martes, 26 de febrero de 2013

Capítulo 6: Destino.


- Respuestas, viejo – inquirió el cazador - ¿Qué hacemos aquí? ¿Qué fue lo que pasó en el Valle de la Reina?
- ¿De qué me hablas? –dijo mascando para si las palabras
- De la persecución, de la explosión y el túnel. Del salón con esa especie de…fantasma cansino con alas. – Se explicó ante la mirada incrédula de Violeta – Del portal, y de nuestra llegada aquí.
El gesto del viejo dejó de ser risueño, frunciendo el ceño. Se levantó con poco esfuerzo, acompañado de un crujir de huesos, y como si pudiese verlos, posó sus blanquecinos ojos en ambos.
- Vaya, vaya, menuda sorpresa. – dijo  sonriendo de repente, como si la noticia le  pareciese divertida, dirigiéndose a ellos – Seguidme.


El anciano parecía conocer bien las calles, que se extendían rodeadas por murallas de casa de arenisca y paja, hasta llegar a la entrada de la pirámide. El bullicio de los mercaderes y la calma del oleaje, hacían que ese lugar pareciese totalmente ajeno a la ciudad, a pesar de su magnificencia. Tan solo hombres y mujeres cubiertos ritualmente con una larga toga y un turbante astado parecían deambular en los aledaños de la pirámide. El anciano, puso la mano sobre la puerta cerrada de piedra calentada al sol, hogar de numerosas lagartijas que huyeron al notar la vibración en su hábitat entre los recovecos de las antediluvianas piedras.
- صديق - Pronunció el anciano, en una lengua olvidada, como la arena de las dunas.  Al poco, las puertas respondieron abriéndose de par en par, empujadas por dos hombres  musculados de torso desnudo, con cimitarras a sus espaldas y largos faldones de los cuales sobresalían en los bajos dos sandalias picudas. Hicieron una reverencia al pasar el anciano.

Durante unos diez minutos las tres figuras caminaban por las doradas salas interiores, un laberinto enigmático decorado con pinturas grabadas e iluminado hasta sus altos techos por lámparas de queroseno. Los grabados que podían identificar, eran rupestres y símbolos desconocidos, que emulaban partes del cuerpo, animales imposibles y soles. El camino finalizó en un largo pasillo, con una puerta a cada lado, con un velo ocultando su interior, que apartó con el dorso de la mano al entrar en la sala.


- ¿Te has perdido abuelo?– preguntó Bertnard observando los grabados de la pared, una escritura que se alzaba hasta tocar el techo.
- No tiene pinta, fíjate. – Sumire se acercó a la pared con curiosidad, resiguiendo con sus dedos delicados el contorno de una figura masculina y otra femenina, grabados sobre dos gemas. Una violeta y otra blanca. Sobre ellos, un ser alado, humanoide tenía una espada en cada mano, ofreciéndoselas a ambas figuras. Esas figuras se repetían diversas veces, y entre una y otra repetición, había un largo jeroglífico.

- ¿Qué es todo esto? – Dijo mirando de arriba abajo el jeroglífico - ¿Es..
 - Vosotros, sí.
- ¿Nosotros? ¿Y qué hacemos nosotros en unas paredes escritos? Esperaba antes un cartel de “se busca por escándalo público” -  quiso saber Blanco, mientras Sumire no podía evitar una risa traviesa.



Violeta frunció el ceño, llevándose las manos a la sien un instante, el recuerdo de todo lo ocurrido era borroso, y estaba acompañado por dolores de cabeza, así que lo solía evitar, llenando su mente con otro tipo de pensamientos menos problemáticos.

El abuelo rió, enseñando sus pocos dientes en el proceso.
- Mis antepasados antes de mí mismo, han trasmitido una leyenda de padres a hijos. “El vigésimo tercer hijo del sol del desierto, encontrará a los viajeros del solsticio allende tierras desconocidas, traídos por la magia del efendi de los cielos.” – citó casi de memoria.

