viernes, 27 de julio de 2012

Capítulo I

El sonido hueco de los nudillos en la puerta la hizo gruñir levemente. ¿Es que en ese lugar no la dejaban dormir nunca? Odiaba los barcos, a tal punto que la enfermaban, y en ese ya llevaba demasiado tiempo. Se tapó la cabeza con la almohada para amortiguar un segundo golpeteo de llamada y volvió a gruñir. Fingiría estar dormida, quizás asi la dejaran tranquila. Lejos de lo que Gillian deseaba el golpeteo volvió a sonar algo más estridente y estampó la almohada con un sonido sordo contra la dichosa puerta.

- ¡Ya voy! - tomó un tono soñoliento y pausado, a pesar de estar enojada con quien la perturbara.

Salió de la cama con un vaivén, haciendo que perdiera vagamente el equilibrio y su estómago se revolviera más de lo esperado. Cuando por fin contuvo sus insistentes ganas de vomitar tomó la bata que se enfundó rápidamente y anudó dos veces el cinturón. Miró alrededor comprobando que su camarote parecía haber recibido la visita de un torbellino pero no le importó. Se acercó a la puerta y tras correr el pestillo asomó su enmarañada cabeza y miró al varón que tenía delante.

- Capitán, ¿ocurre algo? - hacía varios días que estaba encerrada en ese camarote, asi que aprovechó para respirar un poco de aire del pasillo.

El hombre que tenía delante era un varón de mediana edad en el cual el paso de los años habían hecho que las canas comenzaran a notarse a contraste con su azabache cabellera. El rostro de ese hombre era severo y duro, debido a los años que había estado navegando, y lejos de lo que pudiera parecer a simple vista era un hombre bastante paternal y cálido.

- Oh, no, no. Simplemente informar que llegaremos en un par de horas a nuestro destino. - los oscuros ojos del Capitán danzaron hacia el panorama que presentaba el camarote y negó sonriente. – Y por lo que veo tiene un buen rato para recoger sus pertenencias.
- Ehhm, sí, eso parece. - Gilllian rió levemente y miró hacia dentro también. - ¡Pero saber que llegaremos en breve me anima! Podré salir de este infernal navio. - se llevó una mano a la boca tras decir aquello y miró al Capitán. - Disculpe, yo no pretendía..
- Tranquila, hija, tranquila. Después del ajetreado viaje que habéis llevado, ¡yo me hubiera lanzado por la borda y deseado llegar nadando! - una sonora carcajada sonó y Gillian pronto se unió a ella.

El Capitán le recordó el tiempo que le quedaba, tras comprobar que ella asentía entendiendo el tiempo que faltaba se despidió, desapareciendo por la escalera. Gillian se llevó la mano al estómago de nuevo, tras las quejas de éste en querer echar la bilis, pero pronto se calmó y decidió que era el momento de olvidarse del vaivén.

Cuando cerró la última maleta se sentó encima y miró de nuevo ese camarote. Había estado en él más de dos dekhanas de las cuales no pensaba recordar nada más que las tardes pasadas entre las historias que el Capitán le contaba para que su malestar la dejara tranquila por unas horas. No era grato recordar vómitos, mareos, pociones asquerosas de aquel alquimista, ni los recuerdos nostálgicos que el mareo y la fiebre habían conseguido trastocarla. Ahora, lejos de sus tierras y con un océano por medio podría empezar una vida. No le importaba que fuese buena o mala, sólo que un mar y miles de yardas la separaban de ese indeseable hombre. Eso era lo más importante.

Tras salir de su camarote y hablar con el Capitán bajó del barco. Aquella ciudad se presentaba extraña, tres formas de vidas distintas unidas en una misma ciudad, el tiempo que su mareo la hubo dejado había pedido al Capitán y a los marineros que le explicara acontecimientos de la ciudad a la que iban, Rhodesia. Le había explicado como las tres ciudades, independientes años atrás, ahora se unían bajo un mismo estandarte y una misma causa. Aunque las diversidades y los distintos puntos de vista seguían estando vigentes por las antigüas guerras, poco a poco, la lucha por un mismo fin estaba consiguiendo que esa ciudad tuviera sus propios frutos.

