Su diestra depositó un pequeño saquito, hecho de cuero de tejón, sobre la mesa del escritorio que se situaba bajo el ventanal. El aposento en el que situaba constaba de una pequeña mesa de escritura, una gran cama y un ventanal que iluminaba más que suficiente cada rincón de ese diminuto lugar. La joven localizó el apartado lugar y el momento del día más luminosos para lo que deseaba hacer. Había pensado en ello durante varios meses, incluso había conseguido el mejor material para ello; pero aun así su nerviosismo hizo que sus enguantadas manos se frotasen entre ellas. Anduvo de un lado a otro de la habitación mientras seguía divagando sobre ello en sus últimos instantes. Impaciente, así es como se hallaba. Cierto era que el nerviosismo hacía que sus manos sudaran entre la tela de sus guantes, por ese motivo sacó sendas manos de los mismo y los depositó junto al saquito.
Se dispuso a sacar algunas hierbas medicinales y había pedido que le trajeran agua caliente, junto con una taza a sus aposentos. Poco tardarían en llamar a la puerta con tal recado. La joven vestal vertió el agua hirviendo en la taza junto con los polvos medicinales y lo tomó de un solo trago. Para esa ocasión había elegido Belladona y Mandrágora. Estas plantas en dosis bajas bloquean los receptores de la acetilcolina deprimiendo los impulsos de las terminales nerviosas. Suspiró con nerviosismo y calculó el tiempo que le surtirían efecto tales hierbas.
Realizó varias vueltas cubriendo la escasa longitud de la sala y sin más dilación empezó a deshacer los cordones de la parte trasera de su corsé. En esa ocasión la vestal había decidido llevar puesto una vestimenta fácil de desprender: ésta constaba de una ancha falda cuya tela era de un color azul celeste, y, a conjunto, en la parte superior portaba un corsé del mismo color. Se deshizo del corsé y la ancha falda quedando con unas escasas enaguas en el momento justo que el resonar de unos nudillos tocaba la maciza puerta de roble. Tomó la falda entre sus manos y se dirigió a la puerta cubriendo sus descubiertos senos. La distancia la cubrió con escasas dos zancadas, deslizó una mano a la llave y entreabrió lo suficiente para asomar su rubia cabellera.
Sus zafiras pupilas se centraron en la figura que tenía frente a su puerta y sonrió complaciente al reconocer a su compañera. Zheyla, una humana que rondaría los treinta inviernos, había recogido su larga cabellera en un moño alto que no obstaculizara su trabajo y portaba entre sus manos un maletín de cuero oscuro que recordaba al de un matasanos. Sus ropas constaban de una camisa de lino blanco y unos pantalones que recordaban a los varones. Una perfecta sonrisa desvió la primera atención de la vestal. Sin duda, esa situación le recordaba a una flamante cortesana intentando agradar a su nuevo acreedor. Kestrel abrió algo más la puerta y se introdujo en la habitación para ser seguida por la humana.
- Por lo que veo os habéis decidido al fin. - la cálida voz de la mujer morena se interrumpió con el golpe seco del cerrar de la puerta. - Además me vais a permitir acariciaros con mis manos, antes que lo haga un deshonroso varón.
- No lo diga así, Lady Zheyla. De esa forma pareciera que fuéramos una cortesana y su cliente.
- Prefiero que piense en una pareja de amantes, mi señora. - se dirigió al escritorio y depositó sobre el su maletín. - Es menos…detestable.
- Tiene razón. ¡Qué desdicha la mía creer que no me ama! Y que me trata como una cortesana.
Tras dejar el busto sobre la mesa Zheyla se dirigió hacia la vestal y la abrazó en esa cálida escena. Pocos segundos después ambas se miraron y acabaron esa teatral escena con unas risas que envolvieron el ambiente.
Kestrel lanzó la falda que le tapaba a la camastra y se dirigió hacia la mesa. Tomó entre su desnuda mano el saquito de cuero que en ella momentos antes había depositado y se lo entregó a su compañera.