- ¿Effendi? – preguntó Sumire, mirando a ambos.
- El tipo que me ofreció la ruta de escape. – respondió tras unos segundos Bert.
- Así que decidiste seguir su camino – irrumpió el Oráculo.
- No tenía alternativa
- La historia de los viajeros dice que están destinados a viajar entre lugares, a pasar por este templo y a presenciar la muerte del Effendi. – dijo el oráculo
- Lo que nos faltaba  - suspiró Sumire.
- Dice algo más...pero no he podido traducirlo. Mi familia conoce la verdad sobre las runas, cada generación debe descifrar un pasaje, pero me quedé ciego antes de completar el fragmento vigesimotercero. El último. Los hombres del Califa, vienen aquí a conseguir dinero para su señor. Cuando el templo se quedó sin fondos por la peste de las arenas que  llegó del mar, vino a requisar las gemas aquí.
- ¿Peste? ¿Hay una enfermedad? – arqueó las cejas Bert.
- La hubo. Hace diez año, una peste mató a casi todos los niños de la ciudad. Unos mercaderes del Este vinieron infectados y la ciudad entera cayó maldita – explicó – gracias a Suliman sanaron, pero…con el precio de la profecía sin descifrar.
- ¿Y entonces? ¿Si te conseguimos esas gemas podrías ayudarnos? – Dijo Bertnard mirando la pared – Parecen que algunos símbolos se repiten bastante, igual podemos saber sobre el último trozo. ¿Qué son esas serpientes enroscadas que se repiten tanto?
El oráculo se limitó a soltar una risotada pervertida que ambos interpretaron a la primera.
- Me cae bien el vejete. – rió Bertnard.
- Se me ocurre algo – sonríe Sumire – Se quién nos puede ayudar con este asunto. Es pequeña, escurridiza y seguro que por algo de oro, nos trae las piezas que necesitamos para el ritual.


La idea le gustaba bastante al cazador, intuía que no sería fácil robarle algo así al Califa, por lo que el tesoro estaría bien protegido contra curiosos y ladrones. Pero una buena distracción, que se sienta amenazado y  el robo sería la menor de sus preocupaciones.
- Sois demasiado vistosos – dijo el anciano – cualquiera que os vea, sabe que sois extranjeros, y eso va a llamar la atención de muchos. Así que la habitación contigua os espera algo para que paséis más desapercibido.

Violeta sonrió, y se encaminó hacia la sala adyacente, frontal. La curiosidad había hecho mella y quería saber que les esperaba al otro lado.
- ¿Vienes? – preguntó a Bertnard.
- Enseguida te atrapo, encanto. – guiñó a la mujer que abandonaba la sala.
- No me hagas esperar mucho – Terminó con voz juguetona antes de apartar el velo de la entrada la elementalista.
Una vez se hubo marchado, Blanco centró de nuevo su interés en el sabio.
- ¿Sabes más, no? –Inquirió - ¿Por qué esa cosa tiene tanto interés en Sumire? - Ella está conectada de alguna manera en todo esto que no se explicar –dijo – los Effendi, son una raza caprichosa. Pero no actúan sin tener un buen motivo, y suelen estar conectados de algún modo con quienes permiten pasar por sus portales. Tal vez tengas que encontrar
respuestas que no  puedo darte. O tal vez ese último fragmento…

- ¿Qué dicen los demás? – Interrumpió curioso - ¿No revelan nada?

- Revelan que cada paso os llevará más lejos de casa, pero más cerca de la verdad, viajero. Pero tu sangre correrá en todo esto. – Dijo señalando una calavera con sus dedos huesudos, en lo alto de los jeroglíficos.- Están relacionados con el mundo de los muertos, y normalmente se cobran un precio alto por sus viajes.
- Eso ya lo veremos, viejo. – gruño quitándole importancia - Está escrito, yo solo lo interpreto. ¿No vas a conseguirme sus bragas, no? – rió cambiando diametralmente de tema, como si no quisiera seguir por esa senda.
- Me las guardaré para mí, abuelo. Tú ya has tenido muchas emociones por hoy, y no quiero que te quedes tieso –sonrió de medio lado.
- Cuídate mucho de los enemigos del Effendi, los Constructores – dijo el anciano – Ellos creen que el tiempo y el espacio es inamovible, que debe regirse por lo que está escrito y no puede ser cambiado. Harán lo que sea para que lo que está escrito no pueda ser cambiado.
- Cada uno es dueño de su destino. Si creen que pueden redactar algo… - dijo tensando el gesto.
- Y lo intentarán. Por eso, me metería en esa habitación con la chica, si tuviese veinte años menos, y les demostraría quién es el amo de su propio destino – dijo mirando a Bertnard, como si en su ceguera pudiese ver más allá de lo que sus ojos lechosos escondían.


Bertnard negó con la cabeza, aún harían falta muchas respuestas, de modo que salió de la habitación para aclarar su cabeza, y entró en la sala contigua. Aquella sala era bastante diferente, instalada en el lujo. La sala era alta, con paredes blancas nacarinas sobre las que descansaban tapices con dibujos de la ciudad en ellos. Varias alfombras con pieles de animales salvajes lo decoraban todo, iluminado por varios candelabros tenues que hacían repitar a las sombras alrededor. Buscó a Violeta con su mirada, y finalmente dio con ella ataviada con un traje hecho de velos sugerentes, que jugueteaban con su cuerpo y sus formas. Podía adivinar fácilmente que no llevaba ropa interior y eso hizo que su cuerpo se estremeciese por un instante, presa del deseo.