Mientras caminaba por las calles del puerto, observaba como algunos marineros descargaban las mercancías que habían viajado con ella hasta ese lugar; otros, reían en grupo mientras se dirigían a la que ahora sería una bulliciosa taberna; y, otros, simplemente, rebuscaban en las tiendas en busca de nuevos productos o regalos para alguna mujer. Gillian sonrió, tras pasar tantos días en aquel fantasmal camarote, agradecía ese ajetreo. Y por supuesto, tener los pies en tierra firme.

Callejeó siguiendo a un grupo de personajes de variopinto interés y se encontró metida en los jardines del castillo con su magnifica arquitectura frente a ella. Un guardia carraspeó vagamente y el rostro de Gillian, rostro rojo de vergüenza, se iluminó en un momento. La mujer, avergonzada, asintió a los guardias y salió a paso acelerado por las mismas puertas que había entrado escasos minutos antes. ¡Eso le pasaba por dejarse llevar por la curiosidad!

Ya recuperada de la verguenza, torció a la izquierda tras llegar a una plaza dónde los ciudadanos parecían congregarse. La estructura de ese distrito le recordaba a las ciudades que años atrás había visitado con sus padres. Las calles vigiladas por unos guardias enfundados en plateadas armaduras y los edificios ostentando a la visión caballeresca que tanto le recordaban a sus tierras la atrajo, ese según le había dicho el Capitán sería el distrito de las lanzas. Donde los caballeros de notable fe se resguardaban en su dogma por la Tríada o su necesidad de protección a los más débiles y necesitados.

Observó la entrada del Templo, un dúo de sacerdotes con togas entraron con ambas manos ocultas bajo sus anchas mangas y la capucha, protegían su rostro en ese perinigraje hacia el interior del lugar. Gillian, ansiosa por escuchar los salmos que podían oirse en un pequeño murmullo, dio un paso adelante pero negó al recordar que no era el momento de perturbar las oraciones de esos religiosos para saciar su propia curiosidad.

Tras pasar de nuevo el puente que separaba el distrito común de Rhodesia con la zona de los caballeros, se dirigió hacia el distrito donde una capa de arena hacía de alfombra para sus visitantes. Aquel distrito, a diferencia del anterior, le recordaba a las tormentas de arena que había leido en los libros. Una pequeña ciudad arenosa protegida por la Urdimbre y la magia de los arcanos, donde las particulas de la magia danzaban taciturnas con ese clima cálido y que no conseguía percibir al no tener el don de la magia. No obstante, esa simple visión, alentaba a querer aprender de aquellos personajes que ataviados con togas, turbantes y ropas de páramos más cálidos paseaban por sus calles. Era como estar en un lugar totalmente distinto. Tan diferente era al resto de la ciudad que hacia olvidar que seguía en Rhodesia.

Sacudió los bajos de su falda cuando salió de ese lugar y no pudo evitar mirar de nuevo hacia alli. Pero, aun le quedaba otro distrito, se encaminó de nuevo entre las calles de Rhodesia y torció hacia la entrada. Gillian había recorrido las murallas, observando los extraños magnelitos que las protegían con algo de magia pero al no entender qué eran, pronto su interés fue eliminado, al menos hasta que preguntara para qué servían. Según el Capitán el distrito de los pacíficos elfos se encontraba a las afuera y así fue, después de atravesar las murallas de esa ciudad los campos se observaban junto al camino que llevaba a esa densa arboleda.

Atravesó el camino y observó como el bosquecillo que se alzaba ante ella oscurecía el paso de los rayos del sol, haciendo que una penumbra la guiara entre las hojas caidas y los ojos de los guardias. No estaba segura si esa extensa atención fuese por ser bienvenida o por las preguntas que antes de entrar le hicieron, comprobando si estaba o no enferma. Lo cierto es que eso la sorprendió pero aparte de tener el estómago rugiendo por no haber comido a causa del mareo del barco, ahora que estaba en tierra firme se encontraba mejor que nunca. Desestimó su necesidad de preguntar más al haberle permitido el paso y correteó por el bosque cual cervatillo alegre. Hacía años su madre le había contado historias sobre los druidas, sobre sus poderes armonizantes y su entendimiento hacia la natura que deseaban mantener en equilibrio ante las guerras y la paz existentes. En ese lugar, lejos de entender aun a lo que se refería su madre, pudo percibir el halo de serenidad que ostentaba esa arboleda.