- Carbón, es el material más puro que he encontrado. Debería servir para nuestros propósitos y no producir alergia, erupciones o daño alguno.
Mientras hablaba la otra mujer tiró de la cuerda que cerraba el saquito y tomo entre dos dedos un poco de polvo de carbón. Un tacto suave, aterciopelado y sin duda parecía el más puro de los materiales. Frotó el poco carbón que había tomado entre sus dedos y observó el negruzco color que le dejaba.
- ¿Estas segura que no te hará daño? No cabe decir, que será doloroso hacerlo pero no me agradaría que tu hermosa piel quedara dañada por esta mera obsesión tuya.
- No me dañará. Es carbón de los maeses enanos y sabes perfectamente que son los mejores en las forjas. No se permiten los fracasos ni las armas de baja calidad, eso deshonraría a su estirpe.
- Cierto, pero aun así…
- Zheyla, la decisión está tomada. Por el amor de la diosa, hazlo. Te elegí porque eres diestra en el dibujo y confío ciegamente en ti. - la interrumpió antes de que su amiga siguiese con sus argumentos de preocupación.
Kestrel abrió el maletín de matasanos de su compañera y tomó entre sus manos un frasco de agua bendita, un cuenco no muy hondo y los instrumentos que había solicitado para la ocasión. Dejó los artilugios sobre la mesa, extendiéndolos y le arrebató de las manos el saquito a Zheyla. Mezcló una cantidad de polvo de carbón con una porción de agua, haciendo una tinta más o menos espesa y le entregó ese cuenco a su compañera. Posteriormente, tomó un barreño de mayor diámetro, metió varios paños húmedos y bendijo el agua con una plegaria a la diosa.
- Busca en mis pertenencias otro saquito con hierbas molidas, las pondré en el agua, así podrás cortar la hemorragia y tras dejar reposar el carbón podrás extender ese ungüento cicatrizante. El resto, es trabajo tuyo, Zheyla.
A regañadientes la morena fémina se dirigió hacia el escritorio para coger los utensilios y seguir a la vestal que ya estaba tumbada en la camastra, boca abajo. Eso dolería, dolería tanto, que las lágrimas acabarían resbalando por sus rosadas mejillas pero el latente dolor que aguantaría le haría recordar que pertenecía a la familia Silverwings. Aferró con fuerza la almohada en la que apoyaba su cabeza y miró al lado contrario de Zheyla cuando ésta empezó a realizar el boceto en su piel. Notó como el filo cortaba su piel lo suficiente como para notar unas gotas bermellón rodar por su lateral. Algo empapado presionó su espalda, intuyó que eliminando la sangre que obstaculizaba el trazado de ese boceto en carne.
Cerró los ojos y mitigó el dolor que sentía con una sinfonía tarareada. Al joven de azabaches cabellos se unió a su compañera con su dulce voz y le dio letra a esas notas murmuradas. Ambas parecían más calmadas, menos tensas, más relajadas. Se mostraban tan introducidas en la música que la temblorosa mano de Zheyla tomó un corte recto y decidido; y el dolor de la vestal menguó entre el efecto de la infusión y la letra improvisada de su compañera.
Hacía ya media década que sus voces se habían unido por deseo de la diosa. Era fácil recordar esa noche, en ese pequeño lugar llamado “El tuerto cabreado” se habían juntado como mínimo treinta personas que hacían rebosar el estrecho y pequeño lugar que constaba de una pequeña barra llena de barriles; y escasas mesas que se habían retirado a un rincón para poder bailar alegremente. El tuerto estaba situado en un callejón de los bajos fondos de esa inmensa ciudad, solía pasar desapercibido menos las noches como aquella donde los instrumentos de cuerda y el ruido de los taconeos en el suelo invitaban a los pocos transeúntes de la noche a unirse a esa improvisada fiesta juglaresca. Esa música alegre, las risas es lo que llamaron la atención de la vestal.
