargando su mano espectral para señalar a Sumire –
tiene algo que me pertenece. Así que no puedo dejarla morir, o no alcanzaré yo la Paz.
-
¿Y a qué esperas para ayudarnos?
Bertnard se puso trabajosamente
en pie, con las rodillas doloridas, apartando cascotes y tierra de su gabardina
blanca y larga. Las voces sonaban tan próximas que sentía que estaba a
distancia de una espada de sus perseguidores, cosa nada recomendable cuando uno
se encuentra huyendo. Se acercó con zancadas trabajosas hasta dónde permanecía tendida la Elementalista
y la tomó en brazos, girándose hacia el fantasma.
- Iré donde vaya ella. No está en
condiciones de elegir. – dijo Bertnard, dedicando una mirada a Sumire, que
permanecía inconsciente bajo la luz plateada que dejaba ver un corte en la
frente del que un hilo de sangre había tiznado su rostro.
- Espero que estés preparado para
viajar. La primera vez no es tan divertida como el resto – rió el fantasma.
Antes de que pudiese protestar el
Cazador Blanco, el espectro cumplió su promesa, un destello azulado, la
sensación de viajar a una velocidad de ensueño y de cómo el tiempo y el espacio
se plegaban para convertirse en lo mismo.
Cuando Bertnard abrió los ojos, a
su alrededor, todo había cambiado.
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