Satisfecha su curiosidad sobre los tres distritos se encaminó a la zona común donde los ciudadanos seguían entablando conversaciones sin interés para Gillian pero su desinterés duró poco. El varón que poco antes se encontraba sentado a varios bancos de distancia se situaba delante de ella e hizo que sonriera incoscientemente. ¿Sería el típico mujeriego o el típico desinteresado? Tras las formalidades de presentarse como Knoxx tomó asiento junto a ella, la cual no se presentó al haberse centrado en la conversación del resto de los presentes.

Una plaga, enfermedad o anomalía había estancado a la población en un momento crítico. Se debatieron en un sin fin de, según Knoxx, “torrente de ideas” donde se habían dialogado la posibilidad de que fuesen las ratas a seguidores de Talona o incluso hablaron de maeses enanos y un barrio rojo que Gillian no alcanzaba a compreder del todo. Según le dijeron ese barrio de dudosa reputación pertenecía a una ciudad distinta. El ajetreo de unos guardias que se dirigían a la entrada los sacaron de sus debates haciendo que todos los siguieran con mayor o menor prisa. La joven había esperado a una pequeña niña albina que poco antes había permanecido callada. Misha, había oido que se llamaba. La tomó de la mano y se encaminó tras el grupo hacia la entrada.

El grupo que había llegado antes rodeaba a una anciana bastante mayor con encorvada estatura y numerosas arrugas, o ¿eran verrugas?. Lo que ocasionó que más de uno la mirara con desgana y altruísmo. La anciana había dicho que conocía el remedio a la enfermedad que asolaba esa ciudad, había puesto un precio demasiado alto y muchos ojos se miraron entre sí con demasiado recelo. Tanto recelo que algunos acusaron a la anciana de mentirosa. ¿Cómo era posible que esa anciana tuviese el antídoto?, pensó Gillian. Los ciudadanos que se congregaban a la entrada de aquella ciudad se callaron al ver a la guardia acercarse y aceptar el trato. Si la anciana conseguía sanar a los ciudadanos el precio que pedía sería dado a cambio.

Una lista fue entregada a los ciudadanos que ayudarían en la búsqueda de los ingredientes. El revuelo se alzó entre cuchicheos y planes desestimando la opción de la anciana; unos decían que si la lista de ingredientes estaba en sus manos, esa anciana ya no serviría; los otros, se agrupaban para comenzar la búsqueda. La anciana sonrió ante los comentarios pues no era tan estúpida de entregar toda la lista a esos ciudadanos. Pronto, perdiendo el interés de la congregación, la anciana se retiró. Gillian observó a Misha y sonrió, comprobando que ésta no correría ningún peligro con esa anciana mujer.

Gillian seguía absorta, intentaba memorizar la lista poco antes dicha y los lugares en donde los encontrarían. Tan absorta estaba que pronto dos grupos fueron hechos y ella se sintió levemente insatisfecha por alguna razón. Desvió la vista hacia el segundo grupo y los observó abstraidamente hasta que la manita de Mîsha la sacó de sus propios pensamientos.

La misión de su grupo, compuesto por cuatro personas contándose a si misma, irían en busca de los tréboles de la suerte. Cuando empezaron a andar hacia la Ciudad Mercantil, puesto que allí habían dicho encontrarían tréboles, observó a su propio grupo. En él se encontraba una pareja que poco antes había visto en la plaza de Rhodesia. La mujer, Kuea, de belleza bastante resultante, tenía el cabello rubio y unos preciosos ojos azul cielo. Su figura era característica, con una minifalda que dejaba ver la longitud de sus hermosas piernas y un escote bastante exuberante. Gillian estaba segura que más de un hombre le besaría los pies si ésta lo permitiera y estaba segura de ello pues había visto a más de uno mirarla con intensidad a su paso.

El hombre, por su parte, tenía un cabello entre castaño claro y rubio ceniza, unos extraordinarios ojos verdes. Los cuales mirándolos fijamente en parte le recordaban a los de su difunto padre. Se entretuvo unos instnates en contemplar la constitución del varón y asintió quedamente al comprobar que sería un buen “guardaespaldas” para las tres mujeres que iban en ese grupo. Poco tardó en confirmar sus sospechas, cuando el hombre, tras un dulce canto de la mujer rubia, partió en dos a uno de los asaltantes que amenazaban con atacarlos. Aunque no era de extrañar pues él mismo se había presentado como Thralldor, antiguo mercenario.