En realidad, la joven ya no recordaba como había llegado al centro de ese lugar, portaba una cerveza en la mano y danzaba al son de la música entre risas y giros. Sus ropas estaban impregnadas de cerveza y en lo único que pensaba era en seguir tomando la mano de otra persona para seguir el son de esa música tan contagiosa. Acabó volviendo a los brazos de esa joven de cabellera azabache: con una mano en la cintura de la otra y la otra al frente. Dieron varios pasos en dirección al centro, abriéndose paso entre el bullicio y volvieron a girar con el mismo paso hacia el otro lado, al final ambas quedaron en el centro de la pequeña sala y varios de los presentes dando palmadas para marcar mejor el paso de las dos damas. Zheyla hizo virar a la vestal y quedó tendida en unos fornidos brazos.
De nuevo emprendieron el baile.
El varón que la sujetaba se trataba de un humano de aproximadamente cuarenta inviernos, pelo castaño oscuro con tintes canosos y ojos zafiros. Sus ropajes eran de un color oscuro y la vestal estaba segura que en algún lugar había dejado su arma, pues parecía un diestro combatiente. La vestal se había percatado de él desde el momento de su entrada arrastrada por la joven Zheyla a ese lugar, éste le había estado observando sin miramientos en todo momento y aunque eso la incomodaba se había olvidado de su presencia hasta estar entre sus brazos. Aun así, ese varón le daba la tranquilidad que estaba buscando en ese lugar rodeado de humanos. El motivo de ello lo averiguaría al día siguiente.
El astro sol estaba situado en lo alto de la ciudad cuando la vestal se despertó abrazada a esa joven de azabaches cabellos. Una mullida cama y sus ropas destartaladas en el suelo de madera de alrededor. Se deslizó de la cama dejando descansar a esa joven chica y se dirigió al ventanal. Por lo que observó se encontraba en una planta alta, seguramente de una posada o una casa antigua. Una pequeña plaza estaba justo en frente de la casa, a su alrededor se veía los comerciantes y transeúntes. Ese lugar no era ese viejo y oscuro barrio de horas antes. Se llevó una mano a sus ojos cerrados y frotó con calma sus párpados. Un leve suspiro salió de sus entreabiertos labios y mientras se dispuso a entrecerrar esa cortina un chirrido de madera antigua hizo que la vestal desviara su atención a la figura que en la puerta se hallaba. Allí tan armonioso se situaba ese varón que, sin saber por qué, le atraía la paz. Paz. Una paz interna que sólo había sentido con su difunta madre o en las oraciones a su diosa. Sin darse cuenta dio varios pasos hacia él y entreabrió los brazos para envolverle en sus brazos.
Quizás dentro de su fuero interno lo supo, desde el momento en que sus ojos se cruzaron o en el que su presencia se hizo firme ante la muchedumbre de esa juglaresca noche, él era importante para ella y ella para él.
Un pinchazo hizo que la vestal dejara de recordar tiempos pasados e hiciese una mueca de dolor. El efecto de esa improvisada infusión dejaba de hacer efecto sobre su dolorida espalda y la melodía que poco antes la había calmado ahora había menguado en un silencio sepulcral. Un paño húmedo alivió un poco el dolor latente, su mano aferraba con fuerza la funda de esa mullida almohada y su vista se encontraba fija en un punto muerto de esa blanquecina pared lateral.
- Haré pedir agua caliente, descansa un poco. Luego proseguiré con el trazado. - Zheyla se acercó al sudoroso rostro de la vestal y lo limpió antes de depositar un cálido beso en su mejilla.
La humana de cabellos azabaches tardó poco en salir de la habitación y cerrar tras ella, a los oídos de la vestal aun llegaban las pisadas de su compañera cuando bajaban al piso de abajo pero sus ojos se cerraron por el dolor y el cansancio. Su padre siempre había dicho que las alas de la familia eran dolorosas y pesadas. Tan pesadas que desgarraban el alma de cualquiera que osara portarlas. Ahora sería ella quien portara esa carga.
El crepusculo empezaba a despuntar, los anaranjados rayos del sol daban la bienvenida a la diosa. Esa noche, la noche que predecía ser luminosa bajo el manto de una luna llena, no podría ser rezada por una de sus vestales. Y eso también la apenaba.