Mis cetrinos ojos se abrían de euforia y mis brazos la abrazaban con el mismo cariño que ella desprendía, cabía decir por aquel entonces que adoraba a mi hermana y aun hoy dura esa sensación. Su carácter era gentil y cálido, sus cabellos eran de un color rojizo como el mío y sus ojos eran de un azul tan intenso que me dejaban sin habla en muchas ocasiones. Sonreía tanto con su presencia y lloraba tanto en sus ausencias…
Mi curiosidad y mis torpezas siempre eran respaldas por Arya, era como mi ángel guardián, y yo me sentía feliz por ello. Mis heridas siempre eran sanadas con sus suaves manos y vendadas con el sumo cuidado que eso suponía; su cálida y familiar voz siempre me envolvía con la misma frase “Ten más cuidado”. Según ella, por muy curiosa y extravagante que fuera, siempre me vería como un cachorro en crecimiento, puesto que siempre me mostraba pura y orgullosa de ser como era. Nunca retrocedía y embestía los acontecimientos como un tifón, nunca entendí a que se refería y aun hoy, sigo deambulando sobre esos recuerdos…
Ahora que pienso en ello, quizás me hubo consentido demasiado pero era feliz de tenerla a mi lado; era mi maestra, no porque no tuviera a nuestros padres con más experiencia, sino porque deseaba que fuera mi hermana quien lo hiciera. Las enseñanzas en el camino de Silvanus era una ardua tarea que sobrepasaba por su presencia a mi lado. Siempre se mostraba tan alegre, risueña, hacía que las enseñanzas fueran divertidas para una cría tan impetuosa. Apaciguaba mis pequeñas rebeldías, saciando mi curiosidad cuando así lo precisaba… recordando esos momentos sé que era una niña bastante difícil y ella, simplemente, demasiado buena.
Pero el día llegó, con todas las alegrías y desgracias que eso nos ocasionarían en el futuro. Mi hermana era mayor que yo, y con toda ceremonia se casó con ese elfo, Elrond, de las que tanto la envolvían sus aterciopeladas palabras de amor. Por ese entonces no podía imaginar cuán envenenadas podrían estar esas hermosas palabras. Como toda niña, cabe decir mimada, a la cual le quitan su mayor tesoro me enfadé pero poco duró este enfado tras la complicidad entablada entre ambas. Mí querida hermana aunque estuviera con él seguía a mi lado, ambas permanecíamos en nuestra burbuja de felicidad, supongo que el amor que nos teníamos no podía romperse con cosas tan superficiales y me alegré de ello.
Los días pasaban con esa armonía que acabamos alcanzando con los años venideros, mi curiosidad se iba sosegando al tiempo que Arya me enseñaba pero, no por ello, sosegaba mi curiosidad por las cosas que jamás había visto u oído. Y así pasó, Elrond, Arya y yo, fuimos a las áridas tierras del desierto, gracias a Elrond sentía una curiosidad atroz por esas tierras y su atardecer. Nuestro viaje no duró más de dos días de ida, en nuestra pequeña cruzada aprendí a diferenciar algunas plantas del bosque y practiqué mi habla con los animales. Según parecía nuestras excursiones también servirían para el camino de la enseñanza, suspiré, maldecía y refunfuñaba, cual enano embravecido, sólo de pensar que nuestra escapa constara de más enseñanzas pero como era de esperar mis enfados no servirían para desalentar a Arya.
Mis ojos se desviaron a la pequeña duna que tenía delante de nosotros, mis pasos se guiaron hasta su arenosa cima y mis ojos se abrieron de par en par, al igual que mi asombro ante tal escenario. El sol se ocultaba majestuoso, bajo el anaranjado mar de arena, la brisa que horas antes nos había sofocado de calor se convertía ahora en una cálida brisa que me envolvía con esa tranquilidad que había comentado Elrond. Mi mano se deslizó hasta la suave mano de Arya y la aferró con fuerza, mientras en mis labios se asomaba una sonrisa de agrado. Elrond posaba uno de sus brazos sobre los hombros de ella y le regaló un delicado beso, ese sería un pasaje que recordaría por siempre. Mis cetrinos ojos se perdieron en el firmamento y pronto me deshice de la mano de Arya dejándoles solos, tampoco tenía derecho a molestarles en su momento de felicidad.