La más delicada de su grupo era la pequeña Mîsha que desde que habiendola escondido tras sus faldas en un instito maternal de protección seguía otorgandole una visión de su delicada complexión. Era la primera vez que Gillian veía una niña albina. Su abuela le había contado en alguna ocasión que una persona de esa rareza solían ser débiles, pues apenas podían permanecer bajo los rayos del astro mayor por miedo a que su delicada piel se quemara. Lejos de lo que hubiera imaginado en aquel entonces, esa pequeña, no precía enferma en ninguna de sus acciones. Sus curiosos ojos daban en aquel aniñado rostro un toque de alegría y bienestar que a Gillian sorprendía.

Habían pasado un par de encrucijadas cuando Gillian empezó a recordar la insistencia de la anciana en darles a entender que los tréboles crecían en zonas de serenidad. En un principio, cuando la anciana lo había indicado, la mente de Gillian había pensado en el claro de un bosque, donde la serenidad y la armonía eran rotos únicamente por los cantos de algún pájaro extraviado. En cambio, dónde se dirigían, era a un camino transitado por los carruajes y peregrinos que deseaban llegar a la ciudad.

- Creo que no puede ser en ese camino. - afirmó por fin al grupo. - Ella dijo que era un lugar tranquilo. Y un camino no creo que lo sea.
- Está a las afueras. No está tan transitado. - apuntó la barda con una melodiosa voz.
- Pero sigue siendo un camino - se quejó el antiguo mercenario. - Quizás debamos mirar por los alrededores.
- ¿Y no hay un bosque cercano? Desconozco las tierras, pero lo más lógico es que un lugar tranquilo sea un claro.. por ejemplo. - Gillian miró al trío con cierta duda.
- El único que conozco por aquí cerca es el Bosque de la Lanza. – sentenció el mercenario, abriend la marcha hasta ese lugar.

La barda había amenizado el camino de vuelta con una leve melodía mientras el antiguo mercenario apelaba a sus armas para deshacerse de los asaltantes que perturbaban la marcha del grupo. No tardaron en llegar a un camino donde uno de los ingredientes se encontraba. Kuea cogió varias muestras y asintió satisfecha apuntando con su dedo hacia la cueva que arremolinaba un olor a humedad y sonidos algo siniestros.

- Esa es una antigua mina, ¡quizás encontremos hongos amarillos! - su tono de voz sonaba alegre.

La cueva de humeda y extraña sensación, hacía que las ropas se pegaran y los oídos se afinaran por el sonido del golpeteo de alguna gotera o por el aleteo de algún murcielago que asustado por la exxtraña intromisión voleteaba para alejarse del grupo.

- Mirad, ¡hongos! Ya tenemos dos ingredientes.

La melodiosa voz de la barda sacó de un respingo a Gillian de su observadora visión en esa incómoda oscuridad. La barda, lejos de ser precavida rompió con un golpe seco el tallo del hongo y volvió a sonreír feliz. Esa mujer a todas horas parecía feliz. Thralldor se había acercado a la mujer mientras Gillian se acercaba sin apartar a Mîsha de su lado. Que poco le gustaban esos lugares.

- ¿Pero lo has cogido sin guantes? – sonó una masculina voz algo molesta.
- Sí, claro. ¿Por qué no? Es para el antídoto – la barda se limitó a encogerse de hombros.
- ¿Y si son venenosos? Lávate las manos.

Gillian creyó ver al antiguo mercenario negar con la cabeza por la desfachatez e inocencia de la barda pero no le prestó demasaida atención. La barda se inclinaba sobre el borde de un pequeño estanque de agua subterráneo cuando un pequeño temblor sacudió la cueva, haciendo que Gillian tomara a Mîsha por los hombros y abriera un poco las piernas para no caer de culo. Parpadeó perpleja y comprobó que la pequeña estaba bien; aunque su sorpresa llegó con la visión de Thralldor sosteniendo a la barda apra que esta no cayera al agua.

- Al final os caéis los dos.

Con una sonrisa divertida Mîsha y Gillian observaban a ambos en su enfrentamiento por no caerse al agua. La risa estalló al poco al ver como la rubia caia al agua, desequilibrada por el mercenario que esquivó la mano de ella al intentar agarrarse y la miraba con cara de circunstancia.

- Perdón. - dijo vagamente al volver a acercarse al borde para ayudar a la empapada barda a subir y entregarle su capa. – Cubrete con la capa..
- Deberiáis haberos caido con ella al agua. – consiguió decir Gillian tras menguar su ataque de risa.