Se encontraba mirando el exterior desde el pequeño balcón que había en la sala, reposando sus manos sobre la baranda de trabajado oro, sobre la que se giró para reposar su trasero al verle.
- Te estaba esperando – se limitó a decir con la más tórrida de las sonrisas en sus labios.

lunes, 25 de febrero de 2013

Capítulo 5: Encuentro.

Las calles atestadas de gente, que aprovechaba la brisa matutina, les hacía andar más despacio por aquel enorme mercado. Los mercaderes ofertaban a gritos y discutían con los posibles compradores los precios del producto hasta que ambas partes conseguían un trato decente por las mercancías. La Elementalista se entretenía comiendo la fruta que momentos antes su compañero había comprado en un puesto cercano, mientras observaba como otro de estos mercaderes les cortaba el paso con una formidable y colorida alfombra de colores escarlatas, negros y dorados.

- ¡Buena, bonita y barata, no encontrará una alfombra mejor! – volvió a casi estamparle la alfombra en la cara al Cazador.
- No nos interesa. – la apartó Bertnard de su cara y gruñó por la insistencia del mercader. - No.

Sumire ocultó una sonrisa maliciosa tras otro mordisco de la fruta. Era bueno ser mujer, la insistencia del comercio estaba marcada por el trato a los varones y ella era feliz por no tener que mediar con esa tesitura.

- Joder, esto es peor que el mercado de Arco de León. – oyó que se quejó el Cazador que la tomaba de nuevo por la muñeca de la mano libre.
- Eres un quejica. – se mofó ella. – Además…
- ¡Compre, es el mejor marisco!¡Recién cogido de la bahía! – la interrumpió otro mercader eufórico casi lanzándoles la malla de marisco a la cara.

El moreno gruñó intentando apartar el olor a pescado de su nariz, mientras seguía negando al mercader que no pensaba comprar nada; aunque esta vez se veía que el vendedor no aceptaba el no tan rapidamente y se enfrascaron a una discusión de compra-venta que Sumire sabía acabaría en un no rotundo por parte de su compañero. Desvió la vista hacía la escuálida sombra de una figura al otro lado de la atestada calle y frunció el ceño.

La pequeña figura, vestida con unos pantalones abombachados y una camiseta de escasa tela, se deslizó entre los compradores y observó al mercader antes de meter mano al puesto, ajena a los otros ojos que la observaban. La Elementalista negó lentamente al ver como la pequeña bribona se metía algo en los bolsillos y se intentaba deslizar de nuevo entre los compradores. Poco más de tres pasos pudo dar antes de ser interceptada por un segundo mercader que, como Sumire, no había apartado la vista de ella. Los gritos empezaron a aglomerar en corro el puesto, ojos curiosos se unificaban ante el llamativo pero común espectáculo que se estaba ofertando, mientras el primer mercader avisaba a un guardia cercano.

No tardó en aparecer Sumire al lado de la pequeña niña que seguía retorciéndose para intentar liberarse, ahora de las garras de un miembro de la guardia que discutía con los mercaderes y una pareja de esos llamados perros de Califa.
- Cortadle las manos, ¡es una ladrona! – se quejaba el mercader a voces, bajo la atenta mirada de los espectadores.
- ¡No lo soy, yo no he robado nada! ¡Iba a pagarlo! – se quejaba con una chillona e infantil voz la pequeña.
- Cállate. – la zarandeó, ya hastiado, el guardia que la retenía. - Ya deberías saber cuál es la pena por robar.
El revuelto siguió un par de minutos más hasta que la pequeña fue entregada a los perros de Califa y los guardias ordenaban que se dispersara el corro que se había formado a su alrededor. El mercader posicionaba un tronco delante del puesto, por indicación de uno de los los hombres de Califa y posicionaba a la cría de rodillas con las manos extendidas sobre el mismo. Los pocos ojos que se atrevían a seguir observando aquel futuro espectáculo miraban a la pequeña que ahora lloraba angustiada por su propio destino.