El crepitar da las llamas de la hoguera era algo que me agrada ver, sus formas danzarinas daban vida a la oscuridad de la noche. Un grito de aflicción llegó a mis oídos, antes de llevarme una mano a la cabeza, al sentir el golpe, y ver mis manos ensangrentadas. Desvié la vista hacia atrás con cara de estupor y miedo, antes de nublárseme la vista y, supongo, desvanecerme.
Mis ojos oscilaron alrededor de la celda, intenté llevarme una de mis manos al dolor de cabeza pero tardé en darme cuenta que la falta de reacción era debida a que estaba atada. Los gruñidos y habla extraña me acabaron de devolver a la realidad, busqué por la zona, afligida, hasta encontrar el cuerpo desvalido de Arya; miré de nuevo, el miedo me envolvía la sensatez hasta conseguir que mis dientes tintinearan de miedo ¿Dónde estaba Elrond? ¿Estaba muerto o nos había dejado en manos de estos indeseables?
Los gritos de dolor de Arya me retumbaban en los oídos mientras mis mejillas eran bañadas en lágrimas; mi voz estaba acongojada en algún punto de mis adentros, sin poder reaccionar, sin poder decir que parasen, sólo lloraba ante la imagen que esos seres me brindaban. Yo que siempre había sido protegida por Arya, me sentía incapaz de hacer lo mismo por ella, quería gritar, ayudarla, aunque eso me costara esa vida que ella tanto apreciaba. ¿Qué significaría esa vida sin el ser más preciado que tenía?
Nuestros ojos se miraron, su visión era de comprensión y dolor, la sangre que caía de sus innumerables heridas se vertía en el suelo, no podía dejar de llorar y nublar esa visión. No podía mantenerme fuerte como ella hacía, luché con las cuerdas que ataban mis manos y pataleé ante la visión de mi hermana muerta. Grité, con la mordaza que apaciguaba el sonido, llamándola. Los ojos azules que siempre me miraban tras recibir una tortura, se volvieron blancos, llenos de lágrimas de desolación y lástima, y mis fuerzas se desvanecieron en ese instante, temblaba como no lo había hecho jamás. En mi cabeza retumbaba la misma frase una y otra vez, “Sólo se ha desmayado, pronto abrirá los ojos y te mirará. Lo hará”.
El cuerpo de mi hermana cayó como un peso muerto contra el suelo, mis ojos no pudieron dejar de mirarla. No podía estarlo, se levantaría. Sentí una fuerte presión en mis muñecas y el tirón de las cuerdas hacía donde estaba mi hermana, me arrastraron y me ataron donde había permanecido por varias horas mi querida hermana. Mi mirada no se desvió ni un ápice de ese frágil cuerpo en ningún instante, ahora estando a su lado, podía comprobar la gravedad de esas heridas. No lo haría, no se levantaría. Mis ojos no dejaban de verter las lágrimas, desde lo más profundo de mi ser se oyó una risa gutural que llegó hasta mis oídos, dejándolos sordos. Comprendí que quizás la locura no fuera tan penosa, al fin y al cabo iba a morir, como había hecho mi amada hermana antes que yo.
Mi inquietante risa se acabó cortando en algún momento, perdí la noción del tiempo, los golpes eran peores de lo que hubiera imaginado y no comprendía como había aguantado tanto Arya. Con cada golpe se notaba el retorcer de las entrañas hasta salpicar mi traquea de sangre. Seguramente, habría estado pensando en mí en todo momento, para permanecer consciente, aguantando el dolor que esos golpes implicaban y que posteriormente serían destinados a mi frágil cuerpo. Pero, a diferencia de ella, yo no tenía nada por lo que luchar… El sabor metálico y agrio de mi propia sangre me bañaba la boca y en mis labios volvió a difuminarse otra sonrisa. Las lágrimas no dejaban de derramarse y mezclarse con la sangre que me envolvía pero sólo tenía ojos para su cuerpo tendido en ese mugriento suelo. El sonido de mis gritos de dolor no cesaron; mis costillas se rompieron, las oí crujir en algún momento de esa risa enloquecida ¿Por qué no me mataban de una vez?
La visión del cuerpo de Arya, empezaba a desvanecerse poco a poco, el dolor era agudo, era extraño pero sentía la calidez de mi propia sangre envolviendo cada recoveco de mi cuerpo. Seguramente, así se sintió ella. Acabé perdiendo el conocimiento, quizás ya estaba muerta y ella me esperaba para darme uno de sus cálidos abrazos…
Pero la cruda realidad era que al despertar en las mullidas sábanas de la cama, ella no estaba, ni deseaba saber por qué yo seguía viva sin ella.
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