No le importaba la rudeza con que la miraba Thralldor, ni la cara de circunstancia y mal humor que se marcaba en el hermoso rostro de Kuea. Había sido divertido y hacía tiempo que no reía tanto. Tomó algo de aire, calmando así sus ganas de volver a reir al recordar el suceso.

- Deberiamos volver para que se cambie. - suspiró el varón con cierta resignación.
- Bueno, al menos tenemos dos ingredientes. - la barda se arropó mejor con la capa, empezando a temblar. - Mi resfriado no será en vano.

Mîsha y Gillian asintieron al mismo tiempo ante esa decisión. Sin duda había sido divertido pero también habían comprendido que esas ropas debían cambiarse lo antes posible. Tras tomar de nuevo la mano de Mîsha y dejar a la pareja retomar sus pasos, los siguieron.

El ambiente en la entreda de Rhodesia se notaba cargado, varios cuchicheos se oían entre los ciudadanos y varios grupos se reunían en diferentes situaciones parloteando sobre asesinatos, rosas y extraños sucesos. Gillian observó al grupo de las afueras y tras intentar buscar al segundo grupo de búsqueda en vano retomó la marcha junto al suyo propio. Mîsha había desaparecido de su lado, aunque no le dio importania pues tras atravesar las puertas de la ciudad comprendió que allí sus padres la protegerían mejor.

Por su parte, tras observar como Mîsha desaparecía por las calles de Rhodesia, se percató del grupo que allí se juntaba. Sus ojos se desviaron a unos y otros, centrándose al final en el único hombre que conocía y sabía que formaba parte del otro grupo. Allí parada como estaba y a una distancia prudencial del corro que se estaba formando, observó a ese individuo de cabellos oscuros y piel clara. Aunque su visión no llegaba a verlos del todo, hubiera jurado que el color de sus ojos era de una tonalidad oscura y su complexión, a diferencia del antiguo mercenario, era menos abundante pero igual de fibrada. ¿Sería de mala educación comprobar las dudas?

- Esos ingredientes ya no sirven. La anciana está muerta.

Soltó el aire que había retenido sin percatarse y frunció ligeramente el ceño, saliendo de sus pensamientos ante la frase que el mismo hombre al que miraba había soltado. Desvió por fin la mirada a sus dos compañeros, pues un torrente de preguntas había surgido entre los tres.

Según dijeron la anciana había sido asesinada y en su inerte cuerpo habían hallado la firma de una rosa. También comentaron sobre la existencia de otra bruja, la cual, según había entendido Gillian, estaba en la Infraoscuridad, aunque lo desconocía. Knoxx había dicho que se lo explicaría cuando ella preguntó sobre sus dudas. Así que esperaría hasta ese momento sin perturbar las preguntas del resto de los integrantes del corro.

La barda desapareció de la entrada tras temblar y conseguir respuestas a sus propias preguntas. A la cual siguió en breve el antiguo mercenario y, posteriormente, Gillian. Aun con las dudas crecientes en su mente se sentó en el mismo banco que horas atrás y asintió a los ciudadanos que se acercaban poco a poco. La tranquilidad de esos escasos minutos fue perturbada por la presencia de un varón y la sentencia de que algo se acercaba a Rhodesia. Gillian empezaba a preguntarse si ese lugar sería tan seguro como le había indicado el Capitán o si, meramente, había llegado en la peor época de esas lejanas tierras.

Los guardias se arremolinaban y corrían bajo el estandarte de sus distritos agrupandose en las murallas y en la entrada principal para impedir el paso del que sería su enemigo en esa nueva batalla. Se había sentido aliviada con la determinación de Knoxx en protegerla, incluso había contestado que no dudaba que lo hiciese pero al ver la extraña invasión de los campos por esos extraños seres acabó arrepintiendose de su propia palabra.

Las flechas y los virotes silvaban por el aire para arremeter contra esas horrendas bestias, algunos se escondían tras las balustradas de la mueralla para que los ataques enemigos nos los alcanzaran y Gillian estaba entre ellos. Lejos de portar consigo más que la daga que su padre le regaló, desde esa posición era completamente inútil y no pensaba bajar a esa cacería de brujas con una daga en mano. ¡No estaba tan loca!. Gillian observaba desde su posición como lso guardias embestían a los atacantes y los aventureros pronto se unieron a ellos. Parpadeó confusa al comprobar que el antiguo mercenario era uno de ellos y negó levemente.