- ¿Qué haces? – la mano que tocó su hombro hizo que diera un respingo.
- Maldita sea, ¡no me des esos sustos! – Se llevó la mano al pecho y señaló de un cabeceo a la figura que era empotrada contra la provisional mesa.- Le van a cortar las manos por robar.
- ¿Y? – los azulados ojos de su compañero se posaron en la pequeña llorosa y en el hombre que la aguantaba – Que no se hubiera dejado coger, no es nuestro problema.
La mirada que le dedicó su compañera fue suficiente para saber que ella haría algo con o sin su ayuda. Siempre se metían en problemas, uno más no sería nada nuevo, y al moreno le gustaba unirse a las locuras de ella. Sumire susurró uno de sus salmos haciendo que el viento se alzara vertiginosamente, acompañado con una molesta arena que se colaba por todos lados, obligando a los presentes a cubrir sus caras; los mercaderes corrían de un lado a otro para cubrir los puestos con telas; los ciudadanos huían buscando refugio por el súbito vendaval y los guardias que sostenían a la cría no serían menos. La pequeña, una vez libre de la opresión de sus captores, se escabulló por un lateral pero fue interceptada por el Cazador que la arrastró a una callejuela lateral, seguido por la Elementalista que seguía recitando su mantra para ganar más tiempo.

- No hagas tonterías y te quedarás con las dos manos. - le susurró el moreno a la niña.

La escuálida figura se limitó a asentir, observándolos a ambos, antes de emprender el paso por la estrecha escalera que bajaba por las desgastadas calles de terracota. Los silbidos de la guardia no tardaron en quedarse atrás y el vendaval se esfumó tan pronto como había aparecido. Habían recorrido el laberíntico barrio durante lo que pareció una eternidad, antes de que el ajetreo global volviera a la calma.

- Niña, la próxima vez que no te pillen. - dijo Sumire, mientras Bertnard examinaba alrededor. - Y te recomiendo que antes de robar, observes el puesto con más detenimiento.
- No estaba robando, iba a... - la pequeña suspiró sabiendo que esa escusa no valía para nada. - ¿Por qué me habéis ayudado?
- Estamos buscando al Oráculo, seguro que puedes ayudarnos a encontrarlo sin tener que aguantar tanto mercader insistente. ¿Tenemos trato o te devolvemos a esos perros? - dijo el Cazador.
- Tenemos trato, tenemos trato. - se apuró la cría. - Seguidme.
Violeta, tras guiñarle un ojo a su compañero, se limitó a sonreír por la reacción de su pequeña cómplice.

Atravesaron las calles en dirección a la zona central de la ciudad hasta que llegaron a un espacio abierto, una especie de plaza en donde destacaba una majestuosa fuente decorada por dos mujeres con dos cántaros, de los cuales salía el agua. Varías mujeres limpiaban algunas ropas en ella, entre risas y la mirada atenta de los guardias que estaban apostados en la entrada lacrada en dorado de lo que parecía el palacio.

- A estas horas el Oráculo debe estar a punto de salir al mercado. - comentó la pequeña - Mirad, ¡ese es!
Justo en ese instante un encorvado anciano, vestido por una túnica blanca y una cesta de mimbre, salía por la puerta del castillo y se dirigía hacía ellos con paso decidido. La niña, realizado su trabajo de agradecimiento, miró a ambos que le asintieron a la par y ésta salió corriendo calle abajo.

- ¿Y ahora? - dijo Violeta, mirando al Cazador.
- Ahora, joven Sumire, ¿sería tan amable de enseñarme las bragas? - sonó la temblorosa voz del anciano. - A claro, pero no veo, ¡si soy ciego!
Ambos compañeros se miraron y desviaron a la par la vista al viejo que reía a carcajadas delante de ellos. Tardó un par de minutos en retomar la compostura y volver a formular la pregunta.

- ¿Me las enseñará?
- No. - parpadeó la Elementalista perpleja.
- Tenía que probar. ¿Me estaban buscando, jóvenes? - sonrió lánguidamente, mientras se mesaba la blanquecina y larga barba.

domingo, 24 de febrero de 2013

Capítulo 4: Llegada.

Nota: Algunas partes algo subidas de tono. (+18)



Miró a Sumire, con la respiración entrecortada, sintiendo el calor húmedo que presionaba su entrepierna, prueba de que no era el único con dificultades para sostenerse  pero el dolor lo devolvió a la realidad en forma de un latigazo de dolor en  el costado, afilado como una daga. dejó escapar algo de aire entre los labios en un jadeo.

- Necesitaremos Ron – dijo mirando la sala, en búsqueda de algún tonel  o petaca.

Sumire se levantó sin apartar una mirada cargada de deseo, y se encaminó hacia la mesa dónde aparentemente conocía la ubicación de  la bebida del antiguo capitán. En  un pequeño recorrido, disfrutó de  todas sus formas y del sugerente vestido violeta con encajes negros, estudiándola con la mirada, preguntándose si podría sobreponerse a las punzadas y ponerla cara a la enorme vidriera que daba al desierto, el cual ya se bañaba con la luz anaranjada del  Crepúsculo, adivinándose la primera noche. El cuerpo de Sumire era de vértigo, bien proporcionado, capaz de volver al más cuerdo loco. Tal vez lo que más le atraía a Bertnard a parte de las dos buenas evidentes razones, era esa tirada violeta cargada de palabras, sonrió de medio lado al disfrutar de las vistas.