La contienda duró más de lo que hubiera querido, haciendo que los enemigos cayeran al son del choque de espadas, el silbido de los arqueros y los rugidos que no evitaban hacer aquellos guerreros. Cuando el último aliento cesó y la respiración ajetreada de los defensores era lo único que se oía Gillian bajó de las murallas acompañada por Knoxx, que había permanecido en un punto alto de la muralla cerca de su posición.

Algunos aliados habían caido, los eclesiásticos trataban los tajos de los heridos en un rápido movimiento y los que podían moverse ayudaban a mitigar el malestar general. Otros, simplemente, observaban en un silencio sepulcral. Un terremoto sacó a todos de sus acciones, los clérigos que vendaban a los heridos presionaban las heridas con una mano y con la otra intentaban no caer en ese seismo. La mayoría de los presentes, incluida Gillian, se agarraron a lo primero que encontraban para no caer de culo; aun asi, más de uno cayó y se quedó petrificado ante la neblina que se alzaba tras la risa maléfica que resonó.

La neblina se disipó dejando ver a un humanoide de dudosa reputación. Gillian observó con bastante espanto a la criatura que se levantaba frente al grupo. Sus mente le decía que corriese mientras que sus piernas no querían hacerle caso, estancandose en el sitio como si se trataran de dos raices bien incrustadas. Con el miedo reflejado en su rostro y sin apartar la vista de ese extraño ser, estranguló la capa de Knoxx hasta tal punto que los nudillos se blanquearon hasta dolerle su propio apretón.

Cuando la mujer que había hecho frente a esa aberración cayó inerte en el suelo se acercó algo más a Knoxx buscando vagamente un sentimiento de protección, aunque dudaba fervientemente que éste pudiera hacer algo contra esa criatura. Siendo la muerte el único destino que el grupo vería si aquél extraño ser lo deseaba. La amenaza latente se hizo total cuando la criatura les dijo que no buscaran a la anciana de la Infraoscuridad, desapareciendo poco después y dejando aun más anhelantes a algunos miembros del grupo.

La mano de Gillian soltó la capa cuando el peligro se fue y un rumor de opiniones volvía a alzarse en la puerta. Los eclesiásticos volvieron sus labores a los heridos; los guardias empezaron a reagruparse en sus lugares de guardia habitual; y los ciudadanos comenzaron a dispersarse entre distintas opiniones d elo que debían hacer contra esa epidemia que asolaba Rhodesia y esa vil criatura que los había amenazado.

Gillian, por su parte, necesitaba beber. Así que seguida de Thralldor se dirigieron a la taberna a valorar los sucesos recientes.






Prólogo.

- ¡Gillian! ¡Sal de ahí ahora mismo! - la mujer, roja de enfado, observaba como la pequeña volvía a hacer de las suyas.

Megan, la ama de cria de la familia Remington, adoraba a esa pequeña pero en ocasiones deseaba estrangularla y matarla por sus travesuras. Y esa ocasión, en pleno invierno y en la superficie casi helada de aquel lago, era una de ella. La angustia de la ama de cría se ocultaba por el enfado que se reflejaba y la impotencia de no poder rescatar a la dichosa Gillian. Recordaba como había discutido con el padre de Gillian al enterarse que la había enseñado a nadar hacia dos veranos. Éste, le había asegurado que debía aprender a nadar ya que si caía al lago ella sola podría salir de él y que no afectaría a sus travesuras. ¡Y un cuerno!, pensó Megan al recordar aquella discusión.

El brinco que dio la pequeña, por oir a Megan en la orilla, hizo que su equilibrio se sobresaltara y cayera haciendo un enorme ruido sobre la superficie tranquila de aquel lago. La mujer, por su parte, se tiraba de los pelos frenéticamente mientras seguía gritando el nombre de la pequeña, ahora con miedo al no ver que los segundos pasaban mientras la cría seguía sin asomar la cabeza. En un momento de horror y pensando lo peor se quitó las botas, el vestido y la capa, quedándose únicamente con una camisa de lino. Kenric, el padre de Gillian, siempre insitía a su hija que debía quitarse la mayor cantidad de ropa cuando se metía en el agua, ya que sino se hundiría por su peso o le sería más difícil nadar en las aguas.

Megan, aunque el agua helada parecía cortarle la piel con cada paso, se introdujo en el lago hasta estar cubierta hasta sus propios hombros y seguía gritando el nombre de la pequeña Gillian. Impotente por no saber nadar, no podía seguir acercándose hacia dónde había visto caer a la niña y tanteaba por el agua por si los dioses dejaban que la encontrara asi. Su mano alcanzó un trozo de tela y ahogó un pequeño grito al ver que era la capa de Gillian; pero tras tirar sólo era eso, la capa. Maldijo en voz alta y siguió introduciendose al borde de las lágrimas en aquel lago, hasta que sus pies no pudieron tocar fondo y su propio peso la introdujo hacia el fondo. Atónita por la extraña situación en la que se había metido chapoteaba intentando que su cabeza saliera a flote.

Gillian, que tras caer había estado unos minutos forcejeando con su propia capa que la arrastraba hacia el fondo, salió y se agarró de nuevo al tronco del cual segundos antes había mantenido el equilibrio. La pequeña observaba horrorizada como su ama de cría se había introducido en el agua y ahora, por cosas del destino, era la que chapoteba intentando no hundirse en el agua.

- ¡Megan, Megan! - la pequeña desesperada intentaba llegar con el tronco hacia ella, para no hundirse por el peso del resto de su ropa. Las lágrimas pronto se fundieron con el agua del lago que mojaba su rostro y sus ojos se hincharon por las mismas.

Megan había dejado de chapotear como una loca y la miraba con el rostro desencajado del susto pero el alivio apareció reflejado en su rostro al ver a la pequeña acercándose a ella a moco tendido. Su propio miedo, al no saber nadar, la había agobiado tanto que había olvidado que Gillian estaba desaparecida y que sus pies, al relajarse y oirla llorar mientras la llamaba, la había dejado tocar el fondo con las puntas de sus pies. Molesta consigo misma al no percatarse de ello, instó a la niña a que siguiera acercándose hasta que con la punta de los dedos de sus manos alcanzó el dichoso tronco y consiguió tomarla en brazos para abrazarla con desesperación. Cuando se aseguró de que las plantas de sus pies tocaban el fondo con seguridad, zarándeo a la pequeña con tal angustia que se maldijo a si misma; pero el enfado pudo con su alegría de saber que aquella bribona seguía a su lado.

- ¡Gillian no se te ocurra volver a hacerme esto! ¿Me has oido? - su voz rota de enfado fue más dura de lo que hubiera querido, haciendo que Gillian se encogiera entre sus brazos.

La pequeña, resguardada y temblorosa, había asentido quedamente entre sus brazos mientras salían de aquel lago y Megan las cubría con el vestido que poco antes se había quitado con desesperación. Al menos solo fue un mal susto, pensó Megan y abrazó con más cariño a la pequeña que no recibiría más castigo que el sufrido en esa ocasión. Verla tan angustiada le había roto parte de su corazón, haciendola entender que la pequeña había aprendido aquella lección.

- Gillian, ¿me enseñarás a nadar cuando vuelva el buen tiempo? - su voz sonaba menos furiosa, más tranquila. Con cierto tono maternal como casi siempre solía tratarla a menos que la desesperara por alguna travesura.

- Sí - consiguió decir una maltrecha Gillian entre hipos y un sonoro lloro.



Gillian se llevó la mano sobre la gasa empapada y ya caliente que se había puesto la noche anterior para poder conciliar un poco el sueño. La fiebre la había acosado durante el último viaje y mortificaba con querer arrancarle el cerebro de la cabeza; pero ella no se amilanaría ante aquella enfermedad. Cogió la gasa y la introdujo de nuevo en la palanga de agua para que se humedeciera, mientras tomaba un vaso de agua. Dejó el vaso de nuevo sobre la mesa y estrujó con ambas manos la gasa en la palangana. La fiebre aparte de hacerla enfurecer por el mal momento de su llegada, la estaba dejando melancólica por los recuerdos del pasado y, eso, la molestaba aun más.
Aunque su viaje empezó jornadas atrás, ahora, estando tan cerca, su propia impaciencia hacía que se le pusiera la piel de gallina. Volvió a tumbarse en aquella cama y ponerse la gasa humeda sobre la frente. Intentó conciliar de nuevo el sueño hasta que al menos ese dichoso alquimista se dignara a aporrear su puerta y traer la pócima que le solicitó.