El ron hizo su efecto a unos largos tragos, el largo vestido escotado de Violeta y  los pantalones de Blanco, decoraban el suelo, no obstante ambos  dormían en ropa interior, reposada ella sobre el cuerpo del cazador. La tranquilidad  que estaba encontrando el barco era la primera desde que abandonasen  la maloliente mina y fuesen tomados como presos. Pero ahora la  realidad era diferente, habían logrado un barco cuya capitana era por  ahora títere de sus intenciones.

La noche había cerrado por completo el cielo y una miríada de estrellas punteaban la oscura bóveda celestial cuando decidió hacerla suya, una vez más.  Ignorada la ya leve punción de las heridas, sintiendo la respiración de Sumire cerca de sus labios sobre él y su pálida piel friccionando sobre el cálido cuerpo del cazador, decidió no detenerse en su intención, haciendo que Violeta despertase con los dientes de Blanco en el cuello, mordisqueando con pasión el delicado cuello, mientras sus manos se deshacían del sugerente sujetador de encaje, dejando a su voluntad sus pechos que se encargó de recorrer con las manos mientras los dedos pellizcaban y torsionaban sus pezones.



Sumire, tan solo pudo sonreír gatuna ante el tórrido despertar, no tardo en apoyar sus manos contra el pecho de Blanco, y tras retirarse lo necesario su vaporosa parte interior, empezó a cabalgar salvajemente, sin importar que los gemidos llenasen todo el barco, ni a quien pudieran despertar. Dieron rienda suelta a su pasión durante la noche, por todo el camarote, sobre la cama, sobre la alfombra a cuatro patas, contra esa cristalera que tanto gustaba a Bertnard, presionando el cuerpo de Sumire contra el frío cristal, exhibiéndolo a las estrellas mientras era apasionadamente follada y los chasquidos húmedos de cada penetración acompasaban a los gemidos de Violeta. El despertar, pocas horas después, lo realizó la Capitana, sorprendida al entrar al encontrarse todo el camarote revuelto y a ambos desnudos sobre la cama.

- ¿Noche de fiesta, y sin invitarme? Os guardaré rencor - bromeó la capitana, que no parecía querer perder detalle.
- Porque tú no has querido, encanto. - respondió pícaro Blanco – Sino tendrías un sitio en nuestra cama.
La Capitana negó la cabeza con una sonrisa.

- Os dejaremos en vuestro objetivo en una hora. Hemos llegado ya a las cercanías Ambash - explicó - Supongo que buscaréis lo que todos allí.- El Oráculo.
- ¿El Oráculo? - preguntó Sumire sin perder detalle, subiéndose la ropa interior con una mirada pícara a la Capitana.
- El oráculo de Ahk Morkpoth - explicó - muchos acuden por consejo, es un viejo decrépito y baboso que puede ver lo que ha pasado y pasará. Es ciego y dicen que ve más que nadie. – explicó.
- ¿Y cómo podemos encontrarle? - preguntó interesado Blanco - ¿Qué hay por la ciudad  que tengamos que temer?
- Los perros del Califa, son los cazadores de la ciudad, se dedican a rastrear criminales, pero normalmente no tienen problema en coger a nadie de cabeza de turco - respondió la Capitana - Vuelvo al puesto de mando, tengo que aterrizar a esta preciosidad. Y no os da tiempo para otro polvo.
- Espero que nos podamos volver a ver por la ciudad - guiño Bert antes de cargar su rifle  la espalda, ya vestido, dedicando una mirada a la también vestida Sumire - será mejor que nos pongamos en marcha, antes de que nos demoremos más.
- Estoy lista - sonrió.
- El Oráculo puede ser muy fácil o muy difícil de esconder. Se dice que se hace pasar  por un encantador de serpientes que vagabundea por la ciudad, cuando no está en  palacio - explicó antes de retirase, apoyando la mano en el marco metálico de la puerta.
- ¿Contamos contigo, encanto? - quiso saber Bert.
- Elevaré anclas y partiremos al este desde aquí, lo más probable es que no nos veamos.   puede que sí. Lo decidiré durante la marcha y según mis intereses, ahora soy Capitana y tengo que darlo todo más que nunca por la tripulación - Sonrió.

La trampilla metálica tocó el suelo, formada por una escalinata casi prehistórica y oxidada que caía desde estribor de la nave cuando aterrizó a un lado de la muralla de Ambash. La tripulación seguía a sus oficios, pero la Capitana y sus recién ascendidos lugartenientes se acercaron a despedirse de los viajeros, entregando unas monedas, de manos del mismo y vendado Olaf. Bertnard no pudo contener una risa divertida al verle en el estado desmejorado.

Ante ambos, se extendía una ciudad de terracota, con arenisca dura como el cemento, en la costa desértica, despejada de la oleada de dunas que cubrían la superficie, bajo el calor de la primera hora de la mañana. Una pirámide central enorme emergía entre las murallas, así como las bóvedas de varias casas altas, de cúpulas doradas. Rodeando todas estas, casuchas de terracota cortadas por calles y calles repletas de animales y mercaderes, que ofrecían a grito pelado sus mercancías. El olor a mar procedente del Norte, era inconfundible y suavizaba el calor sofocante, algunas velas de navíos podían verse por encima de los barrios de casas más humildes. La guardia de la ciudad y los perros del Califa parecían estar en todas partes.

Aquella ciudad prometía un mar de oportunidades.

lunes, 11 de febrero de 2013

Capítulo 3: Información



La elementalista jugueteaba con la daga que poco antes había estado incrustada en el cuerpo del capitán y bostezaba de aburrimiento. Tres marinos sacaban el cuerpo de su antiguo líder mientras observaban la escena de soslayo, la escusa no era verídica, pero a ella le era indiferente. Sus dudas habían sido disipadas en cuanto Bertnard había entrado por la puerta con la nueva capitana. Estuvieran donde estuvieran, él estaba aquí y parecía que ya había tejido un plan de escape.

- Yo que pensaba que tendría que ir seduciendo a cada uno de estos tios para averiguar dónde estoy…  – Sumire se dejó caer en el sofá y miró a su compañero. -  … y vas y apareces.
- ¿Te vas a quejar? – Bertnard apoyó el rifle a su lado, sin apartar la vista de la Capitana que estaba dando ordenes a sus lacayos.
- ¿Por qué no? He tenido que matarlo yo, si estabas en la nave tendrías que haber llegado antes. – bufó Sumire con fingida molestia.
- ¿Y dejarte sin diversión? – la miró con su característica sonrisa.

Ambos rieron y desviaron la vista a la figura femenina que se alzaba ante ambos. La mujer era de complexión media y alta, aunque cualquiera podría superar la altura de la Elementalista. Sus cabellos eran cortos y oscuros, mientras que su rostro mostraba unos ojos ligeramente rasgados y un mentón perfilado.

- Salta a la vista de que no tenéis ni puta idea de dónde estáis, así que ¿dónde se supone que queréis que mi nave os lleve? – se dejó caer sobre el sillón que había enfrente de ambos y entrecerró los ojos.
- Que cariñosa –sonrió Sumire y cruzó las piernas despreocupada. – Salta a la vista de que estas en deuda con nosotros por tu nuevo puesto. Así que si nos das una orientación geográfica podríamos decidir.
- Estas en el camarote del capitán rebusca en las cartografías. – Entrecerró los ojos y apoyó la mano en la empuñadura de su revolver, mostrándose territorial.
- No hace falta que te alteres tanto, sólo me acosté con él, disfrutó, y lo maté. Te ahorré el mal trago de tener que acostarte con él, deberías estar agradecida. – ya estaba mirando alrededor buscando los mapas– Además… El Cazador es mejor en la cama, no te perdiste nada interesante.
- Serás zorra.. – musitó en una sonrisa la Capitana antes de reír a carcajadas.

Bertnard y la Capitana, se enfrascaron en una conversación poco interesante sobre las cláusulas del trato actual que tenían vigente. Para Sumire, todo trato ajeno a sus intereses, le era indiferente. Ellos seguían siendo Blanco y Violeta; mientras que la Capitana dio un nombre más verídico, Moira, aunque desconocían si ese sería el verdadero. Tampoco importaba lo más mínimo. La conversación derivó al estado militar de la zona, dónde los revolucionarios se peleaban con los aliados; mientras que los cazarrecompensas y mercenarios barajaban sus cartas a favor de unos y otros, según el mejor postor.  

Sumire extendió por fin un mapa del desierto y observó la brújula que había bajo su mano. En base a las ruinas de Marlack, donde los habían encontrado horas antes, y la situación actual de la nave, se dirigían hacia la ciudad de Ambash, situada en el desierto de Shagdul. El único desierto que le sonaba era el Desierto de Cristal, custodiado por ese dichoso dragón en las tierras áridas del sureste del continente. ¿Dónde demonios estaban?.

- Vamos rumbo a Ambash. Es el único puerto donde podemos atracar sin ser detenidos y es una ciudad con buenas conexiones. Os bastará para que saquéis vuestros culos de mi nave y estemos en paz. – gruñó antes de levantarse. – Ya he perdido bastante tiempo con vosotros.

Moira salió del dormitorio mientras se la oía gritar nuevas directrices a los que vagueaban por el pasillo que tras unos cuantos disparos, insultos y gritos a los que se les unió el rugido de la voz del Norn sumamente cabreado. Poco más duró el revuelo y la calma reinó en el pasillo tras la puerta de madera.

- Y no te ha hecho falta ni acostarte con ella. - dijo Sumire mientras verificaba de nuevo la ruta cuando la nave viró por última vez. – Estas perdiendo tu dote de ligón.
- Simplemente estoy reservando esa baza por si nos traiciona en el contrato.
- Claro, claro. – sonrió ella.

El cuerpo del Cazador se desplomó en el sofá con un suspiro de dolor. Su compañera no tardó en deslizarse a su lado, dejando el mapa y la ruta de la nave, para comprobar la gravedad de sus heridas con fingido desinterés. Deslizó sus dedos por los botones de la camisa, desabrochándolos despacio, cuando los hubo desabrochado dejando al descubierto su torso, acarició con delicadeza cada rincón de su torso para comprobar que no hubiese ningún hueso roto.

- ¿Ahora te gusta más el sexo duro? – se limitó a sonreír cuando comprobó que sólo eran algunos hematomas sin roturas.
- Si yo te contara. – sonrió y la atrajo hacia él para besarla.

Entrelazaros las lenguas, la una contra la otra, haciendo que sus cuerpos se incendiaran y se pegaran más por la fricción de la pasión. Las respiraciones se entrecortaron siguiendo con una melodía de gemidos que acompasaba las caricias que envolvían ambos cuerpos con urgencia. Sumire se había sentado encima del regazo de su compañero, lo suficientemente cerca para poder acompasar su agitada respiración a la de él y sentir como su miembro se endurecía entre sus piernas.

- Shhh. – deslizó su lengua por su mandíbula, algo que le encantaba, y le mordisqueó el lóbulo de la oreja con un ronroneo que no consiguió reprimir - Deberías descansar, luego prometo seguir.

Le depositó un beso corto en los labios y le sonrió, esperando que esta vez entrara en razón. Lo cierto es que, aunque lo consideraba una gran putada, él debía descansar.

Capítulo 2: Ascensos


No sabía cuánto tiempo llevaba ahí metido.


La sala de maquinaría olía a aceite y a queroseno. Un olor ácido que se clavaba en los sentidos como dagas, acompasado del tintineante sonido de los engranajes encajando monótonamente en una cacofonía infinita, hacía de aquel lugar una excelente e improvisada sala de tortura. Del techo metálico y su miríada de tuberías que serpenteaban hacia todos los lados, colgaban algunas cadenas, como si se tratase de una cámara dónde colgar los fiambres. Una de ellas aprisionaba las muñecas de Bernard en alto, que era incapaz de defenderse de los golpes que le habían propinado en el abdomen.

- ¡Habla! ¿Quién os ha contratado? – gritó Olaf, crujiéndose los nudillos a modo de advertencia.
- Tu peluquero. – fue la respuesta de Bertnard, que recibió un golpe en el rostro, haciéndoselo ladear por la fuerza del impacto. Tenía desde hacía un buen rato un sabor metálico en la boca, había sentido la sangre antes.

Esta vez, el musculado Olaf decidió tomar un pedazo de tubería rota, tirada en el suelo y oxidada para mejorar la relación entre ambos.
- Habla, humano. O no tendrás un hueso sin romper antes de caer la noche. – dijo mientras golpeaba la palma de su mano con la improvisada
y oxidada arma.
-  Está bien, está bien…hablare – suspiró el cazador. Le habían bajado la máscara para poder entenderlo bien, no era la primera vez que trataba de usar las tretas para salir. Su gesto parecía débil, así que para escucharlo, sí o sí, tuvo que acercarse al prisionero.
- Tú...estilista. –  respondió.

El siguiente movimiento fue un rayo, un golpe con la suela y una patada directa a la ingle al captor. El pie permaneció clavado unos instantes, como si se hubiese clavado su punta en la carne, el norn gruñó de forma casi agónica mientras un hilo de sangre corría pierna abajo.

- Deja que te cuente que pasará si saco la pierna – siguió Bertnard – tengo una  daga escondida en la suela, y  está clavada cerca de tu carnet de padre. Si retiro la pierna, saldrá un chorro importante y en cinco minutos la habrás palmado. Así que si quieres salir de esta, desátame.

El Norn, actuó con más celeridad de lo que había visto en toda la noche. El corte había sido limpio y por suerte Bernard era un buen mentiroso. La cuchilla apenas había tenido fuerza para hacerle un arañazo, pero la fuerza del impacto era como si le hubiese seccionado la femoral. Cuando el sumiso Olaf optó por suspirar relajado, tras comprobar que no eran más que arañazos y sangre abundante, un golpe en la nuca lo dejó totalmente seco.
-  Buenas noches. – sentenció Bertnard tras haber sido liberado por el Norn y haber pasado la mano sobre sus muñecas.

La nave era de un tamaño considerable. Al salir a cubierta, tras recoger su rifle y recorrer las entramadas escaleras de caracol que serpenteaban hasta ella, el viento azotó su rostro. Cálido, seco y árido. Bertnard miró hacia el cielo, tratando de averiguar cuanto tiempo había pasado ahí abajo, sin éxito. El sol parecía brillar siempre con la misma intensidad en el desierto, salvo por las noches, que prometían frías. La cubierta contaba con unos escasos dos marinos, así que optó por esconderse tras el material apilado en cajas de madera y aguardar a que alguien pasase. A quien menos esperaba fue a quien asaltó tras escuchar los pasos acercarse, tras dar órdenes a los miembros de cubierta, alertándolos de la hora de la comida.

-  ¡Tú! – dijo la teniente, mientras Bert la apuntaba con su rifle, entreabriendo los labios carmesíes sorprendida.
- Encanto, si querías una cita conmigo solo tenías que pedirla, no enviar a tus matones – dijo sonriendo bajo su máscara – Siempre me ha gustado esto, arriba las manos, esto es un atraco.

La Teniente obedeció a regañadientes. Durante unos segundos se sintió tentada de saltar cubierta abajo, pero volaban a demasiada altura como para salir con vida de esa, desde su posición, se podían ver jirones de nubes, impactando contra el casco de la nave, como si fuesen olas
en el mar.
- Tengo una propuesta para ti. – continuó Bertnard tras unos segundos de incertidumbre – una propuesta que nos beneficiará a los dos.
- ¿De qué se trata? – gruño furiosa, mirando alrededor.
- ¿Quieres un ascenso? – le propuso con un tono de voz bajo, que hizo que la Teniente bajase lentamente sus manos, sorprendida. – Parece que es una buena nave. Dime donde está la chica, llévanos dónde queremos y te prometo un gorrito de capitana.
- ¿Estás de broma? – respondió.
- Si quieres después ya me darás las gracias. Llévame al puente de mando y lo verás.
- Cómo sea una treta te cubriré de plomo, guapito. – amenazó la Teniente.
- ¿Tenemos trato? – Quiso saber Bert.
- Lo tenemos. – En cuanto el cazador bajó el rifle, la mujer le indicó el lugar y siguió, quería cerciorarse que sus ansias de control en la máquina llegaban a su máximo exponente. Nunca había sido valorada debidamente por la tripulación por ser mujer. Era momento de que ese barco cambiase de manos.

Recorrieron con pasos metálicos la cubierta, por los laterales, evitando a cualquier marino que pudiese poner los ojos en ambos. Las escaleras que volvían a conducir a los intestinos de la nave eran tan angostas como las del Hangar C. Tras unos minutos de tenso recorrido, las escaleras comenzaron a tomar rumbo norte, y con ellas, les llevó por el interior del barco al camarote del capitán, preparados para asaltar la puerta de una patada conjunta.

El crujido de madera, no pareció sorprender a la pálida figura que había en su interior. Sumire, de pie, sonreía triunfal cuando se giró hacia la Teniente y el cazador, terminando de anudar su corsé en un lazo frontal. Tras ella, el cuerpo descamisado del Capitán yacía sobre la cama con un puñal incrustado en el pecho, y varios hilos de sangre
manchando las sábanas.

Bertnard miró a ambos y negó levemente con la cabeza, acercándose al cadáver para tomar el sombrero y lanzarlo a la Teniente.
-  Diles que intentó matarte, Teniente. Y que le diste su merecido. Que los prisioneros son libres, que cambiamos de rumbo y que nos quedamos para nosotros esta habitación hasta que lleguemos dónde queremos.

El revuelo estaba empezando a atraer curiosos, que anonadados contemplaban la escena, con armas en las manos sin saber bien que hacer.

- ¡Panda de vagos! – gritó la nueva Capitana – limpiad mi nueva habitación, ese bastardo no volverá a ladrar aquí. ¡Ahora soy yo estoy al mando!
- ¡Aye! – gritaron a la vez los marinos, obedeciendo sin rechistar.

Bertnard sonrió mirando a ambas. Parecía que el día estaba mejorando.